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– No siempre es así -repuso él con cautela, porque había sostenido muchas veces lo mismo y lo asustaba defender ahora el otro lado-. Hay personas que pueden llevarse bien mucho tiempo. A veces incluso se aman. Es verdad. Puede ocurrir.

– No lo dudo. Al principio. Luego ella tiene un niño, pierde la figura, él se aburre y empieza a beber, ella protesta, él se enfada y ella protesta más.

– ¿Así era la vida en tus casas de acogida?

– Una tras otra. Dondequiera que iba, siempre ocurría lo mismo. Y puedes quedártelo, yo no lo quiero.

– ¿No crees que dos personas puedan amarse de por vida?

Selena soltó una carcajada.

– Leo, eres un sentimental. Crees en esas cosas.

– Soy italiano -repuso él, a la defensiva-. Se espera que creamos en esas cosas.

– No me digas. Y seguro que crees que el amor dura para siempre. ¡Oh, vaya, eres increíble! Aunque es mejor frase que la de Paulie.

Leo no contestó. Ella lo miró después de un rato y vio que estaba enfadado.

– ¿Qué he dicho? -preguntó la joven, confusa.

– Si tú no lo sabes, no puedo decírtelo yo. Pero lo intentaré. Tú crees que no soy mejor que Paulie, que te cuento esto para asaltarte luego en el establo. Muchas gracias.

– Yo no quería decir…

– Yo creo que sí. Todos los hombres son iguales a tus ojos porque no te tomas la molestia de levantar la vista.

Se levantó de un salto y subió la cuesta alejándose del arroyo. Al final de la cuesta había una roca y él se sentó en ella y miró al frente con rabia.

Selena lo miró de hito en hito, furiosa con él, consigo misma y con el mundo. No se le había ocurrido que podía herirlo. La vida difícil que había llevado la había enseñado a ser directa, no sutil. Si uno quería algo, se lanzaba a por ello, porque nadie se lo iba a regalar. Había aprendido las destrezas necesarias para sobrevivir, pero no las de la seducción, y por primera vez se le ocurrió que faltaba algo importante en su armadura.

Subió la cuesta hasta quedar justo debajo de él y la alivió ver que ya no parecía enfadado. No temía su enfado, pero era su gentileza la que empezaba a tejer conjuros en torno a su corazón.

Él la ayudó a terminar de subir para que pudiera sentarse a su lado.

– No estás enfadado conmigo, ¿verdad?

– ¡Grrrr! -dijo él, gruñendo como un oso.

Ella soltó una risita, se agarró al brazo de él con los dos suyos y apoyó la cabeza en su hombro.

– Lo siento, Leo. Siempre hago lo mismo. Primero hablo y luego pienso.

– ¿Tú piensas?

– A veces un poco.

– Tienes que enviarme una entrada. Seguro que es todo un acontecimiento.

Selena liberó una mano el tiempo suficiente para darle un puñetazo en el brazo y volvió a adoptar la misma posición.

Él volvió la cabeza para poder ver todo lo posible de la cara de ella y le tomó una mano.

– No era mi intención compararte con Paulie -dijo ella-. Sé de sobra que tú no eres como él, no intentas besar a la fuerza.

Leo habló con suavidad:

– Yo no he dicho que no quiera besarte.

– ¿Qué has dicho? -preguntó ella.

– Nada.

La conversación se volvía peligrosa. Estaba a punto de confesar lo que quería en realidad y romper la delicada red de confianza que estaba construyendo entre ambos. Pensó en lo que seguramente descubrirían cuando regresaran al rancho y supo que tenía que proteger esa red a toda costa.

– Quizá es hora de volver -dijo.

Regresaron despacio, con el sol bajando por el horizonte. Cuando entraron en el patio, Leo intercambió una mirada con Barton y supo que sus peores miedos se habían cumplido.

– Ella misma lo dijo -le confió su amigo cuando Selena no los oía-. Han echado un vistazo a la furgoneta y se han partido de risa. Oh, pagarán una pequeña liquidación, pero no le comprarán partes nuevas.

– Eso lo decide todo -dijo Leo-. Hay que pasar al plan B.

– No sabía que había un plan B -comentó su amigo.

– El plan A es el que acaba de fallar. El B es…

Tomó a su amigo del brazo y lo apartó más aún de la puerta del establo, por lo que lo único que Selena oyó desde el interior fue el rugido de Barton:

– ¿Te has vuelto loco?

Capítulo 5

Leo tenía intención de participar en el rodeo de Stephenville. Con lo que Barton denominaba «más valor que sentido común», estaba decidido a montar un toro.

– Solo un toro -arguyó-. ¿Qué mal puede hacer?

– Te puedes romper el cuello. ¿No te parece bastante?

Estaban desayunando con la familia y, como se sentaban en extremos opuestos de la mesa, los demás miraban alternativamente a uno y otro, como espectadores de un partido de tenis. Jack, que estudiaba hasta en la mesa, sacó la nariz del libro y empezó a llevar el tanteo.

– Barton, sé lo que hago -insistió Leo.

– Quince cero -cantó Jack-. Sirve Leo.

– No tienes ni idea de lo que haces.

– Empate a quince.

– Solo se necesita práctica.

– ¿Y me vas a decir que has practicado en Italia? La primera noticia de que allí tengan toros.

– Quince treinta.

– Solo tengo que practicar con tu toro mecánico.

– ¿Y que sea culpa mía? De eso nada.

– Vale -suspiró Leo-. Entonces tendré que apuntarme sin practicar, me romperé el cuello y será culpa tuya.

– Eso es un golpe bajo -rugió Barton.

– Deja que lo haga, papá -le suplicó Carrie.

– ¿Tú quieres que le pase algo? Creía que te gustaba.

– ¡Papá! -exclamó la chica, avergonzada.

Selena había disfrutado de la escena hasta ese momento, pero sintió lástima de la adolescente, sobre todo cuando esta se ruborizó intensamente. Al menos estaba segura de que Leo fingiría que no había ocurrido nada.

Pero vio con sorpresa que él hacía justo lo contrario.

– ¿Ves?, hay alguien que me apoya -anunció-. Carrie, tú crees que puedo hacerlo, ¿verdad?

– Sí -dijo ella, desafiante.

– ¿Y no crees que me romperé el cuello?

– Creo que lo harás muy bien.

– Ahí lo tienes, Barton. Escucha a mi amiga. Sabe lo que dice.

Selena vio que el rubor de Carrie remitía y sonrió para sí. En pocos segundos, Leo había convertido su «enamoramiento» adolescente en una amistad que valoraba abiertamente.

La envolvió una sensación de felicidad, que no sabía que la bondad de Leo con otra persona podía causarle. Era como recibir un regalo personal. Cuanto mejor se portaba con otras personas, más feliz la hacía a ella.

Barton cedió a regañadientes y, después de desayunar, todos fueron hasta el toro mecánico, una máquina eléctrica que intentaba lanzar al suelo al que la montaba y con la que se podía practicar bien. Tenía una variedad de velocidades, empezando por el nivel uno, para principiantes, y Barton, para disgusto de Leo, insistió en empezar por el más bajo.

Leo pasó el primer nivel sin problemas y, alentado, pasó al siguiente, donde también consiguió agarrarse.

– ¿No es maravilloso? -susurró Carrie a Selena-. Jamás adivinarías que es la primera vez que lo hace.

– Sí lo adivinaría -sonrió Selena.

– Bueno, tú ya me entiendes.

– Sí.

Jack se unió a ellas con otro libro en la mano.

– ¿Queréis saber cuántas son las probabilidades de que Leo muera la primera vez que…?

– ¡No! -dijeron las dos al unísono.

Un grito de Billie les hizo volver la cabeza a tiempo de ver a Leo salir despedido por los aires, aterrizar de golpe y quedarse quieto.

Carrie enterró el rostro en las manos.

– No puedo mirar. ¿Está bien?

– No lo sé -respondió Selena, con una voz que no parecía suya-. No se mueve.

Tenía la horrible sensación de que el tiempo se había detenido y echó a correr hacia donde estaba Leo.