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Selena supo que allí había mucho dinero en cuanto saltó del remolque y vio los establos en los que guardaba Barton a sus caballos. Sabía que había muchos humanos que vivían peor.

Todo se movía con la precisión de un reloj. Cuando entró llevando a Elliot de la brida, un hombre abrió la puerta de un apartado amplio y cómodo. Allí había ya un veterinario. Y también un médico que quiso apartarla enseguida, pero Leo lo detuvo al decirle:

– Espere que antes se ocupe del caballo. No se tranquilizará hasta que no vea que está bien.

Selena le lanzó una breve mirada de gratitud por su comprensión y observó al veterinario, quien, tras explorar al animal, dio el mismo diagnóstico que había dado Leo, aunque más elaborado para justificar la factura. Una inyección antiinflamatoria, una venda y todo había terminado.

– ¿Estará bien para el rodeo de la semana que viene? -preguntó la joven con ansiedad.

– Veremos. Ya no es un caballo joven.

– ¿Por qué no deja ya que la vea el médico? -preguntó Leo.

Ella asintió se sentó para que el doctor le examinara la cabeza. A pesar de su calma aparente, estaba desesperada por dentro. Le dolía la cabeza, le dolía el corazón y le dolía todo el cuerpo.

– ¿Cómo están los animales que te vendí hace dos años? -preguntó Leo a Barton.

– Ven a verlos por ti mismo.

Se alejaron juntos por el establo y las cabezas largas e inteligentes de los caballos se volvían a verlos pasar.

Los cinco caballos que Barton le había comprado a Leo se hallaban en muy buen estado. Eran animales grandes, de patas poderosas, y aunque habían trabajado duro, también los habían tratado como a reyes.

– Juro que se acuerdan de ti -musitó Barton, al ver que uno de ellos frotaba el morro contra Leo.

Este sonrió. Mientras admiraba a los caballos, echó un vistazo a Selena, a la que en ese momento le ponían una gasa en la frente.

– Descanse un par de días -decía el médico-. Mucho descanso.

– Solo ha sido un chichón -declaró ella.

– Un golpe en la cabeza.

– Me aseguraré de que descanse -intervino Barton-. Mi esposa le está preparando una habitación en este momento.

– Es muy amable -contestó la joven-, pero prefiero quedarme aquí con Elliot.

Indicó los montones de paja como si se preguntara para qué iba a querer nadie algo mejor.

– Bien, tiene que venir a comer -dijo Barton-. Será solo un tentempié, porque vamos a empezar la barbacoa en un par de horas.

– Es usted muy amable, pero no puedo entrar en la casa -declaró ella, muy consciente de su ropa arrugada.

Barton se rascó la cabeza.

– La señora Hanworth se ofenderá si no viene.

– En ese caso, iré a darle las gracias.

Pensó que no necesitaba quedarse mucho tiempo, solo el suficiente para ser amable.

Los siguió de mala gana hasta la casa, una mansión blanca cuya sola visión la ponía nerviosa. Se preguntó cómo lo llevaría Leo, quien, con sus vaqueros viejos y deportivas desgastadas, se veía tan fuera de lugar como ella, aunque a él no parecía preocuparlo.

El sonido de unos gritos hizo levantar la vista a Leo, que al momento siguiente se vio asaltado por la familia Hanworth.

Delia, la esposa de Barton, era una mujer exuberante que parecía diez años más joven de lo que era. Barton y ella tenían dos hijas, Carrie y Billie, versiones más jóvenes de su madre, y un hijo estudioso, Jack, que daba la impresión de vivir en un mundo de ensueño separado del resto de la familia.

La familia la completaba Paul, o Paulie, como lo llamaba Delia. Era su hijo de un matrimonio anterior y lo mimaba hasta el absurdo para exasperación de todos los demás.

Paulie saludó a Leo como, a un camarada, con palmadas en la espalda y anunciándole que lo pasarían muy bien juntos lo cual casi hizo gemir a Leo. Paulie estaba al final de la veintena y era guapo, aunque la buena vida empezaba ya a redondear sus rasgos. Se consideraba un hombre de negocios, pero su «negocio» consistía en una empresa de internet, la quinta que fracasaba rápidamente como había ocurrido con las cuatro anteriores.

Barton había acudido en su rescate una y otra vez, jurando siempre que esa vez era la última y cediendo siempre a las súplicas de Delia para hacerlo «solo una vez más».

Pero en ese momento Paulie acababa de reconocer a Selena.

– Te vi montar en el rodeo de… -soltó una lista de nombres-. Y también te he visto ganar.

Selena se relajó y consiguió sonreír.

– No gano a menudo -admitió-. Pero sí lo bastante para seguir adelante.

– Eres una estrella -declaró Paulie. Le estrechó la mano con las dos suyas-. Es un gran honor conocerte.

Si Selena opinaba lo mismo, lo disimuló muy bien. Había algo en Paulie que empañaba hasta sus intentos por halagar. La joven le dio las gracias, retiró la mano y reprimió la tentación de limpiársela en los vaqueros. Paulie tenía las palmas húmedas.

– Su habitación está lista -dijo Delia con amabilidad-. Las chicas la acompañarán arriba.

Carrie y Billie se hicieron cargo de ella de inmediato y la guiaron escaleras arriba sin darle tiempo a protestar. Paulie las siguió y, para cuando llegaron al mejor dormitorio de invitados, había conseguido colocarse delante y abrir la puerta.

– Solo lo mejor para nuestra famosa invitada -comentó.

Como Selena no era famosa y lo sabía, aquello solo logró que lo mirara con desaprobación. No le gustaba aquel chico y se alegró cuando Carrie salió de la estancia con él.

Miró a su alrededor. La habitación, amplia, estaba decorada en blanco, malva y rosa, los colores predilectos de Delia. La alfombra era de un tono rosa delicado que hizo que Selena mirara si tenía barro en las botas. Las cortinas eran malvas y rosas y la enorme cama de columnas tenía cortinas blancas de red. Probó el colchón con cuidado y calculó que allí podían dormir cuatro personas.

El baño resultaba igual de femenino y de lujoso, con una bañera en forma de caracola grande. No era el estilo de Selena, que habría preferido una ducha, pero el gorro no era lo bastante grande para cubrir la gasa de la frente, así que llenó la bañera.

Disfrutó del placer del agua caliente y dejó que calmara sus huesos. Buscó entre los jabones hasta dar con el menos perfumado y se enjabonó con él.

Miró una hilera de frasquitos colocados sobre un estante, y cada uno lleno con cristales de un color diferente. Tomó uno con curiosidad, le quitó la tapa y arrugó la nariz ante el aroma, más potente que el de los jabones. Se apresuró a taparlo, pero tenía los dedos resbaladizos y el frasco cayó al agua y chocó contra el fondo con un ruido raro. Selena lanzó un grito de sorpresa.

Leo, que se hallaba en su cuarto situado enfrente, se disponía a entrar en la ducha y acababa de quitarse la camisa cuando oyó el grito. Salió al pasillo y se paró a escuchar. Silencio. Luego oyó otro grito.

Llamó a la puerta.

– ¿Hola? ¿Se encuentra bien?

– No del todo -llegó la voz débil de ella.

Leo abrió la puerta, pero no vio a nadie.

– ¿Hola?

– Estoy aquí.

Se acercó con cuidado a la puerta del baño, intentando no inhalar el aroma dulce e intenso que salía de allí y rodeaba su cabeza como una nube.

– ¿Puedo pasar? -preguntó.

– Si no lo hace, me quedaré aquí atrapada para siempre.

Avanzó con cautela y miró la caracola rosa. Selena estaba en el centro con los brazos cruzados sobre el pecho y lo miraba con miedo.

– He roto un frasco de cristales -dijo con desesperación.

El hombre miró a su alrededor.

– ¿Dónde?

– En la bañera. Hay cristales rotos por todas partes debajo del agua, pero no veo dónde están y no me atrevo a moverme.

– Vale, no se asuste -encontró una toalla blanca y se la tendió sin mirarla.

– Ya puede mirar -dijo ella un instante después.