– Después del día que has tenido, tienes derecho a ser un poco inútil.
– Nadie tiene derecho a eso.
– Perdona.
– No, perdona tú -dijo ella con aire contrito-. No pretendía ser grosera. Sé que tú intentabas ser amable, pero tanto rescate se está convirtiendo en una mala costumbre.
– Prometo no volver a hacerlo. La próxima vez te abandonaré a tu destino, te lo juro.
– Hazlo.
– ¿Estás bien en el suelo?
– He soportado la cama todo lo que he podido -protestó ella-, pero es una locura Cada vez que me doy la vuelta, subo tres metros en el aire. Esto es mucho mejor.
– Más vale que me vaya antes de que me quede dormido -de pronto se sintió mareado-. ¿Dónde estoy? ¿Ha terminado la fiesta?
– Creo que sí -sonrió ella, comprensiva-. ¿El whisky era bueno?
– El whisky de Barton siempre es bueno.
– ¿Quieres que te ayude a volver a tu habitación?
– Puedo arreglármelas. Cierra tu puerta cuando salga.
Pero entonces recordó que no había llave y suspiró.
– ¿Qué haces? -preguntó ella, al ver que se acercaba a la cama y retiraba una manta y una almohada.
– ¿Qué crees tú que hago? -se tumbó en el suelo, pegado a la puerta-. Así no podrá abrirla.
– Has prometido que la próxima vez me abandonarías a mi destino -le recordó ella, indignada.
– Lo sé, pero no puedes creer nada de lo que digo.
El sueño se apoderaba rápidamente de él. El último pensamiento coherente que tuvo fue que al día siguiente tendría que sufrir por aquello.
Pero ella estaría segura.
Se despertó sintiéndose mejor de lo que esperaba después de lo que recordaba de la barbacoa. Oía ya el despertar de la casa y supuso que sería seguro dejar sola a Selena.
Era mejor que se marchara antes de que se despertara, porque no sabía qué decirle. En su interior se burlaba de sí mismo por lo que llamaba su «vena caballerosa».
Eso era algo que no había hecho nunca en su vida. Las mujeres cuya compañía buscaba eran como éclass="underline" querían diversión, risas, placer sin complicaciones, pasarlo bien sin que hubiera corazones rotos. Y siempre había funcionado de maravilla.
Hasta entonces.
Ahora de pronto se ponía a actuar como un caballero andante, y eso lo preocupaba.
Pero caballero andante o no, se arrodilló a su lado y estudió su rostro. El color había mejorado desde la noche anterior y veía que dormía como él, ajena al mundo y como un animal satisfecho.
Se había quitado la gasa, por lo que el golpe de la frente destacaba contra la blancura de la piel. Tenía un rostro curioso, que en ese momento, con el sueño borrando la cautela y el recelo, le daba aire de niña vulnerable.
Pensó en lo que le había contado la noche anterior y comprendió que había visto demasiado mundo en algunos aspectos y demasiado poco en otros.
Sintió un impulso fuerte de besarla, pero casi al instante se alegró de no haberlo hecho, ya que ella abrió los ojos. Unos ojos maravillosos, grandes y profundos como el mar, que hacían que se desvaneciera la niña de antes.
– Hola -dijo él-. Ya me voy. Cuando me duche, bajaré e intentaré que parezca que he dormido en mi cuarto. Quizá tú deberías también fingir que has dormido en la cama. Por Delia.
– ¿Crees que se ofendería?
– No, creo que temería que la cama no fuera lo bastante blanda y no quiero ni pensar en lo que podrías encontrarte esta noche.
Se echaron a reír y él la ayudó a levantarse. Ella llevaba una camisa de hombre que le llegaba casi hasta las rodillas.
– ¿Cómo te encuentras esta mañana? -preguntó Leo.
– Genial. Acabo de pasar la noche más cómoda de mi vida.
– ¿En el suelo?
– Esta alfombra es muy gruesa. Es perfecta.
– Cruza lo dedos para que no me vean salir de aquí.
– Me asomaré al pasillo.
Abrió un poco la puerta y le hizo señas de que todo iba bien. Leo tardó solo un instante en volver a la seguridad de su cuarto. Creyó oír risitas adolescentes, pero seguramente era solo paranoia suya.
Se duchó y vistió y de pronto se le ocurrió algo que, sin hacerlo adrede, había dado a Selena la impresión de ser casi tan pobre como ella. Lo había visto con ropa. desgastada, le había oído hablar de la vida dura y le había dicho que era hijo ilegítimo.
Pero había olvidado decirle que su tío era el conde Calvani, con un palacio en Venecia, y que su familia era millonaria. Lo que él llamaba su granja era una finca de rico y, si ayudaba con el trabajo duro, era porque le gustaba.
Y no le había dicho todo aquello porque tenía el convencimiento instintivo de que haría que ella lo mirara mal.
Recordaba lo que había dicho justo después del accidente, lo de que todos eran iguales y circulaban con sus coches de lujo como si fueran los dueños de la carretera.
El coche que él tenía en la Toscana era un todoterreno pesado, apropiado para las colinas de su tierra. Un coche de trabajador, pero de trabajador rico que siempre compraba lo mejor. En eso era un auténtico Calvani y ahora su instinto de supervivencia le decía que eso sería terrible a ojos de Selena.
¿Y por qué correr el riesgo de que lo mirara mal si solo estaría allí un par de semanas y después no volverían a verse?
Al final hizo lo único sensato que podía hacer.
Apartó aquel pensamiento de su mente y decidió concentrarse en otra cosa.
Pasó el día con Barton, visitando el rancho. Barton criaba ganado por dinero y caballos por amor; y entrenaba a unos y otros para el rodeo.
Leo miró un caballo marrón rojizo, musculoso, criado especialmente por su velocidad en las carreras cortas.
– Hermoso, ¿verdad? -dijo Barton-. Nació aquí, se lo vendí a la esposa de un amigo y volví a comprarlo cuando ella dejó el rodeo para tener hijos.
– ¿Podemos llevárnoslo al establo? -preguntó Leo pensativo.
Barton asintió.
– Amigo mío -dijo un rato después-. Te estás metiendo hasta el cuello.
– Vamos, tú sabes lo que dirá la gente del seguro. Echarán un vistazo a Elliot y otro a la furgoneta y cuando se cansen de reír, ofrecerán diez centavos.
– ¿Y a ti qué te importa? Tú no tuviste la culpa.
– Ella lo perderá todo.
– Sí, ¿pero a ti qué te importa?
Leo apretó los dientes.
– ¿Podemos ir más deprisa?
Cuando llegaron, encontraron a Selena sentada en los escalones de su furgoneta, mirando el suelo con aire sombrío mientras las dos chicas intentaban consolarla y Paulie cacareaba algo cerca de ella.
– El veterinario dice que no podrá montar a Elliot la semana que viene -les dijo Carrie-. Si lo intenta, puede hacerle mucho daño.
– Claro que no lo montaré -intervino Selena enseguida-. Pero ahora no tendré ocasión de ganar nada y creo que le debo tanto que…
– Vamos, vamos; de eso nada -le dijo Barton-. El seguro…
– El seguro me pagará una carretilla y un burro -repuso ella. Se señaló la frente-. Ya he superado esto; puedo afrontar la verdad.
– La verdad no la sabremos hasta que haya hecho un par de carreras -declaró Barton.
– ¿Con qué? Todavía no tengo el burro -se burló ella.
– No, pero puede hacerme un favor -señaló el caballo rojizo-. Se llama Jeepers, tengo un comprador interesado y, si gana un par de carreras, podré subirle el precio. Usted lo monta, él se luce y así salda su deuda conmigo.
– Es muy hermoso -exclamó ella. Acarició al animal-. Aunque no tanto como Elliot, claro -añadió enseguida.
– Claro que no -musitó Leo.
– Está bien entrenado -le dijo Barton. Le contó la historia de la dueña anterior y Selena se escandalizó.
– ¿Renunció al rodeo para quedarse en un sitio y tener hijos?
– Algunas mujeres son así de raras -sonrió Leo.
La mirada de Selena indicaba bien a las claras lo que pensaba de aquella idea.
– ¿Puedo ponerle mi silla?