A Chloé se le subieron los colores.
– No es por eso. Además -añadió para vengarse-, no iremos más que por los paseos grandes, porque, si no, se moja uno los pies.
Colín apretó un poco el brazo que sentía bajo el suyo.
– Vamos a coger el metro -dijo Colin.
El metro estaba flanqueado a ambos lados por hileras de jaulas de grandes dimensiones en que los Ordenadores Urbanos guardaban las palomas de recambio destinadas a las plazoletas y monumentos. Había también criaderos de gorriones y pío-píos de gorrioncitos. La gente no pasaba mucho por allí porque las alas de todos estos pájaros levantaban una terrible corriente de aire en la que revoloteaban minúsculas plumas blancas y azules.
– ¿Pero es que no paran nunca de moverse? -dijo Chloé ajustándose el gorro para que no se le volara.
– Es que no son siempre los mismos -dijo Colin.
Lucharon a brazo partido con los faldones de su abrigo.
– Démonos prisa en alejamos de las palomas; los gorriones levantan menos aire -añadió Chloé apretándose contra Colin.
Apretaron el paso y salieron de la zona peligrosa. La nubecita no les había seguido. Había tomado el atajo y los esperaba ya en el otro extremo.
14
El banco parecía estar un poco húmedo y color verde oscuro. Pese a todo, el paseo no estaba muy concurrido y ellos se encontraban a gusto.
– ¿Tienes frío? -preguntó Colin.
– Con esta nubecita, no -dijo Chloé-, pero de todas maneras me voy a arrimar un poco a ti.
– Muy bien… -dijo Colin, y se ruborizó un poco.
Esto le causó una sensación rara. Enlazó con su brazo la cintura de Chloé. El gorro de piel se le había inclinado del otro lado y tenía, muy cerca de los labios, un mechón de lustrosos cabellos.
– Me gusta mucho estar contigo -dijo.
Chloé no dijo nada. Respiró un poco más deprisa y se acercó imperceptiblemente.
Colin le hablaba casi al oído.
– ¿No te aburres? -preguntó.
Chloé dijo no con la cabeza, y, aprovechando el movimiento, Colin pudo acercarse aún más.
– Yo… -dijo muy cerca de su oreja, y, en ese momento, como por error, ella volvió la cabeza y Colin besó sus labios.
No duró mucho, pero la siguiente vez fue mucho mejor. Entonces hundió su cara en los cabellos de Chloé y permanecieron así, sin decir nada.
– Has sido muy amable viniendo, Alise -dijo Colin-. Sin embargo, vas a ser la única chica.
– No importa -dijo Alise-. Chick está de acuerdo.
Chick asintió. Pero en realidad la voz de Alise no acababa de ser alegre.
– Chloé no está en París -dijo Colin-. Se ha marchado a pasar tres semanas en casa de unos parientes en el sur.
– Debes de sufrir mucho -dijo Chick.
– ¡En mi vida he sido más feliz! -dijo Colin-. Quería anunciaros que nos hemos prometido…
– Te felicito -dijo Chick. Evitaba mirar a Alise.
– ¿Y con vosotros qué pasa? -preguntó Colin-. La cosa no parece marchar demasiado.
– No pasa nada -dijo Alise-. Lo que sucede es que Chick es tonto.
– No, mujer, no -dijo Chick-. No le hagas caso, Colin… No pasa nada.
– Estáis diciendo lo mismo y sin embargo no estáis de acuerdo -dijo Colin-; por lo tanto, uno de los dos miente, o los dos. Venid, vamos a cenar en seguida.
Pasaron al comedor.
– Siéntate, Alise -dijo Colin-. Ponte a mi lado, me vas a contar qué sucede.
– Chick es tonto -dijo Alise-. Dice que no tiene sentido seguir conmigo porque no tiene dinero para darme una buena vida y se avergüenza de no casarse conmigo.
– Soy un cerdo -dijo Chick.
– No sé en absoluto qué deciros -dijo Colin.
Él se sentía tan feliz que le daba muchísima pena.
– No es el dinero lo que más importa -dijo Chick-. Lo que pasa es que los padres de Alise no tolerarán que me case con ella, y tendrán razón. Hay una historia parecida en un libro de Partre.
– Es un libro estupendo -dijo Alise-. ¿Lo has leído, Colin?
– Hay que ver cómo sois -dijo Colin-. Estoy seguro de que os gastáis todo vuestro dinero en esos libros.
Chick y Alise agacharon la cabeza.
– La culpa es mía -dijo Chick-. Alise ya no se gasta nada en Partre. No se ocupa ya casi nada de él desde que vive conmigo.
Su voz encerraba un cierto reproche.
– Tú me gustas más que Partre -dijo Alise. Estaba a punto de llorar.
– Eres muy buena -dijo Chick-. Yo no te merezco. Pero mi vicio es coleccionar a Partre y, por desgracia, un ingeniero no puede permitirse tenerlo todo.
– Lo siento mucho -dijo Colin-. A mí lo que me gustaría es que os fuera todo bien. ¿Por qué no desdobláis las servilletas?
Debajo de la de Chick había un ejemplar encuadernado en semimofeta de El v6mito y debajo de la de Alise una gran sortija de oro en forma de náusea.
– ¡Oh!… -dijo Alise.
Rodeó con sus brazos el cuello de Colin y le besó.
– Eres un tipo estupendo -dijo Chick-. No sé cómo darte las gracias; además, sabes muy bien que no puedo hacerlo como querría.
Colin se sintió reconfortado. Y Alise estaba verdaderamente bella aquella noche.
– ¿Qué perfume llevas? -dijo-o Chloé se pone esencia de orquídea bidestilada.
– Yo no me pongo perfume -dijo Alise.
– Es su olor natural-añadió Chick.
– ¡Es fabuloso!… -dijo Colin-. Hueles a bosque, con un arroyo y conejitos.
– ¡Háblanos de Chloé!… -dijo Alise halagada.
Nicolás traía los entremeses.
– Hola, Nicolás -dijo Alise-. ¿Cómo te va?
– Bien -dijo Nicolás.
Dejó la bandeja sobre la mesa.
– ¿No me das un beso? -dijo Alise.
– No tenga reparos, Nicolás -dijo Colin-. Incluso sería un gran placer para mí que cenara con nosotros…
– ¡Sí, sí!… -dijo Alise-. Cena con nosotros.
– El señor me confunde con su amabilidad, pero no puedo sentarme a su mesa vestido así…
– Escuche, Nicolás. Vaya a cambiarse si quiere, pero le doy la orden de cenar con nosotros.
– Le doy las gracias al señor -dijo Nicolás-. Voy a cambiarme.