– ¿Quieres decir que debería ir a Italia?
– No está en el otro lado de la luna. Tú sabes que yo cuidaré de Elliot y de Jeepers en tu ausencia.
Selena no contestó y Barton empezó a cacarear como una gallina.
– Yo no soy gallina.
– En el ruedo no, desde luego Nunca he vista a nadie mas valiente Pero esa es la parte fácil. El mundo da mucho más miedo. Quizá deberías pensar en eso.
Para cuando Leo volvió a casa, había casi conseguido convencerse de que las cosas eran mejor así. Era el modo que tenía el destino de decirle que Selena y él no habían nacido para estar juntos.
La boda había sido dura para él. Ver a su hermano tan feliz con Dulcie lo había hecho sentirse muy descontento con su vida.
Lo que no significaba que estuviera pensando en casarse él. La sola idea de imaginarse a Selena con el vestido de satén y encaje blanco que había llevado Dulcie le había bastado para poner las cosas en perspectiva. Selena seguramente se casaría con un sombrero Stetson y botas camperas.
Cuando llegó a casa casi había conseguido aceptar que lo habían pasado muy bien juntos, pero todo había acabado. Y que además era lo mejor. No quería seguir pensando en ella.
Gina acababa de terminar de hacer su cama. Lo saludó y fue a buscar el plumero que había dejado al lado de la ventana.
– Renzo quiere verlo esta tarde -dijo-. Me pregunto quién será esa.
– ¿Quién? -Leo se acercó a ella en la ventana que daba al camino que subía desde Morenza.
Una figura alta, con vaqueros y camisa, y dos bolsas en las manos, se dirigía hacia la casa, deteniéndose a veces a mirar hacia arriba con la mano cubriendo los ojos a modo de visera. Estaba muy lejos para verle la cara, pero Leo reconocía todo lo demás, desde el modo en que movía las caderas al andar hasta el ángulo de la cabeza cuando la echaba hacia atrás.
– Debe de ser forastera por aquí, porque… ¿Señor?
Leo ya no estaba en la habitación. Gina lo oyó bajar deprisa las escaleras y un instante después apareció abajo; corría tan deprisa que la mujer pensó que iba a caer de cabeza al valle.
La joven soltó las bolsas y echó también a correr, y al momento siguiente ambos estaban abrazados, ajenos al resto del mundo.
– Celia -gritó Gina a una de las doncellas-. Tenemos una invitada. Deja lo que estés haciendo y prepárale una habitación.
Miró de nuevo por la ventana.
– Aunque no creo que la use mucho -murmuró, sin apartar la vista de las dos figuras abrazadas.
Capítulo 8
– Dime que no estoy soñando, que estás aquí de verdad.
– Estoy aquí, estoy aquí. Tócame -Selena reía y lloraba a la vez.
Leo la apretó con fuerza y la besó repetidas veces por toda la cara.
– Te he imaginado tantas veces subiendo este camino que creía que era un truco de la luz.
– Esta vez no. ¡Oh, Leo! ¿De verdad te alegras de verme?
Él no pudo contestar. Le fallaban las palabras. ¿Si se alegraba de verla? Solo sabía que el nudo que sentía en la garganta le impedía hablar.
– Estás llorando -dijo ella, maravillada.
– Desde luego que no. Yo no lloro -se burló él. Pero tenía los ojos húmedos y no se los secó. Era latino, lo habían criado para que no se avergonzara de sus sentimientos y no tenía ningún deseo de ocultárselos a aquella mujer.
Le tomó el rostro entre las manos y la miró con ternura antes de darle un beso largo en la boca. Ella respondió poniendo el corazón en la caricia, sabedora de que ese era el motivo de que hubiera hecho un viaje tan largo y nada podía apartarla de allí.
Algo se movió detrás y luego a un lado. Bajó la vista y se vio rodeada de cabras. Bajaban por la ladera, rodeándolos y un cabrero sonriente hizo un gesto de saludo.
– Buenas noches, Franco -le dijo Leo, también sonriente.
Pensó que pronto todo el valle hablaría de su encuentro. Pero no le importó nada.
Colocó una de las bolsas de Selena debajo de un brazo, tomó la otra en la mano y le pasó el otro brazo en torno a los hombros. Siguieron subiendo juntos la colina.
– ¿Está tu familia de visita? -preguntó Selena, al ver caras en todas las ventanas.
– No, son… -se detuvo justo antes de decir: «las criadas»-. Dos de las chicas son sobrinas de Gina -dijo. Era cierto. Cuando necesitaba emplear a una persona nueva, se lo decía a Gina, que siempre proponía a alguien de su extensa familia.
Los rostros desaparecieron y cuando llegaron a la puerta estaba solo Gina, con una sonrisa de bienvenida. Les explicó que la habitación de la señorita estaba preparada y que enseguida llegarían refrescos de la cocina.
Gina se alejó y Leo abrazó de nuevo a Selena y apoyó la cabeza en su pelo.
– ¿Cómo es que ya me ha preparado una habitación? -preguntó ella.
– Te ha visto subir por la ladera y cuando luego… bueno, supongo que ya todo el mundo sabe lo nuestro.
Selena estuvo a punto de preguntarle qué era «lo nuestro», pero lo dejó pasar. Ella tampoco conocía la respuesta. Era lo que había ido allí a averiguar. Por el momento solo importaba la alegría que la embargaba al volver a estar con él. Se había atormentando durante el viaje pensando que él no querría verla allí.
El autobús la había dejado al lado del estanque de patos, en Morenza, desde donde pudo ver la casa situada en la cima de la cuesta. Había un taxi antiguo esperando y podía haberse limitado a señalar la casa al conductor, pero no se atrevió a hacerlo por si Leo la rechazaba y tenía que volver enseguida.
Por eso subió andando, muerta de cansancio, hasta que una figura familiar y muy querida salió volando a su encuentro y la abrazó llorando de alegría. Entonces supo todo lo que necesitaba saber.
Leo le mostró la habitación que acababan de preparar y de camino allí, ella miró la casa con sus pesadas paredes de piedra. Era tal y como él le había contado, pero mucho más grande.
Su habitación también era amplia, con suelo de madera pulida y la cama más grande que había visto en su vida, con un cabecero de castaño tallado. Las ventanas estaban protegidas con pesadas contraventanas de madera para que no entrara el calor y cuando Gina las abrió, Selena salió a un balcón que daba al valle y al paisaje más hermoso que había visto en su vida. Las colinas se perdían a lo lejos, mezclándose su verde con el azul del cielo.
Todavía hacía bastante calor para cenar fuera, viendo ponerse el sol. Gina les sirvió sopa de pescado, una mezcla de calamares, gambas y mejillones, ajo, cebollas y tomates. Selena tuvo la sensación de estar en el paraíso.
– Cuando volví, me encontré a Barton muy agitado -dijo; tomó un sorbo de vino blanco-. Le había dejado un mensaje a Paulie, que olvidó dármelo.
– ¿Pero mi atractivo irresistible te atrajo hasta aquí? -aventuró él.
– He venido a ver el rodeo de Grosseto -repuso ella con firmeza-. A nada más.
– ¿Nada que ver conmigo?
– Nada que ver contigo. No te hagas ilusiones.
– No, señora.
– Y deja de sonreír así.
– No sonreía.
– Sonreías como un gato que acaba de tragarse la nata. Que haya cruzado medio mundo para venir a buscarte no significa nada. ¿Comprendes?
– Claro. Y que yo haya pasado las últimas semanas entrando en páginas web como un loco para intentar encontrarte tampoco significa nada.
– Muy bien.
– Muy bien.
Guardaron silencio y se contemplaron mutuamente con alegría.
– Has vuelto a hacerlo -dijo ella-. Cuando he llegado, me has llamado carissima, pero no me has dicho lo que significa.
– En italiano, cara significa «querida» -dijo él-. Y cuando añades el issima, es una especie de énfasis, el superlativo de lo que quieres decir.