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La falda plisada de la otra hacía imposible la misma diversión, pero, bajo el abrigo de castor, sus caderas eran más redondas, y hacían surgir un pequeño manojo de pliegues alternativos. Por pudor, Colin pasó a mirar los pies y vio que éstos se detenían en el segundo piso.

Siguió a las dos chicas, a quienes acababa de abrir una doncella.

– ¡Hola, Colin! -dijo Isis-. ¿Cómo estás?

La atrajo hacia él y la besó cerca de los cabellos. Isis olía bien.

– ¡Pero hoy no es mi cumpleaños! -protestó Isis-, ¡es el de Dupont!

– ¿Donde está ese Dupont? ¡Quiero felicitarlo!

– Es horroroso -dijo Isis-. Esta mañana le han llevado al esquilador para que estuviera guapo. Lo han bañado y todo, y, a las dos horas, tres de sus amigos han llegado con un innoble y costroso paquete de huesos y se lo han llevado. ¡Seguro que vuelve en un estado espantoso!…

– Al fin y al cabo, es su cumpleaños -observó Colin.

Por la abertura de la doble puerta veía chicos y chicas. Una docena de ellos estaban bailando. La mayoría, de pie los unos al lado de los otros, estaban juntos, por parejas del mismo sexo, con las manos en la espalda, e intercambiaban impresiones poco convincentes con expresión poco convencida.

– Quítate el abrigo -dijo Isis-. Ven, te llevo al guardarropa de los hombres.

La siguió, cruzándose al pasar con otras dos chicas, que volvían del cuarto de Isis, metamorfoseado en guardarropa de las chicas, haciendo ruido con sus bolsos y polveras. Del techo colgaban ganchos de hierro que se le habían pedido prestados al carnicero; para que hiciera bonito, Isis había pedido prestadas también dos cabezas de cordero bien desolladas, que sonreían desde los dos últimos ganchos de la fila.

El guardarropa de los hombres, que se había improvisado en el despacho del padre de Isis, se había dispuesto haciendo desaparecer los muebles de la habitación. Se tiraba el abrigo por el suelo y listo. Eso fue lo que hizo Colin y se paró un momento delante de un espejo.

– Vamos, ven -se impacientaba Isis-. Te voy a presentar a unas chicas encantadoras.

Colin la atrajo hacia sí cogiéndola por las muñecas.

– Tienes un vestido precioso -le dijo. Era un vestido muy sencillo, de lana color verde-almendra con grandes botones de cerámica dorada y una rejilla de hierro forjado que formaba el canesú de la espalda.

– ¿Te gusta? -dijo Isis.

– Es encantador. ¿Se puede pasar la mano a través de los alambres sin que muerda?

– No te fíes demasiado -repuso Isis.

Isis se soltó de Colin, le cogió de la mano y le arrastró al centro de sudoración. Se tropezaron con dos recién llegados del sexo fuerte, se deslizaron por el recodo del pasillo y se reunieron con el núcleo central por la puerta del comedor.

– ¡Mira, mira! -dijo Colin-. ¿Han llegado ya Alise y Chick?

– Sí -repuso Isis-. Ven, te presento a…

Por término medio, las chicas estaban potables. Una de ellas llevaba un vestido de lana verde-almendra, con grandes botones de cerámica dorada y, en la espalda, un canesú de forma muy especial.

– Preséntame sobre todo a ésa -dijo Colin.

Isis le sacudió para que se estuviera tranquilo.

– ¿Vas a ser buen chico de una vez?…

Colin acechaba ya a otra y tiraba de la mano de su conductora.

– Mira, éste es Colin -dijo Isis-. Colin, te presento a Chloé.

Colin tragó saliva. La boca le ardía como si la tuviera llena de buñuelos ardiendo.

– ¡Hola!… -dijo Chloé.

– Hola… ¿Eres una versión adaptada por Duke Ellington?… -preguntó Colin y se marchó porque estaba convencido de que había dicho una estupidez.

Chick lo agarró del faldón de la chaqueta.

– Pero ¿dónde vas? ¿No te irás a marchar ya? Mira…

Chick sacó del bolsillo un libro pequeño encuadernado en tafilete rojo.

– Es el original de La paradoja sobre lo repugnante, de Partre…

– ¿Es que ya lo has encontrado? -dijo Colin.

Se acordó entonces de que se marchaba y empezó a marcharse. Alise le cortaba el paso.

– Vamos, ¿es que te vas a ir sin haber bailado ni siquiera una vez conmigo?

– Perdóname -dijo Colin-, pero es que acabo de hacer una idiotez y me fastidia quedarme.

– Pero, cuando le miran a uno así, tiene la obligación de aceptar…

– Alise -gimió Colin enlazándola y rozando su mejilla contra sus cabellos.

– ¿Qué te pasa, mi buen Colin?

– ¡Calla, calla!… y ¡mierda!… ¡Diablos coronados! ¿Ves a aquella chica?…

– ¿Chloé?…

– ¿La conoces?… -dijo Colin-. Le he dicho una idiotez, por eso es por lo que me marcho.

No añadió que dentro del pecho le sonaba una especie de música militar alemana, en la que no se oye más que el bombo.

– ¿Verdad que es guapa? -preguntó Alise.

Chloé tenía los labios rojos, el pelo moreno y un aspecto de felicidad en el que no dejaba de intervenir su vestido.

– No me atrevo -dijo Colin.

Pero dejó a Alise y fue a sacar a bailar a Chloé. Ésta le miró. Reía y le puso la mano derecha en el hombro. Colin sentía sus dedos frescos en el cuello. Colin redujo la distancia entre sus cuerpos mediante un encogimiento del bíceps derecho transmitido desde el cerebro a lo largo de un par de nervios craneanos juiciosamente escogido.

Chloé le seguía mirando. Tenía los ojos azules. Agitó la cabeza para echar hacia atrás sus cabellos rizados y brillantes y, con gesto firme y decidido, apoyó la sien en la mejilla de Colin.

Se hizo un gran silencio todo alrededor y la mayor parte del resto de la gente dejó de contar en absoluto.

Pero, como era de esperar, el disco se acabó. Sólo entonces Colin volvió a la auténtica realidad y se dio cuenta de que el techo era una claraboya a través de la cual estaban mirando los vecinos del piso de arriba, de que una espesa franja de agua irisada ocultaba el pie de las paredes, de que gases de colores variados se escapaban de aberturas practicadas acá Y allá, y de que su amiga Isis estaba delante de él y le ofrecía pastelillos de una bandeja herciniana.

– No, gracias, Isis -dijo Chloé sacudiendo sus bucles.

– Gracias, Isis -añadió Colin cogiendo un pastelillo en miniatura de tipo ramificado-o Haces mal-dijo a Chloé-. Están muy buenos.

A continuación tosió porque, por desdicha, había tropezado con una púa de erizo alevosamente disimulada en el pastel. Chloé se rió, dejando ver sus lindos dientes.

– ¿Qué te pasa?

Colin tuvo que soltada y apartarse para toser a gusto; finalmente se le pasó. Chloé volvió con dos copas.

– Bébete esto, te pondrá en forma.

– Gracias -dijo Colin-. ¿Es champán?

– Es un cóctel.

Bebió un gran buche y se atragantó. Chloé se partía de risa. Chick y Alise se acercaron.

– Pero ¿qué pasa? -preguntó Chick. -¡Que no sabe beber! -dijo Chloé.

Alise le dio unos golpecitos suaves en la espalda que resonó como un gong de Bali. De golpe, todos dejaron de bailar para pasar a la mesa.

– Ya está -dijo Chick-. Nos hemos quedado tranquilos. ¿Y si pusiéramos un buen disco?…

Guiñó un ojo a Colin.

– ¿Y si bailáramos un poco de biglemoi? -propuso Alise.

Chick revolvía en el montón de discos que había junto al tocadiscos.

– Baila conmigo, Chick -le dijo Alise.

– Bueno, ya está -dijo Chick.

Era un bugui-bugui.

Chloé estaba a la expectativa.

– ¿No iréis a bailar el biglemoi con eso?… -dijo Colin, horrorizado.

– ¿ y por qué no?… -preguntó Chick.

– No hagas caso -dijo Colin a Chloé.

Inclinó ligeramente la cabeza y la besó entre la oreja y el hombro. Ella se estremeció, pero no retiró la cabeza.

Colin tampoco retiró sus labios.

Mientras tanto, Alise y Chick se entregaban a una notable demostración de biglemoi al estilo negro.

El disco terminó muy pronto. Alise se soltó y se puso a buscar qué poner a continuación. Chick se dejó caer sobre un diván. Colin y Chloé estaban de pie delante de él. Chick los cogió por las piernas y los hizo caer a su lado.