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La cama no apoyaba directamente en la alfombra, sino en una plataforma que quedaba a media altura de la pared. Se subía a ella por una escalerilla de roble siracusado guarnecido de cobre rojo-blanco. El nicho que quedaba bajo el lecho servía de gabinete. Había en él libros y confortables sillones, y la fotografía del Dalai-Lama.

Colin dormía aún. Chloé acababa de despertarse y le miraba. Chloé tenía los cabellos en desorden y parecía más joven todavía. En la cama, sólo quedaba una sábana, la de abajo; el resto había volado por toda la habitación, bien calentada por bombas de fuego. Estaba sentada, la barbilla sobre las rodillas, y se frotaba los ojos; después se estiró y se dejó caer hacia atrás, cediendo la almohada bajo su peso.

Colin estaba tumbado boca abajo, abrazado a la larga almohada francesa, y babeaba como si fuera un niño viejo. A Chloé le entró la risa y se arrodilló a su lado para sacudirle con fuerza. Él se despertó, se alzó sobre las muñecas, se sentó y la besó sin abrir los ojos. Chloé se dejaba hacer con cierta complacencia, guiándole hacia los puntos estratégicos.

Chloé tenía la piel color de ámbar y sabrosa como la pasta de almendras.

El ratón gris de los bigotes negros trepó por la escalerilla y les avisó de que Nicolás los esperaba. Se acordaron de repente del viaje y brincaron fuera de la cama. El ratón se aprovechó de su distracción para meter mano generosamente en una gran caja de bombones de zapote que había a la cabecera de la cama.

Se asearon con rapidez, se pusieron ropa a juego y se precipitaron a la cocina. Nicolás les había invitado a desayunar en sus dominios. El ratón siguió tras ellos y se detuvo en el pasillo. Quería saber por qué los dos soles no entraban tan bien como de costumbre e insultarles si procedía.

– ¡Vamos, vamos! -dijo Nicolás-, ¿habéis dormido bien?

Nicolás estaba ojeroso y tenía la tez cenicienta.

– Muy bien -dijo Chloé, que se dejó caer en una silla, porque no se tenía en pie.

– ¿Y tú? -preguntó Colin, que se había escurrido y se encontraba sentado en el suelo, sin hacer esfuerzo alguno por levantarse.

– A mí, lo que me ha pasado -dijo Nicolás-, es que acompañé a Isis a su casa y me hizo beber como un cosaco.

– ¿No estaban sus padres? -preguntó Chloé.

– No -dijo Nicolás-. Sólo estaban sus dos primas, y las tres han querido que me quedara a toda costa.

– ¿Qué edad tienen? -preguntó Colin, insidioso.

– No sé -dijo Nicolás-. Yo, al tacto, diría que una dieciséis y dieciocho la otra.

– ¿ Y has pasado la noche allí? -preguntó Colin.

– ¡Bueno!… -dijo Nicolás-, las tres estaban un poco piripis…, tuve que meterlas en la cama. Isis tiene una cama muy grande… y quedaba todavía un sitio. Yo no quería despertaros, así que he dormido con ellas.

– ¿Dormido? -dijo Chloé-, la cama debía de estar muy dura, porque tú tienes una cara que ya ya.

Nicolás tosió con muy poca naturalidad y empezó a afanarse con sus cachivaches eléctricos.

– Probad esto -dijo para cambiar de conversación.

Eran albaricoques rellenos con dátiles y ciruelas bañadas en un jarabe untuoso y hecho caramelo por encima.

– ¿Estarás en condiciones de conducir? -preguntó Colin.

– Lo intentaré -dijo Nicolás.

– Esto está muy bueno -dijo Chloé-. Come tú también, Nicolás.

– Prefiero algo que eleve más la moral-dijo éste.

Y, ante los ojos de Colin y de Chloé, se preparó un horrible brebaje. Lo hizo con vino blanco, una cucharada de vinagre, cinco yemas de huevo, dos ostras y cien gramos de carne picada, con nata fresca y una pizquita de hiposulfito sódico.

Lo trasegó por completo, haciendo el ruido de un ciclotrón lanzado a toda velocidad.

– ¿Qué tal? -preguntó Colin, que casi se atragantaba de risa al ver cómo gesticulaba Nicolás.

– Esto marcha… -respondió Nicolás haciendo un esfuerzo.

Efectivamente, las ojeras desaparecieron de repente de sus ojos como si se hubiera pasado gasolina, y su tez se aclaraba a ojos vistas. Bufó, apretó los puños y rugió. Chloé lo miraba, inquieta.

– ¿No te duele la tripa, Nicolás?

– ¡En absoluto!… -berreó Nicolás-. Se acabó. Os doy el resto del desayuno y después nos vamos.

24

El cochazo blanco se abría camino cautelosamente entre los baches de la carretera. Colin y Chloé, sentados detrás, miraban el paisaje con un cierto malestar. El cielo estaba encapotado; pájaros rojos volaban al ras de los hilos telegráficos, subiendo y bajando como éstos, y sus gritos agudos se reflejaban en el agua plomiza de los charcos.

– ¿Por qué hemos venido por aquí? -preguntó Chloé a Colin.

– Es un atajo -dijo Colin-. Forzoso. La carretera ordinaria está en muy mal estado. Todo el mundo quería utilizada porque en ella hacía siempre buen tiempo, y ahora no queda más que ésta. No te inquietes. Nicolás conduce muy bien.

– Lo que pasa es que esta luz… -dijo Chloé.

Su corazón latía con rapidez, como encerrado dentro de un cascarón demasiado duro. Colin pasó el brazo alrededor de Chloé y cogió su gracioso cuello entre los dedos donde terminan los cabellos, como se coge un gatito.

– Sí -dijo Chloé, escondiendo la cabeza entre los hombros, porque Colin le hacía cosquillas-o Tócame, sola tengo miedo.

– ¿Quieres que ponga los cristales amarillos? -preguntó Colin.

– Pon varios colores.

Colin apretó botones verdes, azules, amarillos, rojos y los correspondientes cristales sustituyeron a los del coche. Uno habría creído estar dentro de un arco iris, y sobre la tapicería de cuero blanco bailaban sombras estrambóticas al paso de cada poste del telégrafo. Chloé se sintió mejor.

A ambos lados de la carretera se veía un musgo raquítico y ralo, de un verde descolorido, y, de vez en cuando, un árbol torturado y desmelenado. No corría el menor soplo de viento que rizara las capas de barro que abrían, al pasar, las ruedas del coche. Nicolás se empleaba a fondo para dominar la dirección y a duras penas lograba mantenerse en el centro de la ruinosa carretera.