– Véndelo -le dijo la joven a Barton-. Tienes razón, es un corredor y necesita estar activo. Elliot… -besó el morro del animal -solo necesita descanso y cariño.
Los Calvani llegaron al día siguiente, y en seguida se entendieron con los Hanworth. Selena vio que Liza se sentía algo abrumada en la fiesta ruidosa que siguió y se la llevó a la cama.
– Gracias por todo -le dijo-. ¿De verdad crees que puedo ser condesa?
– Al viejo estilo no -repuso la mujer-, pero ya es de otra época. Lo harás a tu estilo y eso es lo que importa.
– ¿Una condesa vaquera?
– Eso me gusta -contestó Liza-. Te admiré mucho en el rodeo. Es una pena que sea demasiado vieja para aprender a montar -se rieron y luego se puso seria-. Sólo hay una cosa que te haga condesa y es el amor de un conde. No lo olvides.
Abajo Selena encontró a los hermanos discutiendo por dinero. Guido no quería aceptar nada de Leo si eso podía perjudicar a la finca.
– ¿Y quién va a querer vivir en el palacio cuando lo hayas vendido todo? -preguntó.
– Yo no quiero vivir allí -replicó Leo-. Tío, por favor, procura vivir mucho tiempo.
– Haré lo que pueda -repuso el conde, imperturbable-, pero este problema no desaparecerá conmigo, así que más vale que lo arregléis ahora.
– Yo no quiero vivir en el palacio -repitió Leo con terquedad.
– Pues no lo haremos -intervino Selena-. Que viva Guido allí.
Todos se volvieron a mirarla.
– Guido, tú no quieres el título ni todo lo que conlleva, pero te gusta Venecia y te encanta el palacio, ¿verdad? -preguntó Selena.
– Verdad.
– Y te vendrá muy bien para tu negocio -miró a Leo-. Él se queda allí y nosotros vamos en ocasiones especiales. Tú le pones un alquiler y lo descuentas de la compensación económica que tienes que darle. Así el palacio no se queda vacío y arregláis la cuestión del dinero. Y todo el mundo contento.
Los hermanos se miraron en silencio.
– Tu novia es una mujer inteligente -sonrió Guido.
– ¿Qué os había dicho? -gritó el conde-. Los Calvani siempre buscan a las mejores esposas.
La boda fue un acontecimiento auténticamente familiar, con todo el pueblo por familia. Cuando Leo salió con Selena de la iglesia y dieron tres vueltas al estanque de los patos, porque siempre lo hacían así en Morenza, echó a andar cuesta arriba seguido por todo el pueblo y todos sus empleados.
La multitud los vitoreó en la verja de la casa antes de alejarse hacia el salón público donde les habían preparado un banquete. Leo los habría invitado encantado a la casa, pero no había sitio para todos.
Selena se preguntó en cierto momento qué habría ocurrido si Guido no la hubiera llevado a Italia con un engaño. Cuando la fiesta empezaba a decaer, creyó su deber recordárselo a su esposo.
– Me parece que le debemos mucho a Guido. Si no llega a ser por su mentira, ahora no estaríamos aquí.
Leo levantó la copa hacia su hermano.
– Supongo que eso es verdad.
– Los venecianos lo llevamos en la sangre -dijo Guido con buen ánimo. De no ser porque había bebido mucho champán, seguramente no habría dicho las siguientes palabras-: Todos tenemos esa habilidad para inventar, falsificar…
Hubo un silencio repentino, en el que parecieron resonar sus últimas palabras.
– ¿Falsificar? -repitió Leo-. ¿Qué quieres decir con falsificar?
Todo el mundo miraba a Guido.
A Guido, que había descubierto las pruebas que hacían legítimo a Leo. A Guido, que había jurado escapar al título a cualquier precio.
A Guido, el maestro de trucos y conjuros, el mago de máscaras e ilusiones. El Veneciano.
– ¡Oh, no! -gimió Leo-. ¡Tú no me habrías hecho eso! Dime que no.
Su hermano lo miró con aire inocente.
– ¿Quién, yo?
– Sí, tú, hermano. Tú, embustero, traidor…
Dejó su copa y echó a andar hacia Guido, que retrocedió con cautela.
– Vamos, Leo. No hagas nada de lo que puedas arrepen…
– No me arrepentiré de nada de lo que te haga.
Pero lo detuvo el último sonido que esperaba oír allí. Selena estalló en carcajadas. Los demás se relajaron y empezaron a sonreír.
– Selena, carissima…
– ¡Oh, Dios mío! Esto va a acabar conmigo. Hacía años que no oía nada tan bueno.
– Bueno, me alegra que te parezca gracioso…
– Lo gracioso es tu cara, querido mío -le sujetó la cabeza con ambas manos y lo besó riendo todavía.
Su risa era contagiosa y Leo no pudo evitar unirse a ella.
– ¿Pero te das cuenta de lo que nos ha hecho Guido? Falsificó esas pruebas.
– ¿En serio? ¿Estás seguro? No lo ha confesado.
– Y nunca dirá si es cierto o no -observó Marco-, pero yo apuesto a que es inocente, aunque me duela encontrarlo inocente de algo.
Guido se pasó un dedo por el cuello de la camisa.
– Yo creo que lo que ocurrió es que se enteró del matrimonio de Vinelli en Inglaterra y contrató a un ejército de investigadores privados para descubrirlo. Después de todo, tenemos una detective en la familia -miró a Dulcie-. ¿No lo pusiste tú en contacto con otros?
Guido tomó la mano de su esposa y murmuró:
– No digas nada.
– Muy listo -dijo Marco-. Bien, esa es mi teoría, por si sirve de algo.
– ¿Tú crees que es auténtica y no una falsificación? -le preguntó Leo.
– Dudo de que él falsificara nada, aunque te hará pensar que lo hizo solo para burlarse de ti.
– Le romperé todos los huesos del cuerpo -prometió Leo.
Guido se colocó fuera de su alcance.
– Nada de violencia -dijo-. Recuerda que espero un hijo.
– Y ahí es donde te vengarás tú -le dijo Marco a Leo.
– ¿A qué te refieres? -preguntaron los dos hermanos al unísono.
– Los niños suelen ser lo contrario de los padres. A Guido le estaría bien empleado que su hijo quisiera todas las cosas a las que él ha renunciado alegremente. Quizá tenga muchas cosas que explicar algún día.
– Pero tú has dicho que no falsificó nada -le recordó Leo.
– Bueno, no creo que ni Guido llegara tan lejos.
– ¿Pero cómo podemos estar seguros? -gimió Leo.
– Fácil -repuso Marco-. Busca en el registro de Inglaterra. Creo que allí encontrarás la respuesta.
– No lo hagas -dijo Selena-. Es mejor no saberlo. Así no es todo aburrido y predecible.
– ¿Te comprenderé alguna vez? -preguntó Leo.
– Ya lo haces -contestó ella-. Me has comprendido siempre, incluso cuando no me comprendía yo.
– Tenía el premio -dijo ella con suavidad-. Y estuve a punto de perderlo. Pero no volveré a hacerlo. Lo conservaré toda mi vida, siempre, siempre.
Lucy Gordon