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– Sí, doctor -dijo Chloé.

Se llevó la mano a la boca y se puso a toser.

– No tosa -dijo Tragamangos.

– No tosas, cariño -dijo Colin.

– No puedo evitado -dijo Chloé con voz entrecortada.

– Se oye una música rara en su pulmón -dijo el profesor.

Parecía un poco molesto.

– ¿Es normal eso, doctor? -preguntó Colin.

– Hasta cierto punto… -contestó el profesor.

Se tiró de la perilla, que volvió a su sitio con un chasquido seco.

– ¿Cuándo debemos ir a vedo, doctor? -preguntó Colin.

– Dentro de tres días -dijo el profesor-. Tengo que poner en condiciones mis aparatos.

– ¿No los utiliza habitualmente? -preguntó a su vez Chloé.

– No -dijo el profesor-o Prefiero mucho más construir modelos a escala de aviones, pero me están interrumpiendo constantemente, así que llevo con el mismo desde hace un año y no encuentro tiempo para terminado. ¡Es exasperante!

– No cabe duda -dijo Colin.

– Son como tiburones -dijo el profesor-. Yo me complazco en compararme con el desdichado náufrago cuya somnolencia acechan los monstruos voraces para volcar su frágil esquife.

– Es una imagen muy bella -dijo Chloé, y se echó a reír con suavidad para no empezar a toser otra vez.

– Preste atención, niña mía -dijo el profesor poniéndole la mano en el hombro-. Es una imagen completamente estúpida, porque según el Génie Civil de 15 de octubre de 1944, en contra de la opinión general, de las treinta y cinco especies de tiburones que se conocen, tan sólo tres o cuatro son devoradoras de hombre. Y aun así, atacan menos al hombre que el hombre a ellos.

– Habla usted muy bien -dijo Chloé con admiración. Le gustaba mucho este doctor.

– Y es Génie Civil quien lo dice -afirmó el doctor-, no soy yo. Y con esto, les dejo.

Dio a Chloé un sonoro beso en la mejilla derecha, le dio una palmadita en el hombro y empezó a bajar la escalerilla.

Se enganchó el pie derecho en el pie izquierdo y éste con el último escalón y cayó al suelo.

– Esta instalación suya es un poco peculiar -hizo observar a Colin mientras se frotaba vigorosamente la espalda.

– Le ruego me excuse -dijo Colin.

– Además -añadió el profesor-, esta habitación esférica tiene algo de deprimente. Pruebe a poner Slap Happy, probablemente le devolverá la normalidad; o, si no, acepíllela.

– De acuerdo -dijo Colin-. ¿Qué tal un pequeño aperitivo?

– No estaría mal-dijo el profesor-. ¡Hasta la vista, pequeña! -gritó a Chloé, antes de salir de la alcoba.

Chloé seguía riéndose. Desde abajo, se la veía sentada en el gran lecho rebajado como sobre un estrado majestuoso, iluminada desde un lado por la lámpara eléctrica. Los rayos de luz se filtraban a través de sus cabellos del color del sol en la hierba recién nacida, y la luz que había pasado por su piel se posaba, dorada, sobre las cosas.

– Tiene usted una linda mujer -dijo el profesor a Colin en la antecámara.

– Sí, es verdad -dijo Colin.

Y, de repente, se puso a llorar, porque sabía que estaba enferma.

– Vamos, vamos… -dijo el profesor-, me pone usted en una situación embarazosa… Voy a consolarle… Tenga…

Rebuscó en el bolsillo interior de su chaqueta y sacó una carterita de cuero rojo.

– Mire, ésta es la mía.

– ¿La suya? -preguntó Colin, que trataba de serenarse.

– Mi mujer, quiero decir -explicó el profesor.

Colin, maquinalmente, abrió la carterita y explotó de risa.

– Ya está… ¿lo ve? -dijo el profesor-. No falla nunca. Todos se desternillan. Pero, en fin, ¿qué es lo que es tan divertido?

– Yo… yo… yo no sé -balbuceó Colin, y se desplomó, presa de una crisis de hilaridad.

El profesor cogió su carterita.

– Son ustedes todos iguales -dijo-. Piensan que las mujeres tienen que ser bonitas a la fuerza… Bueno, ¿qué hay de ese aperitivo?

35

Colin, seguido de Chick, empujó la puerta del tratante de remedios. La puerta hizo «¡DingL…» y el cristal se desplomó sobre un complejo tinglado de frascos y aparatos de laboratorio.

Alertado por el ruido, apareció el tratante. Era alto, viejo y delgado, con la cabeza empenachada por una crin blanca, erizada.

Se precipitó hacia el mostrador, cogió el teléfono y marcó un número con la rapidez propia de una larga costumbre.

– ¡Oiga! -dijo.

Su voz sonaba como la sirena de un buque y el suelo, bajo sus pies largos, negros y planos, se inclinaba de un modo regular de delante hacia atrás, mientras que sobre el mostrador se abatían oleadas de salpicaduras.

– ¡Oiga! ¿Es la casa Gershwin? ¿Querrían venir a cambiar el cristal de la puerta de entrada? ¿Dentro de un cuarto de hora?… Dense prisa, porque puede venir otro cliente… Está bien…

Volvió a poner en su sitio el auricular, que se encajó con mucho esfuerzo.

– Bien, señores, ¿en qué puedo servirles?

– Ejecutando esta prescripción médica… -sugirió Colin.

El farmacéutico cogió el papel, lo dobló, hizo con él una tira larga y estrecha y lo introdujo en una pequeña guillotina de mesa.

– Eso está hecho -dijo, apretando un botón rojo.

Cayó la cuchilla y la receta perdió su rigidez y se desplomó.

– Pasen esta tarde a las seis; sus medicamentos estarán listos.

– Es que… -dijo Colin-, nos urge bastante…

– A nosotros nos gustaría llevárnoslos ahora mismo -añadió Chick.

– Entonces, si quieren ustedes esperar, voy a disponer lo necesario.

Colin y Chick se sentaron en un banquillo de terciopelo color púrpura justamente enfrente del mostrador, y esperaron. El tratante se agachó detrás del mostrador y abandonó el lugar por una puerta oculta, reptando casi, sin hacer ruido. El roce de su cuerpo largo y delgado con el parqué se fue atenuando hasta desvanecerse en el aire.

Miraron las paredes. En largos estantes de cobre patinado se alineaban tarros que encerraban especias simples y tópicos soberanos. Del último de cada ringlera emanaba una fluorescencia compacta. En un recipiente cónico de vidrio grueso y corroído, unos renacuajos hinchados daban vueltas en espiral en dirección descendente hasta llegar al fondo, de donde volvían a partir como flechas hacia la superficie, adquiriendo aquí nuevamente un movimiento excéntrico de giro, y dejaban tras de sí una estela blancuzca de agua espesada. Al lado, en el fondo de un acuario de varios metros de largo, el tratante había montado un banco de pruebas de ranas con toberas, y, aquí y allá, yacían algunas ranas inutilizables, cuyos cuatro corazones latían aún débilmente.