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– ¿Antigüedades? -preguntó Selena, mirando a su alrededor.

– Sí -asintió Harriet-. Estas cosas. Aquí se me hace la boca agua. Está lleno de historia y belleza. Se podría resumir la historia de Venecia en esta casa, la gente, las ocasiones…

Selena ya no la oía. Estaba deprimida. Por un momento había esperado encontrar un espíritu afín en Harriet, alguien que también se sintiera allí como pez fuera del agua. Y ahora resultaba que estaba tan en su salsa como los Calvani. Ella encajaría bien en la familia y Selena no.

Pero al menos le quedaba Dulcie, la detective privada, la chica trabajadora que había tenido que trabajar para ganarse la vida.

Tenía que aferrarse a aquel pensamiento porque empezaba a darse cuenta de que había cosas que no podía compartir con Leo porque, sencillamente, no las comprendía.

Y eso era lo peor de todo.

Capítulo 10

La comida tocaba a su fin. Se habían llevado los platos y en la mesa estaban ya el café y los licores. Se produjo un vacío en la conversación, como si todos reconocieran que había llegado el momento.

– ¿Todo el mundo tiene un vaso? -preguntó el conde-. Espléndido, porque tengo algo que anunciar.

Sus ojos se posaron en Leo y Selena.

– Como sabéis -continuó-, pronto iremos todos a la Toscana para el matrimonio de nuestros queridos Leo y Selena. Una ocasión alegre, que se volverá más alegre todavía por lo que tengo que deciros.

Hubo una pausa. Parecía no saber bien cómo continuar.

– Esta noche quiero hablaros de otra boda -siguió Francesco-. Una que pensábamos… ha habido una confusión todos estos años, pero ahora que las cosas están claras…

Miró a Guido.

– Díselo tú. Es tu historia.

Guido se puso en pie y se dirigió a Leo.

– Tío Francesco intenta decirte que hace muchos años hubo un error con el matrimonio de tu madre. No había estado casada antes, así que el matrimonio con nuestro padre era válido y tú eres legítimo.

Selena vio que Leo palidecía. Luego soltó una carcajada.

– Muy gracioso, hermanito. Siempre has sido un bromista.

– No es una broma -le aseguró Guido-. Está todo probado. Aquel hombre que apareció vivo y dijo que Elissa era su esposa… Nunca estuvieron casados. Franco Vinelli se había casado antes en Inglaterra. Era actor en una compañía de la Comedia del Arte e iban de gira por todas partes.

Soltó una risita.

– Se casó con una inglesa y cuando terminó la gira, la abandonó. Parece que pensó que una ceremonia civil en Inglaterra no tendría validez en Italia.

– Y tenía razón -repuso Leo con firmeza-. En aquellos días no habría sido reconocida aquí.

– Lo fue -le dijo su hermano-. Había un acuerdo internacional que especificaba que si un matrimonio era válido en el país en el que se contraía, tenía que ser reconocido en cualquier otro de los que firmaron el acuerdo. Tanto Inglaterra como Italia lo habían firmado, así que el matrimonio era válido aquí. Cuando se casó con Elissa ya estaba casado, lo que significa que ella era libre de casarse con nuestro padre. Su matrimonio fue legitimo y tú también.

– ¿Y quién puede probar eso después de tanto tiempo?

– No es tan difícil.

– Y supongo que tú lo has hecho.

– Claro. Nunca he querido todo esto y nunca he fingido quererlo. Es todo tuyo.

Leo miraba a su alrededor con aire de sentirse atrapado.

– Eso son tonterías y tienes que olvidarlas.

– Es la ley -rugió el conde-. No se puede olvidar. Tú eres mi heredero y así es como debe ser. Siempre has sido el hijo mayor…

– El hijo mayor ilegítimo.

– Ya no -le recordó Marco.

– Tú no te metas en esto. Es demasiado tarde para cambiar nada. Yo no creo en esas supuestas pruebas. No soportarían el escrutinio de un abogado.

– Ya lo han hecho -replicó Guido-. Han pasado por abogados, notarios, archivos de registros ingleses…

– ¿Y qué dice Vinelli?

– Murió el año pasado. No tenía familia y la gente cercana a él no conocía su matrimonio inglés.

– Tiene que haber alguien.

– Solo hay archivos.

– Seguro que has pensando en todos los detalles -dijo Leo con rabia.

– Seguro que sí.

– Te encanta esto, ¿verdad?

– No sabes hasta qué punto.

– Para ti es fácil, porque… -Leo miró a Selena, que estaba pálida-. ¿Y nosotros qué? -preguntó, tomándole la mano.

Ella se incorporó y se quedó de pie a su lado. Los otros parecieron darse cuenta entonces de que algo iba mal.

– Bueno, debo decir que esperaba más alegría -comentó el conde-. Creía que sería un gran día.

– No es maravilloso que le den la vuelta a tu vida -declaró Leo-. Y si nos disculpáis, Selena y yo vamos a retirarnos. Tenemos que hablar.

Salieron de la mano y, cuando ya no podían verlos, echaron a correr y no pararon hasta llegar a la habitación de él.

– Leo, no pueden hacernos esto.

– No temas, no se lo permitiré.

Pero su voz sonaba insegura y ella sintió un escalofrío.

– Sé que hay personas que soñarían con esto -dijo con voz ronca-. Dirían que estamos locos. De pronto eres un hombre importante con una gran herencia. ¿Por qué no nos alegramos?

– Porque es una pesadilla -repuso él-. Yo conde cuando sólo quiero ser un hombre del campo. ¿Tú quieres ser condesa?

– ¿Bromeas? Preferiría ser moza de establo.

Se abrazaron, buscando confianza en el otro, pero conscientes los dos de que luchaban contra algo que podía sofocarlos.

Hubo una llamada en la puerta. Dulcie asomó la cabeza.

– Tu tío quiere verte en su despacho -le dijo a Leo-. Hay papeles que quiere enseñarte.

– Voy.

Las dos mujeres se quedaron solas.

– ¿Qué sientes tú con todo esto? -preguntó Selena.

Dulcie soltó una carcajada y se encogió de hombros.

– Estoy harta de títulos. A mi madre nunca le ha gustado ser condesa.

– ¿Tú madre es condesa?

– Mi padre es un conde inglés.

– ¿Y vivís así? -señaló a su alrededor.

– ¡Cielo Santo, no! -rió la otra-. Nunca teníamos dinero. Mi padre se lo jugaba todo. Por eso trabajaba como detective privado. No podía hacer otra cosa. Un título no te cualifica para un trabajo serio -miró a Selena-. ¿Qué te ocurre? ¿Estás enferma?

– No, pero he entrado en una casa de locos.

Hubo otra llamada a la puerta. Esa vez era Harriet. La seguía un sirviente con un carrito en el que había champán. Dulcie empezó a servirlo y Harriet se sentó en un sofá y se quitó los zapatos.

– No os imagináis la conmoción que hay abajo -declaró-. Guido y Leo casi llegan a las manos. Oh, por cierto, Liza podía haber subido conmigo, pero dice que está cansada y ha ido a acostarse. Creo que la preocupa su inglés. No lo habla muy bien y tiene miedo de ofenderte -le dijo a Selena.

La joven pensó que la excusa de la condesa no era muy buena. Así funcionaba aquella gente. No se atrevían a expresar directamente su disgusto, preferían inventar historias.

Bebió con ansia el champán, que de pronto necesitaba más de lo que pensaba.

Leo esperó a que la casa quedara en silencio antes de salir de su cuarto. Necesitaba estar con Selena.

Pero cuando abrió la puerta de su habitación se encontró la cama vacía y ni rastro de su prometida. Encendió la luz para asegurarse y luego la apagó y fue a la ventana. Ante él estaba el Gran Canal, silencioso, misterioso, melancólico en su belleza. Muchos hombres le envidiarían aquella herencia, pero él prefería el campo abierto.

Vio algo por el rabillo del ojo y miró hacia el lugar en que el palacio formaba un ángulo recto. A través de unos ventanales vio una figura de blanco cruzando las habitaciones. Salió deprisa de la estancia y bajó hacia allí.