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– ¿Las corrientes son muy malas?

– En invierno sí. Gruesos muros de piedra y adoquines en el suelo.

– Parece muy primitivo.

– Supongo que lo es. Se construyó hace ochocientos años y, en cuanto termino de reparar algo, surge otra cosa. Pero en verano es hermoso. Entonces agradeces la piedra que te conserva el frío. Y cuando sales por la mañana y miras el valle, hay una luz suave que no se ve en ningún otro momento. Pero tienes que salir en el momento indicado, porque solo dura unos minutos. Luego cambia la luz, se vuelve más dura, y si quieres volver a ver la magia, tienes que esperar a la mañana siguiente.

Se detuvo, algo sorprendido de hablar tanto y de la vena casi poética que envolvía sus palabras. Se dio cuenta de que ella lo miraba con interés.

– Cuénteme más cosas -le dijo-. Me gusta oír hablar a la gente de lo que aman.

– Sí, supongo que lo amo -repuso él pensativo-. Me gusta mucho, aunque a veces es duro e incómodo. En la época de la cosecha tienes que levantarte al amanecer y te acuestas destrozado, pero no me gustaría vivir de otro modo.

– ¿Tiene hermanos?

– Un hermano más joven -sonrió Leo-, aunque técnicamente, Guido es el mayor. De hecho, legalmente yo apenas existo, porque resultó que mis padres no estaban casados, aunque nadie lo sabía en aquel momento.

– ¿Quiere decir que usted también es bastardo? -preguntó ella.

– Sí, supongo que sí.

– ¿Y le importa?

– Ni lo más mínimo.

– A mí tampoco -repuso ella-. Te deja como más libre, puedes ir a donde quieras, hacer lo que quieras y ser lo que quieras. ¿No le parece?

Al ver que no respondías se volvió a mirarlo y lo encontró echado hacia atrás, con los ojos cerrados y el cuerpo estirado en una actitud de abandono. El cambio horario al final había podido con él.

Selena iba a despertarlo pero se contuvo. Por primera vez podía contemplarlo a conciencia y decidió aprovechar la ocasión.

Le gustaron su frente amplia, semioculta ahora por un mechón de pelo, las cejas anchas y los ojos oscuros. Le gustaron también la nariz recta y los labios curvos y algo maliciosos que prometían delicias a las mujeres de espíritu valiente.

Se preguntó si ella era valiente. En los rodeos corría casi cualquier riesgo y lo hacía riendo. Pero con la gente era distinto eran más difíciles de entender que los caballos y podían hacer mucho más daño que cualquier caída.

Y sin embargo, quería ver sonreír a Leo de nuevo y ser valiente con él.

Le gustaba su acento italiano, su modo de pronunciar algunas palabras. Quería conocerlo mejor, descubrir más partes de su cuerpo proporcionado y volver a ver sus hombros anchos y su torso fuerte. Miró sus manos y su piel se llenó del recuerdo de esos dedos largos tocando su desnudez al levantarla de la bañera. Casi tenía la sensación de que la tocaban en ese momento.

¿Pero a quién pretendía engañar? Todo el mundo sabía que a los italianos les gustaban las mujeres con curvas, con figura de reloj de arena.

La vida era muy dura.

Elliot gimió con suavidad y el sonido bastó para despertar a Leo. Abrió los ojos cuando el rostro de ella seguía cerca del suyo y sonrió.

– He muerto e ido al Cielo -musitó-. Y usted es un ángel.

– No creo que a mí me manden al Cielo. A menos que alguien cambien las normas de admisión.

Los dos se echaron a reír y ella se acercó a Elliot, que volvía a gemir.

– Está celoso porque cree que me dedica más atención a mí -comentó Leo.

– No tiene motivos para estar celoso y lo sabe -repuso ella-. Él es mi familia.

– ¿Dónde vive?

– Donde quiera que Elliot y yo estemos en ese momento.

– Pero tendrá una especie de base donde se quede cuando no viaja.

– No.

– ¿Quiere decir que viaja continuamente?

– Sí.

– ¿Sin un lugar al que volver? -preguntó él, horrorizado.

– Hay un sitio donde estoy empadronada y pago impuestos. Pero no vivo allí, vivo con Elliot. Él es mi casa además de mi familia. Y siempre lo será.

– No puede serlo siempre -señaló él-. No sé cuántos años tiene, pero…

– No es viejo -dijo ella con rapidez-. Parece más viejo de lo que es porque está un poco machacado, nada más.

– Sí, claro. ¿Pero cuántos años tiene?

Selena suspiró.

– No lo sé con seguridad, pero aún no está acabado -apoyó la mejilla en el morro de Elliot. No te conocen como yo -susurró, y apartó la cabeza para que Leo no viera la angustia que la invadía.

Pero Leo la veía, y el corazón le dolía por ella. Aquel animal mayor era el único cariño que la joven tenía en el mundo.

De pronto parecieron abandonarla las fuerzas y él se acercó deprisa a sostenerla.

– Se acabó, tiene que irse a la cama. No discuta porque no pienso aceptar una negativa.

Le sujetaba la cintura con firmeza por si ella tenía otras ideas, pero la joven estaba demasiado cansada rara discutir y se dejó llevar a la casa y luego a su cuarto.

– Buenas noches -le dijo él en la puerta-. Que duermas bien -añadió, atreviéndose a tutearla.

– Tú no lo entiendes -le confió ella en voz baja-. No puedo dormir en esa cama. Siempre que me muevo, se balancea.

El hombre sonrió.

– Te entiendo muy bien. Si no estás acostumbrada, puede ser peor que las piedras. Pero tendrás que intentar soportar estas comodidades. Te acostumbrarás.

– Yo no -repuso ella convencida, antes de entrar en el cuarto.

Leo se quedó mirando la puerta cerrada, confuso por los sentimientos extraños que lo invadían. Quería seguirla al dormitorio, no por nada físico, sino para pedirle que le contara sus problemas y prometerle que él los arreglaría.

La parte física ya tendría lugar más adelante, cuando se hubiera ganado el derecho.

Amanecía ya cuando se fueron los últimos invitados y los miembros de la casa se retiraron a sus habitaciones.

Leo se sentó en la cama con una sensación de cansancio placentero. La última parte de la noche había incluido whisky de sobra y en ese momento se sentía en paz con el mundo.

Pero eso no le impidió oír los pasos que se detuvieron justo fuera de la habitación de Selena. Hubo una pausa y luego se oyó el ruido suave de la puerta al abrirse. A Leo se le pasó el cansancio y salió al pasillo a tiempo de ver a Paulie a punto de entrar en el cuarto de la joven.

– ¡Qué maravilla! -dijo Leo-. Los dos estábamos tan preocupados que no podíamos dormir hasta estar seguros de que Selena se encuentra bien.

Paulie le dedicó una sonrisa vidriosa.

– No se debe descuidar a los invitados.

– Eres un ejemplo para todos nosotros.

Leo entró en la estancia y dio la luz. Los dos miraron sorprendidos la cama vacía.

– Esa tonta ha vuelto al establo -murmuró Leo.

– No, estoy aquí -dijo un bulto en el suelo.

Leo encendió la luz de la mesita y vio que el bulto se separaba en varias partes, que incluían una manta, una almohada y Selena, que tenía el pelo alborotado y los miraba sorprendida.

– ¿Qué ocurre? -se sentó-. ¿Ha pasado algo?

– No. Paulie y yo estábamos tan preocupados por ti que hemos venido a ver cómo estás.

– Sois muy amables -repuso ella, que enseguida adivinó la verdad-. Estoy bien.

– Está bien, Paulie. Ya puedes irte a dormir -Leo se sentó en el suelo al lado de la joven.

– Bueno, yo…

– Buenas noches, Paulie -dijeron los otros dos al unísono.

Este les dedicó una mueca burlona y salió por la puerta.

– Podía haberme defendido sola -comentó Selena.

– Cuando estés bien, seguro que sí -repuso él con tacto-. Pero esperemos hasta entonces. No me gusta Paulie.

– A mí tampoco, pero esta es la tercera vez que acudes en mi rescate y no quiero que pienses que soy una inútil.