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– Me tomaría un perrito caliente -suspiró.

– Podemos hacerlos -dijo Gina-. ¿Qué se necesita?

– Salchichas y panecillos.

– Panecillos tenemos. Las salchichas las enviaré a buscar.

– Pero es tarde. Las tiendas están cerradas.

– Enviaré a Sara. El carnicero es tío suyo.

Media hora después, volvió la doncella con los mejores productos de su tío. Selena hizo perritos calientes al estilo toscano y todos declararon que eran excelentes.

Hasta la condesa comió dos. Y le sonrió y le dio las gracias en italiano.

Después, mientras tomaban café y bebían vino, Dulcie le dijo:

– Eres tal y como esperaba.

– ¿Sabías algo de mí? -preguntó Selena, sorprendida.

– Cuando Leo volvió de Texas, no hablaba de otra cosa; decía que eras maravillosa y que ya no tenía tu número de teléfono. Se estaba volviendo loco. Si no llegas a venir tú, estoy segura de que habría ido él a buscarte.

Selena levantó la vista y vio que Leo las miraba y sonreía avergonzado.

– Ahora ya lo sabes -dijo.

– Siempre lo he sabido -se burló ella-. Sabía que no podías resistirte a mí.

– Por otra parte -musitó él-, fuiste tú la que vino en mi busca.

– De eso nada. Yo vine al rodeo.

– Claro que sí.

– Claro que sí.

– Bien, ahora ha pasado -dijo él-. Puedes irte si quieres.

Pero se levantó y le puso una mano en el hombro.

Los demás los miraban sonrientes.

– Pues me iré -dijo ella, desafiante.

– Muy bien, vete -apretó la presión de la mano.

– Me voy.

– Bien.

– Bien.

– Vamos, acabad de una vez, necesito una copa -protestó Guido, exasperado.

Todos trasnocharon mucho, poco deseosos de ver terminar la noche. Un brindis siguió a otro hasta que al fin se fueron a la cama.

A la mañana siguiente partieron las visitas, con la promesa de volver a verse pronto en la boda. Hasta la condesa sonrió y besó a Selena en la mejilla, y esta empezó a pensar que se había preocupado sin motivo. Permaneció al lado de Leo hasta que desapareció el último coche y luego fueron a trabajar.

Era la temporada de la cosecha y Leo tenía que recoger la uva y la aceituna, así que no habría tiempo para la boda hasta más adelante. A Selena la fascinaba aquel aspecto de su vida y pasaba largas horas a caballo, montando con él.

Regresaban de noche, cansados pero contentos. El nerviosismo de la joven disminuía gradualmente. No había nada que temer y aquella vida feliz continuaría siempre.

***

La llamada de teléfono llegó una mañana de improviso. Selena salió de la ducha y vio a Leo preocupado.

– Ha llamado el tío Francesco. Quiere que lo dejemos todo y vayamos a Venecia ahora, en este mismo momento.

– Está loco. Estamos con la uva.

– Ya se lo he dicho, pero ha dicho que es urgente.

– ¿Crees que quiere discutir de nuevo contigo lo de la boda?

– Espero que no sea eso. Le he dicho muchas veces que nos casaremos en Morenza.

– ¿Y vas a ir a Venecia ahora?

– Vamos a ir los dos. Tengo que hablar con Renzo y luego sacaré el coche -lanzó un gemido-. ¿Por qué no podía decirme al menos lo que ocurre?

Cuando se acercaban a la ciudad, Selena preguntó:

– Si las calles de Venecia están bajo el agua, ¿dónde aparcaremos el coche?

– En la Plaza de Roma dejamos el coche y tomamos una lancha el resto del camino.

– ¿Una góndola?

– No, no funcionan como taxis, solo hacen viajes para los turistas. El tío nos enviará su lancha.

Pero cuando llegaron allí se encontraron con que los esperaba Guido con una góndola.

– Había olvidado que te gusta hacerte pasar por gondolero -sonrió Leo. Miró a Selena-. Tiene amigos gondoleros que le prestan el barco cuando le apetece trabajar un poco.

Guido metió sus maletas en la góndola y ayudó a subir a Selena.

– Tú escondes algo, hermano -sonrió Leo.

– ¿Quién yo?

– No te hagas el inocente. ¿Qué sabes tú que yo no sepa?

– Las cosas que yo sé y tú no llenarían un libro -repuso Guido-. No me culpes a mí. Es la vida. El destino.

Se pusieron en marcha y poco después entraban en el Gran Canal.

– Ahí vive el tío -Leo señaló un edificio a la derecha.

El palacio Calvini era un edificio monumental, con decoraciones de piedra en la fachada. Cuando entraron, había un montón de sirvientes para ayudarlos y la gran casa pareció envolverlos. Selena se apretó contra Leo.

– Lo sé -dijo este-. A veces yo también creo que no voy a salir con vida.

La joven soltó una risita y se sintió mejor. Si estaban juntos, no podía pasar nada.

Cuando vio su habitación, abrió mucho los ojos.

– Es tan grande como una pista de tenis -susurró a Leo-. Nos perderemos en ella.

– «Nos» no -corrigió él-. Mi habitación está en el otro extremo del pasillo.

– ¿No nos han puesto juntos? ¿Por qué?

– Porque no estamos casados. Tenemos que comportarnos.

Selena vio entonces algo que la sobresaltó.

– Leo, ¿quién es esa y qué hace con mi maleta?

– Es la doncella de Liza -dijo Dulcie, que apareció detrás de ella-. La ha enviado para que te ayude.

– ¿Por que cree que no puedo arreglármelas sola?

– No seas tan susceptible -dijo Dulcie-. Lo hace como un cumplido, porque eres una invitada honorable.

Selena pensó que podía tratarse de eso o también de un insulto sutil, un modo de decirle que la condesa sabía que no tendría doncella propia. El problema con aquella gente era que no sabía por dónde tomarlos.

Había contado con el apoyo de Leo, pero no tardó en darse cuenta de que él solo la comprendía a medias. Estaba con su familia, los quería y compartían pensamientos que no necesitaban palabras. Lo llamaban «el granjero», pero era con afecto, era uno de ellos de un modo que Serena no podía esperar serlo nunca.

A partir de ese momento veía significados ocultos por todas partes. Cuando la condesa fue a buscarla a su habitación para acompañarla personalmente a la cena, ¿fue un cumplido o un modo de decirle que era demasiado tonta para encontrar el camino?

Pero ella no se dejaría intimidar.

Respiró hondo y aceptó el asiento de honor, en ángulo recto con la condesa. Después se las arregló bastante bien con las copas y los cubiertos.

La comida era soberbia y ni siquiera su susceptibilidad morbosa podía convertirla en un insulto. Empezaba a relajarse cuando hubo una pequeña conmoción en la puerta y la familia Calvani se levantó en masa para recibir a un hombre y una mujer.

– ¡Marco! -gritó el conde con alegría-. ¡Harriet!

Tanto el hombre como la mujer eran altos y elegantes.

– No sabía si podríais llegar -dijo el conde, que se acercó a abrazarlos.

– Hemos conseguido encontrar sitio en un vuelo -repuso Marco-. No íbamos a perdemos la gran ocasión. ¿Habéis…?

– No, todavía no -lo interrumpió el conde-. Venid los dos; quiero presentaros al miembro más reciente de la familia.

Selena y Leo se miraron confusos a través de la mesa. ¿Gran ocasión?

A la joven le cayó bien Harriet, que se sentó a su lado y empezó a charlar entre bocado y bocado.

– Me alegro mucho de que Leo y tú hayáis terminado juntos -dijo.

– Ya le he contado lo mucho que hablaba de ella -intervino Dulcie.

– Sí.

– Lo cierto es que las dos os reísteis de mí -dijo Leo. Sonrió a Harriet-. Pero lo de Marco es peor. Tienes que haberlo afectado mucho para que te siguiera a Londres de ese modo y haya permanecido semanas allí. ¿Cuándo te vas a casar con él?

– Tendrá que ser pronto -rió Harriet-. Me va a dar la tienda como regalo de boda. Tengo una tienda de antigüedades -le contó a Selena-. El problema es que soy terrible en los negocios, pero Marco me ha enseñado «sentido común financiero».