– Es exactamente lo que sentía -dijo Chloé-.¿Cómo podrá entrar el médico en nuestra alcoba, con la forma que tiene?
Nicolás salió a abrir. En el umbral estaba el doctor.
– Soy el médico -dijo.
– Muy bien -dijo Nicolás-. Sírvase seguirme.
El doctor le siguió.
– Ya estamos -explicó cuando llegaron a la cocina-o Pruebe esto y dígame qué le parece.
En un receptáculo sílico-sodo-cálcico vitrificado había una poción de peculiar color, tirando a púrpura de Cassius ya verde vejiga, con un ligero matiz de azul de cromo.
– ¿Qué es esto? -preguntó el doctor.
– Una poción… -dijo Nicolás.
– Ya lo veo…, pero -dijo el doctor- ¿para qué sirve?
– Es un reconstituyente -dijo Nicolás.
El doctor aproximó el vaso a la nariz, olfateó, se prendió fuego, aspiró y probó, bebió después y se agarró el vientre con las dos manos, dejando caer al suelo su maletín de doctorizar.
– ¿Hace efecto, eh? -dijo Nicolás.
– ¡Buah!… Sí, ciertamente es para espicharla… -dijo el doctor-o ¿Es usted veterinario?
– No, señor -dijo Nicolás-, cocinero. Al fin y al cabo, hace efecto, ¿no?
– No está mal del todo -concedió el doctor-, me siento remozado.
– Venga a ver a la enferma -dijo Nicolás-. Ahora, ya está usted desinfectado.
El doctor se puso en marcha, pero en sentido contrario. Parecía poco dueño de sus movimientos.
– ¡Eh! -dijo Nicolás-. ¿Qué pasa? ¿Está usted en condiciones de hacer el reconocimiento o no?
– Bueno -dijo el doctor-, me gustaría contar con la opinión de un colega, así que le he pedido al doctor Tragamangos que viniera…
– Está bien -dijo Nicolás-. Ahora, venga por aquí.
Abrió la puerta de servicio.
– Baje usted los tres pisos y gire a la derecha, entre y ya está…
– De acuerdo… -dijo el doctor.
Empezó a bajar y de repente se detuvo.
– Pero, ¿dónde estoy?
– Ahí… -dijo Nicolás.
– ¡Ah, bueno!… -dijo el doctor.
Nicolás cerró la puerta. Llegaba Colin.
– Pero ¿qué pasa? -preguntó.
– Era un médico. Parecía un poco idiota, así que le he puesto de patitas en la calle.
– Pero hace falta un médico -dijo Colin.
– Desde luego -dijo Nicolás-. Va a venir Tragamangos.
– Me parece mejor -dijo Colin.
La campanilla sonó otra vez.
– No te muevas -dijo Colin-. Voy yo.
En el pasillo, el ratón trepó a lo largo de su pierna y se encaramó a su hombro derecho. Colin se apresuró y abrió al profesor.
– ¡Buenos días! -dijo éste.
Iba vestido de negro y llevaba una camisa de un amarillo apabullante.
– Fisiológicamente -explicó-, el negro sobre fondo amarillo corresponde al contraste máximo. Debo añadir que, además, no fatiga la vista y que evita que lo aplasten a uno en la calle.
– Sin duda -aprobó Colin.
El profesor Tragamangos podría tener cuarenta años. Su estatura podía aguantarlos. Pero ni uno más. Tenía el rostro lampiño, con una perilla en punta, y unas gafas inexpresivas.
– ¿Quiere usted seguirme? -propuso Colin.
– No sé. Dudo…
Pero se decidió de todas maneras.
– ¿Quién está enfermo?
– Chloé -dijo Colin.
– ¡Ah! -dijo el profesor-, esto me recuerda una canción…
– Sí -dijo Colin-, ésa es.
– Bueno -añadió Tragamangos-, vamos allá. Debería habérmelo dicho antes. ¿Qué tiene?
– No lo sé -dijo Colin.
– Yo tampoco -confesó el profesor-, ahora mismo, eso sí, puedo decírselo.
– ¿Pero, lo sabrá? -preguntó Colin, inquieto.
– Es posible -dijo el profesor Tragamangos, dubitativo-o Ahora bien, sería necesario que yo la examinara…
– Pues, venga usted… -dijo Colin.
– Sí, claro… -dijo el profesor.
Colin le conduj6 hasta la puerta de la habitación, súbitamente, pero se acordó de algo.
– Tenga cuidado al entrar -dijo-, es redonda.
– Bueno, ya estoy acostumbrado -dijo Tragamangos-, ¿está encinta?
– No, hombre, no… -dijo Colin-, es usted idiota… la que es redonda es la habitación.
– ¿Completamente redonda? -preguntó el profesor-o Entonces ¿ha puesto usted un disco de Ellington?
– Sí -contestó Colin.
– Yo también tengo discos suyos en casa -dijo Tragamangos-. ¿Conoce usted Slap Happy?
– Prefiero… -empezó Colin, pero se acordó de Chloé, que estaba esperando, y empujó al profesor dentro de la alcoba.
– Buenos días -dijo el profesor.
Subió la escalerilla.
– Buenos días -contestó Chloé-. ¿Cómo está usted?
– A fe -respondió el profesor- que el hígado me da la lata de vez en cuando. ¿Sabe usted lo que es eso?
– No -dijo Chloé.
– Está claro -contestó el profesor-, que no tiene usted mal el hígado.
– Se acercó a Chloé y le cogió la mano.
– Un poquito caliente, ¿eh?
– Yo no me doy cuenta.
– Sí -dijo el profesor-, pero hace mal.
Se sentó en la cama.
– Voy a auscultada, si no le molesta.
– Sí, hágalo, por favor -dijo Chloé.
El profesor sacó de su maletín un estetoscopio con amplificador y aplicó la campana a la espalda de Chloé.
– Cuente usted -dijo.
Chloé empezó a contar.
– Así no hacemos nada -dijo el doctor-, después del veintiséis va el veintisiete.
– Sí, es verdad -dijo Chloé-. Perdóneme.
– Por otra parte, ya basta -dijo el doctor-. ¿Tose usted?
– Sí -dijo Chloé, Y tosió.
– ¿Qué tiene, doctor? -preguntó Colin-. ¿Es grave?
– Hum… -dijo el profesor-o Tiene algo en el pulmón derecho, pero no sé qué es…
– ¿Y entonces? -preguntó Colin.
– Sería necesario que viniera a mi consulta para hacer un examen más a fondo -dijo el profesor..
– No me gusta mucho la idea de que se levante -dijo Colin-. ¿Y si se pone mala, como esta tarde?
– No -dijo el profesor-, lo que tiene no es grave. Voy a hacerle una receta, pero hay que seguida al pie de la letra.