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Él la apretó con más fuerza entre sus brazos. Estaba tibia y fragante. Un verdadero frasco de perfume saliendo de una caja forrada de blanco.

– Sí… -dijo Chloé, estirándose-, más…

38

– Se nos está haciendo tarde -dijo Colin.

– No importa repuso Chloé. Atrasa el reloj.

– ¿De verdad que no quieres ir en coche?…

– No… -dijo Chloé-. Quiero pasear contigo por la calle.

– ¡Pero hay un buen trecho!

– No importa… -dijo Chloé-. Cuando me has… besado ahora mismo, he sentido que recuperaba el aplomo. Tengo ganas de andar un poco.

– ¿Entonces le digo a Nicolás que vaya a recogemos en coche? -sugirió Colin.

– Bueno, si tú quieres…

Para ir al doctor, Chloé se había puesto un vestidito azul claro, con un escote en punta muy bajo y llevaba una chaqueta corta de lince, acompañada de un gorro a juego. Completaban el conjunto unos zapatos de serpiente teñida.

– Ven, gatita mía.

– No es gato -dijo Chloé-. Es lince.

– Me cuesta decir linza -dijo Colin.

Salieron de la habitación y pasaron a la entrada. Chloé se detuvo delante de la ventana.

– ¿Qué pasa aquí? Hay menos luz que de costumbre…

– En absoluto -dijo Colin-. Hace mucho sol.

– De eso nada -dijo Chloé-. Me acuerdo muy bien. El sol llegaba hasta este dibujo de la alfombra y ahora sólo llega hasta aquí…

– Depende de la hora -dijo Colin.

– No depende de la hora, porque era a la misma hora…

– Mañana miraremos a la misma hora -dijo Colin.

– ¿Ves? Llegaba hasta la séptima raya. Ahora sólo llega hasta la quinta…

– Vamos -dijo Colin-. Es tarde.

Chloé se sonrió a sí misma al pasar por delante del gran espejo del corredor enlosado. No podía ser grave lo que tenía y, ahora, en lo sucesivo, irían muchas veces a pasear juntos. Él administraría bien sus doblezones, en realidad le quedaba bastante para poder llevar los dos una vida agradable.

Quizá podría trabajar…

El acero del pestillo chasqueó y la puerta se cerró. Chloé iba cogida de su brazo. Andaba a pasitos cortos. Colin daba un paso por cada dos de los suyos.

– Estoy contenta -dijo Chloé-. Hace sol, y los árboles huelen tan bien…

– Sí, es verdad -dijo Colin-. ¡Es primavera!

– ¿Ah, sí? -dijo Chloé dirigiéndole una mirada maliciosa.

Torcieron a la derecha. Faltaba todavía dejar atrás dos grandes casas antes de llegar al barrio de los médicos. Cien metros más allá empezaron a sentir el olor de los anestésicos, que en días de viento llegaban aún más lejos. La estructura de la acera cambiaba. Ahora caminaban sobre un canal ancho y plano, cubierto por una especie de parrilla de hormigón con las traviesas estrechas y muy juntas. Bajo las traviesas corría alcohol mezclado con éter que arrastraba trozos de algodón manchados de humores y de sanies, de sangre algunas veces. Largos filamentos de sangre a medio coagular teñían aquí y allí el flujo volátil, y colgajos de carne medio descompuesta pasaban lentamente, girando sobre sí mismos, como icebergs demasiado fundidos. No se percibía más que el olor a éter. También arrastraba la corriente vendas de gasa y otras curas, que desenroscaban sus anillos dormidos. Directamente de cada casa, un tubo de descenso descargaba en el canal y observando unos instantes el orificio de estos tubos se podía saber la especialidad del médico. Un ojo bajó dando vueltas sobre sí mismo, los miró algunos instantes y desapareció bajo una ancha capa de algodón rojizo y blanco como una medusa malsana.

– No me gusta esto -dijo Chloé-. Como aire, es muy sano, pero no es agradable para la vista…

– No, es cierto -dijo Colin.

– Ven al centro de la calle.

– Bueno -dijo Colin-, pero nos van a atropellar.

– He hecho mal en no querer venir en coche -dijo Chloé-. Las piernas no me dan más de sí.

– Afortunadamente para ti vives bastante lejos del barrio de la cirugía mayor…

– ¡Calla! -dijo Chloé-. ¿Llegamos ya?

Se puso otra vez a toser de repente y Colin empalideció.

– ¡No tosas, Chloé!… -suplicó.

– No, Colin, cariño… -dijo, conteniéndose con esfuerzo.

– No tosas… ya estamos… es ahí.

El emblema del profesor Tragamangos representaba una inmensa mandíbula engullendo una pala de obrero, de la que sólo sobresalía la parte metálica. Esto hizo reír a Chloé. Muy flojito, muy bajo, porque tenía miedo de toser otra vez.

A lo largo de las paredes había fotografías en color de curas milagrosas del profesor iluminadas por luces que, por el momento, no funcionaban.

– Ya ves -dijo Colin-. Es un gran especialista. Las otras casas no tienen una decoración tan completa.

– Eso lo único que prueba es que tiene muchísimo dinero -dijo Chloé.

– O que es un hombre de gusto -respondió Colin-. Esto es muy artístico.

– Sí -dijo Chloé-. Recuerda una carnicería modelo.

Entraron y se encontraron en un gran vestíbulo redondo pintado de blanco. Una enfermera se dirigió hacia ellos.

– ¿Tienen ustedes hora? -preguntó.

– Sí -dijo Colin-. Quizá nos hayamos retrasado un poco…

– No tiene importancia -afirmó la enfermera-. El profesor ya ha terminado de operar hoy. ¿ Quieren seguirme? Obedecieron y sus pasos resonaban sobre el suelo esmaltado con un sonido sordo y fuerte. En la pared circular se abrían una serie de puertas y la enfermera les condujo a la que tenía, en oro embutido, la reproducción a escala de la enseña gigante del exterior del edificio. Abrió la puerta y se retiró para dejarles entrar. Empujaron una segunda puerta transparente y sólida y se hallaron en la consulta del profesor.

Estaba éste de pie delante de la ventana y se estaba perfumando la perilla con un cepillo de dientes empapado en extracto de opopónaco. Se volvió al ruido y se acercó hacia Chloé con la mano tendida.

– ¡Bueno, bueno! ¿Cómo se siente usted hoy?

– Esas píldoras son terribles -dijo Chloé.

El semblante del profesor se ensombreció. Parecía un ochavón.

– Es un fastidio… -murmuró-o Ya me lo imaginaba yo.