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– ¿Qué vende él?

– Máscaras venecianas fundamentalmente. Y lámparas de góndola. Las ponen encima de los televisores. Algunas tocan «O sole mio» cuando las enciendes.

– Me tomas el pelo.

– No.

– No deberías ser duro con un hombre que intenta ganarse la vida.

– Le va muy bien -repuso Leo, cauto-. Creo que debemos irnos. Empezarán pronto.

Leo se las había arreglado para montar el toro el primer día. Tal y como esperaba, había una gran diferencia entre el viejo Jim y el toro enorme y furioso al que le tocó enfrentarse. Nada en su entrenamiento con el toro mecánico lo había preparado para aquello. Tenía la sensación de que el toro hubiera decidido hacerlo pedazos como castigo por su impertinencia al atreverse a intentarlo.

Y el animal lo zarandeó a conciencia desde el primer segundo.

Pero era un toro considerado.

No lo tiró hasta el tercero.

Cayó con fuerza, pero sobrevivió. Por lo menos la práctica le había enseñado a caer cada vez mejor.

Cuando salía cojeando del coso, oyó el aplauso amable de la multitud, un tributo a su valor por hacer algo que tan mal se le daba y vio que los Hanworth lo aplaudían con entusiasmo de amigos. Todos menos Paulie, cuya mueca de placer era inconfundible.

Pero Selena no se burlaba. Sus ojos brillaban por el placer de que lo hubiera intentado y su sonrisa era una promesa y un recordatorio. Leo le sonrió también con alegría. Por lo que a él respectaba, Paulie podía irse a la porra.

Selena estaba nerviosa detrás de su sonrisa. Cuando Leo había salido volando por encima de la cabeza del toro, ella se había clavado las uñas en la palma hasta que lo vio levantarse.

Después se riñó a sí misma por alterarse tanto sin motivo. ¿Cuántos hombres había visto caer de un toro? Pero ninguno había sido Leo.

Fue a prepararse a su vez. Jeepers la esperaba tranquilo. En la arena de prácticas se habían entendido bien, pero ahora era distinto. Se ajustó el sombrero Stetson hasta comprobar que estaba firmemente sujeto. Perder un sombrero podía costar puntos muy valiosos. No tanto como derribar un barril, pero los suficientes para perjudicarla.

Había cinco amazonas delante de ella, y todas lo hicieron bien.

– Vale -le dijo a Jeepers-. El truco está en no dejarse asustar. Tú eres… nosotros somos tan buenos como ellos. ¡Vamos, muchacho! ¡Vamos a demostrárselo!

Cuando sonó la campana, salió volando de la línea de meta en dirección al primer barril del triángulo, un giro cerrado, pero no demasiado, que dejaba a Jeepers espacio para moverse. Lo rodearon y pasaron al siguiente giro y luego al último, antes de ir hacia la línea de meta entre aplausos de la multitud.

Leo la esperaba fuera de la arena y miraron juntos a la siguiente amazona.

– No se puede comparar contigo -dijo él-. Ni ella ni las demás.

– Pero la siguiente es muy buena. Jan Dennem. He competido muchas veces contra ella y siempre ha ido por delante.

– Esta vez vencerás tú -dijo Leo con confianza. Ambos contuvieron el aliento durante catorce segundos interminables y Jan cruzó la línea una décima de segundo detrás de Selena.

– ¡Sí! -gritaron los dos, abrazados.

La siguiente concursante era muy rápida. Una verdadera amenaza. Al acercarse al último barril iba medio segundo por delante de Selena, pero entonces…

El barril cayó al suelo y brotó un rugido de la multitud.

Las dos siguientes fueron más lentas. Selena seguía en cabeza.

– Falta una -dijo-. No puedo soportarlo. ¿Leo? Al ver que no contestaba, lo miró y vio que tenía cruzados los dedos de ambas manos y movía los labios con los ojos cerrados.

– Estoy rezando -dijo cuando los abrió-. Nunca se sabe.

Ella soltó una risita nerviosa.

– ¿Dios sigue los rodeos?

– No se pierde ni uno.

Hubo un aplauso cuando la última concursante salió volando al ruedo.

– No puedo mirar -Selena enterró la cara en el pecho de Leo, que la abrazó-. ¿Qué está pasando?

– Primer barril, es rápida pero menos que tú. Segundo barril, ahora el tercero…

Los vítores de la multitud se hicieron ensordecedores. Leo soltó un gemido, la abrazó con fuerza y apoyó la cabeza en la suya.

– ¡Oh, no! -gritó ella-. ¡No, no, no!

– Por una décima de segundo. Lo siento, carissima.

Ella levantó la cabeza.

– ¿Cómo me has llamado?

– Carissima. Es italiano.

– Sí, ¿pero qué significa?

– Bueno…

Mientras se preguntaba si debía arriesgarse a decirle que la palabra significaba «querida», oyeron un grito de Barton, felicitándola y compadeciéndola al mismo tiempo.

Pasó el momento y Leo se quedó reflexionando que la persona que dudase estaba perdida. O si no perdida, al menos sí obligada a esperar otra oportunidad.

El grupo volvió esa noche contento al rancho. Delia había hecho mucho negocio, Selena había recibido dinero por el segundo premio y Leo había permanecido sobre el toro tres segundos completos. Todo aquello era motivo de celebración, y lo celebraron hasta altas horas.

A pesar de su derrota, Selena era feliz. El segundo premio era más cuantioso que de costumbre. Leo la encontró sentada en el porche mirando el dinero.

– ¡Soy rica, soy rica!

– ¿Cien dólares es ser rica? -preguntó él.

– Es un rescate de reyes. Bueno, vale, de un rey pequeño. ¿Y quién quiere rescatar a un rey de todos modos? Por mí que los secuestren a todos.

Estaba ebria con su éxito y reía mientras hablaba.

– Es evidente que no crees en la realeza -observó Leo.

– ¿Quién los necesita? Ni a la gente con títulos.

– ¿Te refieres a los nobles? -preguntó él, que pensaba que la conversación estaba tomando un giro peligroso-. ¿Abajo la malvada aristocracia? ¡Ay! -se frotó el hombro.

– ¿Qué te pasa? -preguntó ella rápidamente-. ¿Te duele el cuello o el hombro?

– Más bien todo el cuerpo -repuso él-. Pero creo que el cuello un poco más.

– Déjame ver -se colocó detrás de él y le frotó el cuello-. Así no puedo. Tienes que quitarte la camisa.

Lo ayudó a quitársela y empezó a masajearle el cuello, los hombros y la espalda con dedos muy diestros.

– Gracias -dijo él-. Eh, se te da muy bien esto.

– Lo hago mucho.

– ¿Se lo haces a todo el mundo? ¿No hay personal médico que se encargue de eso?

– Sí, pero cuando no podemos pagarlo, nos lo hacemos unos a otros.

Leo pensó en aquello, que no le gustaba mucho. Pero los dedos de ella lo calmaban mucho y al fin decidió sentirse afortunado.

– En Italia sí tenéis, ¿verdad? -preguntó ella.

– ¿Qué?

– Aristócratas. Cuidado, no te muevas así o te puedo hacer daño.

– ¿Me he movido? No ha sido adrede -la palabra «aristócratas» lo había pillado desprevenido-. Italia es una república, pero aún tenemos algunos -contestó con cautela.

– ¿Los has visto alguna vez? ¿Has hablado con ellos cara a cara?

– No son una especie de reptiles, Selena.

– Eso es justo lo que son. Deberían estar encerrados en un zoológico.

– Pero tú no sabes nada de ellos.

– ¿Y tú?

– Sé que algunos no son tan malos.

– ¿Por qué los defiendes? Deberías estar de mi lado. Abajo la aristocracia, arriba los trabajadores.

– ¿Y te gustaría enviarlos a todos a la guillotina?

Selena movió la cabeza.

– No. Yo les haría ensuciarse las manos en el campo con trabajadores como nosotros.

– Tú no sabes si yo soy un trabajador -dijo él-. ¿Quién sabe lo que hago cuando estoy en Italia?

La joven dejó lo que estaba haciendo y le tomó una mano. Era grande y callosa.

– Claro que lo sé -dijo-. Esta es una mano de trabajador. Tiene cicatrices.

Era cierto, pero los campos en los que Leo trabajaba eran suyos y le procuraban una fortuna mayor que la de Barton. Su engaño le pesaba y de repente ya no fue capaz de soportarlo más.