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– Es exactamente lo que sentía -dijo Chloé-.¿Cómo podrá entrar el médico en nuestra alcoba, con la forma que tiene?

34

Nicolás salió a abrir. En el umbral estaba el doctor.

– Soy el médico -dijo.

– Muy bien -dijo Nicolás-. Sírvase seguirme.

El doctor le siguió.

– Ya estamos -explicó cuando llegaron a la cocina-o Pruebe esto y dígame qué le parece.

En un receptáculo sílico-sodo-cálcico vitrificado había una poción de peculiar color, tirando a púrpura de Cassius ya verde vejiga, con un ligero matiz de azul de cromo.

– ¿Qué es esto? -preguntó el doctor.

– Una poción… -dijo Nicolás.

– Ya lo veo…, pero -dijo el doctor- ¿para qué sirve?

– Es un reconstituyente -dijo Nicolás.

El doctor aproximó el vaso a la nariz, olfateó, se prendió fuego, aspiró y probó, bebió después y se agarró el vientre con las dos manos, dejando caer al suelo su maletín de doctorizar.

– ¿Hace efecto, eh? -dijo Nicolás.

– ¡Buah!… Sí, ciertamente es para espicharla… -dijo el doctor-o ¿Es usted veterinario?

– No, señor -dijo Nicolás-, cocinero. Al fin y al cabo, hace efecto, ¿no?

– No está mal del todo -concedió el doctor-, me siento remozado.

– Venga a ver a la enferma -dijo Nicolás-. Ahora, ya está usted desinfectado.

El doctor se puso en marcha, pero en sentido contrario. Parecía poco dueño de sus movimientos.

– ¡Eh! -dijo Nicolás-. ¿Qué pasa? ¿Está usted en condiciones de hacer el reconocimiento o no?

– Bueno -dijo el doctor-, me gustaría contar con la opinión de un colega, así que le he pedido al doctor Tragamangos que viniera…

– Está bien -dijo Nicolás-. Ahora, venga por aquí.

Abrió la puerta de servicio.

– Baje usted los tres pisos y gire a la derecha, entre y ya está…

– De acuerdo… -dijo el doctor.

Empezó a bajar y de repente se detuvo.

– Pero, ¿dónde estoy?

– Ahí… -dijo Nicolás.

– ¡Ah, bueno!… -dijo el doctor.

Nicolás cerró la puerta. Llegaba Colin.

– Pero ¿qué pasa? -preguntó.

– Era un médico. Parecía un poco idiota, así que le he puesto de patitas en la calle.

– Pero hace falta un médico -dijo Colin.

– Desde luego -dijo Nicolás-. Va a venir Tragamangos.

– Me parece mejor -dijo Colin.

La campanilla sonó otra vez.

– No te muevas -dijo Colin-. Voy yo.

En el pasillo, el ratón trepó a lo largo de su pierna y se encaramó a su hombro derecho. Colin se apresuró y abrió al profesor.

– ¡Buenos días! -dijo éste.

Iba vestido de negro y llevaba una camisa de un amarillo apabullante.

– Fisiológicamente -explicó-, el negro sobre fondo amarillo corresponde al contraste máximo. Debo añadir que, además, no fatiga la vista y que evita que lo aplasten a uno en la calle.

– Sin duda -aprobó Colin.

El profesor Tragamangos podría tener cuarenta años. Su estatura podía aguantarlos. Pero ni uno más. Tenía el rostro lampiño, con una perilla en punta, y unas gafas inexpresivas.

– ¿Quiere usted seguirme? -propuso Colin.

– No sé. Dudo…

Pero se decidió de todas maneras.

– ¿Quién está enfermo?

– Chloé -dijo Colin.

– ¡Ah! -dijo el profesor-, esto me recuerda una canción…

– Sí -dijo Colin-, ésa es.

– Bueno -añadió Tragamangos-, vamos allá. Debería habérmelo dicho antes. ¿Qué tiene?

– No lo sé -dijo Colin.

– Yo tampoco -confesó el profesor-, ahora mismo, eso sí, puedo decírselo.

– ¿Pero, lo sabrá? -preguntó Colin, inquieto.

– Es posible -dijo el profesor Tragamangos, dubitativo-o Ahora bien, sería necesario que yo la examinara…

– Pues, venga usted… -dijo Colin.

– Sí, claro… -dijo el profesor.

Colin le conduj6 hasta la puerta de la habitación, súbitamente, pero se acordó de algo.

– Tenga cuidado al entrar -dijo-, es redonda.

– Bueno, ya estoy acostumbrado -dijo Tragamangos-, ¿está encinta?

– No, hombre, no… -dijo Colin-, es usted idiota… la que es redonda es la habitación.

– ¿Completamente redonda? -preguntó el profesor-o Entonces ¿ha puesto usted un disco de Ellington?

– Sí -contestó Colin.

– Yo también tengo discos suyos en casa -dijo Tragamangos-. ¿Conoce usted Slap Happy?

– Prefiero… -empezó Colin, pero se acordó de Chloé, que estaba esperando, y empujó al profesor dentro de la alcoba.

– Buenos días -dijo el profesor.

Subió la escalerilla.

– Buenos días -contestó Chloé-. ¿Cómo está usted?

– A fe -respondió el profesor- que el hígado me da la lata de vez en cuando. ¿Sabe usted lo que es eso?

– No -dijo Chloé.

– Está claro -contestó el profesor-, que no tiene usted mal el hígado.

– Se acercó a Chloé y le cogió la mano.

– Un poquito caliente, ¿eh?

– Yo no me doy cuenta.

– Sí -dijo el profesor-, pero hace mal.

Se sentó en la cama.

– Voy a auscultada, si no le molesta.

– Sí, hágalo, por favor -dijo Chloé.

El profesor sacó de su maletín un estetoscopio con amplificador y aplicó la campana a la espalda de Chloé.

– Cuente usted -dijo.

Chloé empezó a contar.

– Así no hacemos nada -dijo el doctor-, después del veintiséis va el veintisiete.

– Sí, es verdad -dijo Chloé-. Perdóneme.

– Por otra parte, ya basta -dijo el doctor-. ¿Tose usted?

– Sí -dijo Chloé, Y tosió.

– ¿Qué tiene, doctor? -preguntó Colin-. ¿Es grave?

– Hum… -dijo el profesor-o Tiene algo en el pulmón derecho, pero no sé qué es…

– ¿Y entonces? -preguntó Colin.

– Sería necesario que viniera a mi consulta para hacer un examen más a fondo -dijo el profesor..

– No me gusta mucho la idea de que se levante -dijo Colin-. ¿Y si se pone mala, como esta tarde?

– No -dijo el profesor-, lo que tiene no es grave. Voy a hacerle una receta, pero hay que seguida al pie de la letra.