– ¡Hum!… -dijo Colin-. Le dejo, Nicolás. Voy a ocuparme de poner la mesa.
Atravesó el pasillo en sentido contrario y cruzó el office hasta llegar al comedor-gabinete, cuyas paredes beige rosado y alfombra azul pálido eran un descanso para la vista.
La pieza, de cuatro metros por cinco poco más o menos, daba a la avenida de Louis Armstrong a través de dos ventanas alargadas. Espejos sin azogue se deslizaban por las paredes laterales, dejando entrar los aromas de la primavera cuando ésta reinaba en el exterior. En el lado opuesto a las ventanas, una mesa de roble, suave al tacto, ocupaba uno de los rincones de la sala. Dos banquetas en ángulo recto se hallaban a dos lados de la mesa y sillas a juego, con almohadones de piel, ornaban los dos lados restantes. El mobiliario de la sala comprendía, además, un largo mueble de pequeña altura acondicionado como discoteca, un gramófono de la máxima potencia y un mueble, simétrico del anterior, que contenía los tirachinas, los platos, los vasos y demás aparejos utilizados para comer entre gentes civilizadas.
Colin escogió un mantel azul a juego con la alfombra. Colocó en medio del mantel un centro de mesa constituido por un bocal con formol en cuyo interior dos embriones de pollo parecían remedar El espectro de la rosa en la coreografía de Nijinsky. En torno, algunas ramas de mimosa en tiras: el jardinero de unos amigos la obtenía cruzando mimos a de bolas con la cinta de regaliz negro que se encuentra en los merceros al salir de la escuela. Acto seguido, tomó, uno para cada uno, dos platos de porcelana blanca adornados por rejillas de oro transparente, y unos cubiertos de acero inoxidable con mangos calados, cada uno de ellos con una mariquita disecada aislada entre dos plaquitas de plexiglás para dar buena suerte. Puso también copas de cristal y servilletas plegadas en forma de bonete de cura; esto llevaba cierto tiempo, Apenas había dado fin a estos preparativos, cuando la campanilla se separó de la pared y le anunció la llegada de Chick.
Colin desvaneció un ficticio pliegue de la servilleta y acudió a abrir.
– ¿Qué tal? ¿Cómo estás? -preguntó Chick.
– Bien, ¿y tú? -replicó Colin-. Quítate la gabardina y ven a ver lo que está haciendo Nicolás.
– ¿Tu cocinero nuevo?
– Sí -dijo Colin-. Se lo cambié a mi tía por el antiguo y un kilo de café belga.
– ¿Es bueno?
– Parece saber lo que se hace. Es discípulo de Gouffé.
– ¿El hombre de la maleta grande? -inquirió Chick aterrado, y su bigotito negro descendió trágicamente.
– Claro que no, tonto. De Jules Gouffé, el famoso cocinero.
– Bueno, sabes, es que yo… -dijo Chick-, aparte de JeanSol Partre, no leo gran cosa.
Siguió a Colin por el embaldosado pasillo, acarició a los ratones y, de paso, puso unas gotitas de sol en su encendedor.
– Nicolás -dijo Colin-, le presento a mi amigo Chick.
– Buenos días, señor -dijo Nicolás.
– Buenos días, Nicolás -dijo Chick-. ¿No tiene usted una sobrina que se llama Alise?
– Sí, señor -dijo Nicolás-. Y una linda muchacha, por cierto, si se me permite el comentario.
– Se parece mucho a usted -dijo Chick-. Aunque en lo tocante al busto, haya algunas diferencias.
– Yo soy bastante ancho -dijo Nicolás- y ella está más desarrollada en sentido perpendicular, si el señor me permite esta puntualización.
– Bueno -dijo Colin-, ya estamos casi en familia. No me había dicho usted que tenía una sobrina, Nicolás.
– Mi hermana ha seguido el mal camino, señor -dijo Nicolás-. Ha cursado estudios de filosofía. No son cosas de las que guste envanecerse en una familia orgullosa de sus tradiciones…
– Bueno… -dijo Colin-, creo que tiene usted razón. Ahora, enséñenos ya ese pastel de anguila…
– Sería peligroso abrir el horno en este momento -advirtió Nicolás-. Podría producirse una desecación consecutiva a la introducción de aire menos rico en vapor de agua que el que ahora está encerrado dentro.
– Yo -dijo Chick- preferiría llevarme la sorpresa al verlo en la mesa.
– No puedo menos que aprobar al señor -dijo Nicolás-. ¿El señor me permitiría reanudar mi labor?
– Pues claro, Nicolás, por favor.
Nicolás volvió a su trabajo, que consistía en desmoldar filetes de lenguado en áspic adornados con láminas de trufa, que habrían de servir de guarnición a los entremeses de pescado. Colín y Chick salieron de la cocina.
– ¿Quieres un aperitivo? -preguntó Colin-. Ya he terminado mi pianóctel, podrías probarlo.
– ¿Qué tal funciona? -preguntó Chick.
– A la perfección. Me ha costado ponerlo a punto, pero el resultado ha superado todas mis esperanzas. A partir de Black and Tan Fantasy he conseguido una mezcla verdaderamente prodigiosa.
– ¿En qué principio te basas? -preguntó Chick.
– A cada nota -dijo Colin – hago corresponder un alcohol, un licor o bien un aroma. El pedal corresponde al huevo batido y la sordina al hielo. Para el agua de Seltz hace falta un trino en el registro agudo. Las cantidades están en proporción directa a la duración: a la semifusa equivale un dieciseisavo de unidad, a la negra la unidad, y a la redonda cuatro unidades. Cuando se toca una canción lenta, se activa un sistema de registro para que no aumenten las medidas -lo que daría un cóctel demasiado abundante-, aunque sí el contenido de alcohol. Y además se puede, si se quiere, según la duración de la canción, hacer variar el valor de la unidad, reduciéndolo por ejemplo a una centésima parte, para obtener una bebida en la que se tengan en cuenta todas las armonías mediante una regulación lateral.
– Es bastante complicado, ¿eh? -dijo Chick.
– El conjunto funciona a base de contactos eléctricos y relés. No te doy detalles, tú entiendes de eso. Y además el piano funciona de verdad.
– ¡Fantástico! -dijo Chick.
– Sólo hay algo fastidioso -añadió Colin-, y es el pedal para el huevo batido. He tenido que poner un sistema especial de enganche, porque cuando se toca un ritmo demasiado caliente, caen trozos de tortilla en el cóctel y resulta difícil de tragar. Lo arreglaré, pero de momento basta con tener cuidado. Y el sol grave da crema fresca.
– Me voy a hacer un cóctel a base de Loveless Love -dijo Chick-. Va a ser algo tremendo.
– Está todavía en el cuarto trastero, donde me he hecho un taller -dijo Colin-, porque no he tenido tiempo de atornillar las placas de protección. Ven. Vamos a ver. Voy a ajustarlo para dos cócteles de veinte centilitros aproximadamente para empezar.
Chick se sentó al piano. Cuando terminó la pieza, una parte del panel delantero se abatió con un golpe seco y apareció una fila de vasos. Dos de ellos estaban llenos hasta el borde de una apetitosa mezcolanza..
– Tengo un cierto temor -dijo Colin-. Ha habido un momento en que has dado una nota falsa. Por suerte, estaba en la armonía.
– ¿Pero este cacharro tiene en cuenta la armonía? -dijo Chick.
– No del todo -dijo Colin-. Sería demasiado complicado. Tiene unas pocas limitaciones. Anda, bebe, y vamos a la mesa.
2
– Este pastel de anguila está exquisito -dijo Chick-. ¿Quién te dio la idea de hacerlo?
– Fue Nicolás quien tuvo la idea -dijo Colin-. Hay, mejor dicho, había una anguila que se asomaba todos los días a su lavabo por el grifo del agua fría.
– Es curioso -dijo Chick-. ¿Por qué lo hacía?
– La anguila sacaba la cabeza y se merendaba el tubo de dentífrico apretando por arriba con los dientes. Nicolás sólo usa un dentífrico americano con sabor a piña y, por lo visto, la tentó.
– ¿Y cómo la capturó? -preguntó Chick.
– Puso una piña entera en lugar del tubo. Cuando se comía la pasta de los dientes, podía engullírsela y volver a esconder la cabeza enseguida, pero con la piña entera la cosa cambia, y cuanto más tiraba, más se le hundían los dientes en la piña. Entonces Nicolás…