Selena lo miraba.
– Y por lo tanto -Leo le tomó la mano-, cuando llamas a una mujer carissima…
De repente le resultaba muy duro. En el pasado había usado esa palabra con ligereza, casi sin significado. Pero ahora todo era distinto.
– Significa que es más que querida para él -repuso-. Significa…
Lo interrumpió la llegada de Gina a por los platos.
– Tagliatelle con calabaza, señor -dijo.
Leo sonrió y guardó silencio. Ya habría tiempo más tarde para decir todo lo que quería decir.
Terminaron la comida con miel de la Toscana y pastel de nueces. Para entonces, a Selena se le cerraban los ojos. Leo le tomó la mano y la llegó arriba. Se detuvo ante la habitación de ella.
– Buenas noches, carissima -dijo con suavidad.
– Buenas noches.
La besó en la mejilla y se marchó.
Permaneció despierto la mayor parte de la noche. Saber que ella dormía en la habitación de al lado hacía que sintiera que tenía un tesoro bajo su techo. El tesoro era suyo y lo conservaría aunque para ello tuviera que luchar con el mundo entero.
Se despertó al amanecer y se acercó a la ventana. Abrió las contraventanas y salió al balcón. Seguía maravillado por la llegada de ella y quería mirar el camino que subía desde el pueblo.
Una sombra en el balcón de al lado lo hizo mirar allí. Selena estaba en el balcón y no lo miraba a él, sino el valle, con el rostro absorto, como si estuviera en otro mundo.
Levantó la cabeza el tiempo suficiente para dedicarle una sonrisa y volvió a quedarse absorta en la contemplación del valle.
Leo lo entendió entonces.
Se puso la bata y fue al cuarto de ella, se acercó al balcón y le puso las manos en los hombros. Ella se apoyó contra él y Leo la rodeó con sus brazos a la altura del pecho y la mantuvo así, lleno de una satisfacción que no había conocido nunca.
Una luz suave empezaba a cubrir el valle, débil al principio, luego cada vez más intensa. Por unos momentos, fue una luz mágica, como de otro mundo.
Luego cambió, se volvió más dura, más firme, más prosaica. Y solo quedó el recuerdo de la anterior.
Selena suspiró con satisfacción.
– Eso era lo que quería -dijo-. Desde que me hablaste de esa luz, he anhelado verla.
– ¿Y qué te parece?
– Es tan hermosa como asegurabas. Lo más hermoso que he visto en mi vida.
– Mañana volverá a verse -dijo él-. Pero ahora…
La llevó con gentileza hasta la cama, donde ambos encontraron otro tipo de belleza.
Leo había imaginado muchas veces el momento en que presentaría Selena a Peri, la yegua que había querido vender unos meses atrás, pero cuya elegancia y espíritu lo habían impulsado a conservarla en espera de la persona indicada.
Esa persona era Selena. Siempre lo había sospechado y lo supo de cierto cuando presenció el amor a primera vista que se dio entre las dos. Para entonces se consideraba ya una especie de experto en flechazos.
Pasaban los días montando por campos y viñedos, y las noches uno en brazos del otro.
– Quédate aquí -le dijo él una noche cuando terminaron de hacer el amor-. No vuelvas a dejarme.
Ella hizo un movimiento y él se apresuró a añadir:
– Hazte cargo de los caballos. Cuida de mí… Las dos cosas o una de ellas, como prefieras.
Selena se incorporó sobre un codo y le miró la cara. Las contraventanas estaban abiertas y la luz de la luna llenaba la habitación.
– Ya era hora de que terminaras de decirme lo que significa carissima -musitó.
Se colocó encima de él.
– Si eres mi carissima -dijo Leo-, eres más querida para mí que él resto del mundo. Eres mi amor, mi adorada, la única que existe para mí.
Una semana después fueron a Morenza, una zona en el sur de la Toscana, cerca de la costa. A menudo se la conocía como «la Toscana del Salvaje Oeste», porque allí se criaban muchas cabezas de ganado y se valoraba todavía la destreza del vaquero tradicional.
Cada año se celebraba un rodeo que consistía en un desfile por las calles de la vecina ciudad de Grosseto y un espectáculo que duraba toda una tarde. Leo llevó a Selena a la ciudad a presentarle a los organizadores, a los que describió sus méritos con palabras muy elogiosas.
Selena entonces le dio también una sorpresa, al mostrarle una foto de él montando el toro.
– Conozco a un hombre que hace fotos de todo, no solo de los ganadores -le explicó-. Y tenía esta tuya. Estás muy bien, ¿verdad?
Estaba magnífico. Con un brazo levantado en el aire, la cabeza hacia arriba y el rostro sonriente y con expresión de triunfo.
– Nadie diría que al segundo siguiente estaba en el suelo -comentó.
Uno de los organizadores contempló la foto y tosió con respeto.
– Quizá, señor, pueda hacer una demostración en nuestro rodeo.
– Me parece que no -se apresuró a decir Leo-. En Texas hay toros muy especiales. Los crían por su bravura.
– No creo que aquí lo decepcionáramos, señor. Tenemos un toro que ya ha matado a dos hombres…
Leo tardó diez minutos en conseguir evadirse, mientras Selena se partía de risa.
– Le he dicho que tú correrás los barriles -le dijo él cuando se alejaban.
– Me parece bien. Pero no será lo mismo si tú no montas el toro.
– Piérdete.
La familia de Leo nunca se había desplazado al rodeo. Aquel año, sin embargo, aparecieron masivamente, porque para entonces ya sabían todos que Leo, el amante de las mujeres con formas voluptuosas, había caído víctima de una joven angulosa con figura de palo y pelo de fuego. Y un temperamento a juego.
El grueso de la familia Calvani se dirigiría a la granja, con intención de pasar la noche antes de seguir hasta Grosseto. Solo faltaba Marco. El conde y la condesa de Calvani viajarían desde Venecia con Guido y Dulcie.
Leo sabía que no podía retrasar más tiempo el momento de la verdad. Tenía que confesárselo todo a Selena… su riqueza y su relación con un título de nobleza. No sabía cuál de las dos cosas la horrorizaría más.
Pero los sucesos se precipitaron antes de que tuviera tiempo de planear una estrategia. Selena fue una mañana a buscarlo a su despacho.
– ¿Estás aquí? -preguntó.
Abrió la puerta un poco más. Leo no estaba, pero se oía su voz en el pasillo de más allá y entró en la estancia a esperarlo.
Algo le llamó entonces la atención.
Encima de la mesa había varias fotografías y la curiosidad la empujó a mirarlas.
Eran fotos de una boda y recordó que Leo había ido hacía poco a la boda de su hermano Guido. Estaban los novios y, a su lado, Leo, vestido como no lo había visto nunca.
Vestido impecablemente con frac y sombrero alto. ¿Y qué? Todo el mundo vestía así en las bodas. Pero de fondo había otras cosas que no podían pasarse por alto. Candelabros, cuadros antiguos, espejos de marco dorado. La ropa sentaba perfectamente como no sentaría nunca la ropa de alquiler. Y la gente poseía esa confianza especial que daba el dinero y el estatus.
Sintió algo raro en la boca del estómago.
– Acaban de llegar.
Leo estaba de pie en el umbral y le sonreía de aquel modo especial suyo que conseguía hacerle olvidar todo lo demás.
– Permíteme que te presente a mi familia -dijo. Se acercó a las fotos-. Estos son mi hermano Guido y Dulcie. Estos dos personajes de aquí son el padre y el hermano de ella, y no seré yo el que llore si no vuelvo a verlos en mi vida. Este de aquí es mi primo Marco, con su prometida, Harriet. Y este hombre es mi tío Francesco, con su esposa, Liza.
– ¿Qué es ese sitio detrás de vosotros? ¿Alquilasteis el ayuntamiento?
– No -repuso él-. Es la casa de mi tío.
– ¿Qué? ¿Él vive ahí? Parece un palacio.