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– Es Chloé -dijo Colin-, se ha puesto mala.

– ¿Es algo grave?

– No sé nada -dijo Colin-. Le ha dado un síncope.

Ya estaba listo y se marchaba.

– ¿Dónde vas? -gritó Chick.

– ¡A casa!… -gritó también Colin, y desapareció por la escalera de hormigón retumbante.

En el otro extremo de la pista, los hombres de la sala de máquinas salieron fuera, sofocados, porque la ventilación había dejado de funcionar, y se desplomaron, agotados, alrededor de la pista.

Chick, lleno de estupor, con un patín en la mano, miraba vagamente el lugar por donde había desaparecido Colin.

Por debajo de la cabina 128, serpenteaba lentamente un reguerito de sangre espumosa; el líquido rojo empezó a correr sobre el hielo en gruesas gotas humeantes y densas.

32

Corría con todas sus fuerzas y las personas, a sus ojos, se inclinaban lentamente, para caer tendidas sobre el suelo como bolos con un chapoteo sordo, como el de una caja grande de cartón que se deja caer de plano.

Y Colin corría, corría, el ángulo agudo del horizonte, arropado entre las casas, se precipitaba hacia él. Bajo sus pasos era de noche. Una noche de algodón en rama negro, amorfo e inorgánico, y el cielo no tenía color alguno, era un techo, otro ángulo agudo más, y Colín corría hacia el vértice de la pirámide, detenido en el corazón por secciones de noche menos negra, pero todavía le faltaban tres calles para llegar a la suya.

Chloé reposaba muy despabilada sobre el hermoso lecho de sus nupcias. Tenía los ojos abiertos pero respiraba mal.

Alise estaba con ella. Mientras. Isis ayudaba a Nicolás, que estaba preparando -según una receta de Gouffé- un reconstituyente infalible. yel ratón molía con sus afilados dientes granos de hierbas medicinales para preparar un cocimiento como remedio casero de urgencia.

Pero Colin no sabía nada. Corría. Tenía miedo porque no basta con estar siempre juntos. Es necesario tener también miedo, quizás haya sido un accidente, la habrá atropellado un coche, estará en la cama, no me dejarán entrar pero creen ustedes quizás que tengo miedo por mi Chloé, yo la veré a pesar de ustedes, pero no. Colin, no entres. A lo mejor sólo está herida y entonces no será nada, mañana iremos juntos al Bosque de Bolonia, para volver a ver el banco aquél, yo tenía su mano en la mía, su pelo junto al mío, su perfume en la almohada. Yo cojo siempre su almohada, nos pelearemos otra vez por la noche, la mía le parece demasiado llena, se queda completamente redonda bajo su cabeza, y yo la cojo después, huele a sus cabellos. No oleré nunca más el dulce aroma de su pelo.

La acera se levantó delante de él. La franqueó de un salto de gigante. Se encontró en el primer piso. Subió, abrió la puerta y lo encontró todo sosegado y tranquilo. No había gente de negro, no había cura, las alfombras de dibujos gris azulado estaban en paz. «No es cosa de cuidado». le dijo Nicolás, Y Chloé sonrió, feliz de volverlo a ver.

33

La mano de Chloé, tibia y confiada, reposaba en la de Colin.

Ella le miraba; sus ojos claros, un poco asombrados, tranquilizaban a Colin. Debajo de la plataforma, por toda la alcoba, preocupaciones y cuidados se amontonaban, buscando encarnizadamente sofocarse los unos a los otros. Chloé sentía una fuerza opaca dentro de su cuerpo, en su tórax una presencia de signo contrario, contra la que no sabía luchar; tosía de vez en cuando para hacer huir al enemigo, agarrado en lo profundo de su carne. Le parecía que, si respiraba hondo, se entregaría viva a la rabia ciega del adversario, a su insidiosa malignidad. Su pecho se elevaba apenas y el contacto de las sábanas estiradas sobre sus largas piernas desnudas infundían calma a sus movimientos.

Junto a ella, con la espalda un poco encorvada, Colin la miraba. La noche se aproximaba, se iba formando en capas con céntricas alrededor del pequeño núcleo luminoso de la lámpara encendida a la cabecera de la cama, apresada en la pared, encerrada en una placa redonda de cristal esmerilado.

– Ponme música, Colin, cariño -dijo Chloé-. Pon canciones que te gusten.

– Te va a fatigar -dijo Colin.

Hablaba desde muy lejos, tenía muy mala cara. Su corazón ocupaba todo el espacio de su pecho, no se había dado cuenta hasta ahora.

– No, por favor te lo pido -dijo Chloé.

Colin se levantó, bajó la escalerilla de roble y conectó el aparato automático. Tenía altavoces en todas las habitaciones. Colin conectó el de la alcoba.

– ¿Qué has puesto? -preguntó Chloé.

Sonreía. Lo sabía muy bien.

– ¿Te acuerdas? -dijo Colin.

– Me acuerdo…

– ¿Te sientes mal?

– No me siento muy mal.

Allí donde los ríos se arrojan al mar se forma una barra difícil de franquear y grandes remolinos coronados de espuma donde bailan los restos de los náufragos. Entre la noche que reinaba fuera y la lucecita de la lámpara los recuerdos fluían de la oscuridad, chocaban con la claridad y, ya sumergidos, ya a flote, mostraban sus vientres blancos y sus espaldas plateadas. Chloé se incorporó un poco.

– Ven, siéntate cerca de mí…

Colin se acercó a ella, se puso de través en la cama y la cabeza de Chloé reposó en el hueco de su brazo izquierdo. El encaje de su ligera camisa dibujaba sobre su piel dorada una caprichosa red, tiernamente henchida por el arranque de los senos. La mano de Chloé cogía el hombro de Colin.

– ¿No estás enfadado?…

– ¿Por qué iba a estado?

– Por tener una mujer tan tonta…

Colin besó el huequecito del hombro confiado.

– Tápate un poco el brazo, Chloé, cariño. Vas a coger frío.

– No tengo frío -dijo Chloé-. Anda, escucha el disco.

Había algo de etéreo en la manera de tocar de Johnny Hodges, algo inexplicable y perfectamente sensual. La sensualidad en estado puro, desprendida del cuerpo.

Las esquinas de la habitación se modificaban, redondeándose, como efecto de la música. Ahora, Colin y Chloé reposaban en el centro de una esfera.

– ¿Qué era? -preguntó Chloé.

– Era The Mood fo be Wooed -dijo Colin.