– ¿Qué hace? -preguntó Selena.
– No lo sé -repuso Leo-. Puedes confiar en ella.
Las siguió hasta el coche. Liza entró mientras Dulcie se sentaba al volante.
– Cruza Morenza y tres kilómetros más allá hay una granja.
Dulcie siguió las instrucciones y pronto se encontraron rodeados de campos, con algún que otro edificio bajo. Los demás los seguían.
– Ahí -Liza señaló una granja.
Dulcie llevó el coche hasta la casa. Un hombre de mediana edad levantó la vista y saludó a Liza. Selena no oyó lo que dijeron. Liza dejó atrás la casa y se dirigió a un establo de vacas situado detrás.
Era un edificio largo y lleno de animales, pues habían llegado a la hora de ordeñar.
Liza se volvió a Selena.
– Yo nací aquí -dijo.
– ¿Quiere decir en la casa? -frunció el ceño.
– No, quiero decir aquí, donde estamos ahora. Mi madre era sirvienta y vivía aquí con los animales. En aquellos tiempos había pobres que vivían así. Y nosotras éramos muy pobres.
– Pero… -Selena miró a su alrededor.
– Yo no nací en una familia noble. ¿No lo sabías?
– Sí, sabía que no nació con título, pero esto…
– Sí -asintió Liza-. Esto. En aquellos días había… gran separación entre ricos y pobres -hizo un gesto amplio con las manos-. Y mi madre no estaba casada. Nunca dijo el nombre de mi padre y cayó una gran deshonra sobre ella. Estamos hablando de hace setenta años. No era como ahora.
Hizo una pausa, pensativa.
– Mi madre murió cuando era niña y me pusieron a trabajar en la casa. Siempre me dijeron que tenía suerte de contar con comida y trabajo. Era una bastarda y no tenía derechos. No me enseñaron nada.
Suspiró.
– Maria Rinucci me salvó. Esta tierra… era su dote cuando se casó con el conde Angelo Calvani. Se compadeció de mí y me llevó a Venecia con ella. Así conocí a mi Francesco.
Su rostro se cubrió de luz al volverse a mirar al conde, que la contemplaba sonriente.
– ¡Si lo hubieras visto entonces! -dijo-. Era joven y guapo y me amaba. Y por supuesto, yo a él. Pero… era inútil. Tenía que casarse con gran dama. Me lo pidió y le dije que no. ¿Cómo podía casarse conmigo? Le dije que no cuarenta años. Y creo que cometí gran error. Y ahora vengo a decirte que… no hagas el mismo error.
– Pero Liza… -musitó Selena-. Usted no sabe…
– No seas estúpida -repuso la condesa-. Claro que lo sé. La gente cree que debe de ser… maravilloso ser Cenicienta. Yo digo no. A veces… una carga.
– Sí -comentó Selena, aliviada de que alguien lo entendiera-. Sí.
– Pero si es tu destino -continuó Liza con fiereza-, tienes que aceptar esa carga… o le rompes el corazón al Príncipe Azul.
Tomó la mano de su esposo, que la miraba con ojos llenos de amor.
– La gente nos ve y piensa que nuestra historia es romántica y tiene un final feliz -siguió Liza, con tristeza-. Pero no ven aquí… -señaló su pecho -mi amargo arrepentimiento de que nuestro amor sólo se haya realizado al final. Podíamos haber sido felices hace mucho… haber tenido hijos. Pero yo perdí todos esos años porque di mucha importancia a cosas que no la tienen.
Leo se había acercado hasta situarse al lado de Selena. Liza lo vio y sonrió.
– En tu vida no te han valorado y por eso no has aprendido a valorarte. ¿Cómo puedes así entender a Leo, que te valora más que a nada? ¿Cómo puedes aceptar su amor si crees que no eres digna de ello?
– ¿Es eso lo que piensa? -preguntó Selena, confusa.
– ¿Alguna vez te ha querido alguien más?
Selena movió la cabeza.
– No, nadie. Tiene razón. Creces pensando que no tienes derecho a casi nada… y cuando Leo dijo que me quería, yo pensaba que se había equivocado y que un día se despertaría y se daría cuenta de que sólo soy yo.
– Solo tú -repitió Liza-. La mujer que adora, la primera a la que le ha pedido que se case con él. Y espero que la última. No lo hagas sufrir como yo a mi Francesco. Confía en él y en su amor. No cometas mi error y desprecies tu felicidad hasta que casi sea demasiado tarde.
Selena miró a Leo, que la observaba con ansiedad. La enormidad de lo que había estado a punto de hacerle la conmovió y no pudo reprimir las lágrimas.
– Te quiero -dijo con voz ronca-. Te quiero mucho… y nunca he entendido nada.
– Lo que pasa es que no sabías nada de familias -dijo él con ternura-. Ahora lo sabes.
Era querida. La familia entera le abría el corazón y los brazos… a ella, que nunca había tenido parientes.
– Cásate conmigo -dijo él enseguida-. Déjame oírtelo decir.
Selena no lo dijo. Sólo podía asentir vigorosamente con la cabeza. Leo la abrazó.
– Nunca te dejaré marchar -prometió.
Fijaron la fecha de la boda lo antes posible, antes de que se instalara el invierno. El conde Francesco estaba tan contento que cedió en el tema de San Marcos y aceptó encantado la iglesia de Morenza.
Un batallón de limpieza empezó a preparar la casa para el día indicado.
Por parte del novio estaba toda la familia Calvani, que ahora eran también familia de Selena. Ella invitó a Ben, el amigo leal que la había mantenido en la carretera el tiempo suficiente para conocer a Leo, y a su esposa Martha. Les envió los billetes de avión y Leo y ella fueron a buscarlos al aeropuerto.
La boda no habría estado completa sin los Hanworth, todos menos Paulie, que tenía algo mejor que hacer. Leo fue a buscarlos solo y dejó a Selena con Ben y Martha.
– Quiero darte esto antes de que lo olvide -dijo la joven, tendiéndole un sobre a Ben.
Este dio un grito al ver el cheque que le entregaba.
– Es mucho.
– Es el dinero que seguro que te debo si sumamos todos los años. ¿Crees que no sabía que reducías mucho las facturas? Y tú no podías permitírtelo.
– ¿Puedes permitírtelo tú? Has debido de ganar todas las carreras del mundo.
– No son todo ganancias. Ahora trabajo para Leo, con sus caballos.
– ¿Y te paga?
– Por supuesto que me paga. Soy muy buena en lo que hago. Y eso no es barato.
– Bien, supongo que has encontrado tu sitio. Siempre se te han dado bien los caballos. Mira lo que conseguiste hacer con Elliot. Nadie lo habría hecho tan bien.
– Oh, no sigas. Lo único que no es perfecto en todo esto es que he abandonado a Elliot.
– Pero dijiste que lo cuidaba ese Hanworth que llega esta tarde.
– Y así es. No le faltará de nada, pero se preguntará por qué no vuelvo. Y hablando de volver, ¿dónde está todo el mundo? Ya deberían haber llegado.
A medida que avanzaba el día, Selena tenía la impresión de que todos participaban de un secreto del que solo ella estaba excluida. Las doncellas cuchicheaban y se alejaban al acercarse ella. Gina le preguntó si Leo le había dado ya su regalo de boda.
– Aún no -contestó ella, sorprendida.
– Tal vez lo haga hoy -observó Gina, que se alejó sonriente.
Pasaron las horas. Empezaba a estar muy nerviosa. ¿Por qué no llegaban de una vez?
Gina se acercó a ella al final de la tarde.
– Señorita, creo que debe mirar por la ventana. Hay algo que tiene que ver.
Selena obedeció. Un grupo de gente avanzaba hacia la casa. Reconoció a Barton, Delia y el resto de la familia. Pero también reconoció una figura que no esperaba volver a ver.
– ¡Elliot! -gritó. Salió corriendo de la casa.
Leo encabezaba la marcha, llevando a Elliot de la brida, y sonrió al verla. Los demás también sonreían. Selena corrió a abrazar el cuello del caballo.
– ¿Lo habéis traído con vosotros? -preguntó a la familia Hanworth.
– Sí -declaró Barton-. Leo y yo lo organizamos todo y él juró que no te diría nada.
Selena abrazó a la familia con entusiasmo.
– Por eso hemos tardado tanto -le explicó Leo-. Ha sido un jaleo conseguir pasarlo por la aduana. Por cierto, la oferta por Jeepers sigue abierta.