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– Ya lo sé -dijo Chloé-. ¿Y Chick?

– ¡Oh!, muy bien -dijo Alise-. Me ha comprado un traje sastre.

– Es bonito -dijo Chloé-. Te sienta muy bien.

Dejó de hablar.

– ¿Te sientes mal? -dijo Alise-. ¡Pobrecita!

Se inclinó y acarició a Chloé en la mejilla.

– Sí -gimió Chloé-. Tengo tanta sed…

– Te comprendo -dijo Alise-. Si te doy un beso, ¿tendrás menos sed?

– Sí -dijo Chloé.

Alise se inclinó sobre ella.

– ¡Oh! -suspiró Chloé-. ¡Qué labios más frescos tienes…!

Alise sonrió. Sus ojos estaban húmedos.

– ¿A dónde te marchas? -preguntó.

– No lejos -dijo Chloé-. A la montaña.

Se volvió sobre el lado izquierdo.

– ¿Quieres mucho a Chick?

– Sí -dijo Alise-. Pero él quiere más a sus libros.

– No sé -dijo Chloé-. Quizá sea cierto. Si no me hubiera casado con Colin, me gustaría tanto que fueras tú quien viviese con él…

Alise la besó otra vez.

42

Chick salió de la tienda. No había en ella nada de interés para él. Caminaba mirándose los pies calzados de cuero marrón rojizo y se asombró al comprobar que un pie trataba de tirar de él hacia un lado y el otro en la dirección opuesta. Reflexionó algunos instantes, trazó mentalmente la bisectriz del ángulo y se lanzó a lo largo de esta línea. Por poco no le atropelló un gran taxi obeso y tan sólo debió su salvación a un grácil salto que le hizo aterrizar encima de los pies de un viandante, que soltó un taco e ingresó en el hospital para que le curaran.

Chick reanudó su camino, todo derecho. En la calle Jimmy Noone había una librería cuya muestra estaba pintada a imitación del Mahogany Hall de Lulu White. Empujó la puerta, ésta le devolvió brutalmente el empujón y entonces, sin insistir, entró por el escaparate.

El librero estaba fumando el calumet de la paz sentado sobre las obras completas de Jules Romains, quien las concibió especialmente para este fin. Tenía un calumet de la paz muy bonito, de tierra de brezo, que llenaba con hojas de olivo.

Junto a él había una palangana para recibir sus vómitos y una toalla húmeda para refrescarse las sienes, así como un frasco de alcohol de menta Ricqles para reforzar el efecto del calumet. Elevó hacia Chick una mirada descarnada y maloliente.

– ¿Qué desea? -preguntó.

– Sólo quería ver los libros que tiene… -respondió Chick.

– Pase usted y vea -dijo el hombre, y se inclinó sobre la palangana, pero era una falsa alarma.

Chick avanzó hacia el fondo de la tienda. Reinaba allí un ambiente propicio al descubrimiento. Algunos insectos crujieron bajo sus pies. Olía allí a cuero viejo y al humo de las hojas de olivo, que es un olor más bien abominable.

Los libros estaban clasificados por orden alfabético, pero el comerciante no se sabía bien el abecedario, de modo que Chick encontró el rincón de Partre entre la B y la T. Se armó de su lupa y se puso a examinar las encuadernaciones. Poco tardó en detectar, en un ejemplar de El seltz y la nata, el célebre estudio crítico sobre las posibilidades de combinación del seltz con este derivado lácteo, una interesante huella digital. Febrilmente, sacó de su bolsillo una cajita que contenía, además de un pincel de cerdas suaves, polvos dactilares y un ejemplar del Manual del detective modelo, escrito por el canónigo Vouille. Operó cuidadosamente, comparó la huella con una ficha que sacó de su cartera y quedó en suspenso, anhelante. Era la huella del índice izquierdo de Partre, que hasta entonces nadie había podido encontrar más que en sus pipas viejas.

Apretando el precioso hallazgo contra su corazón, se dirigió hacia el librero.

– ¿Cuánto vale éste?

El librero miró el libro y rió sarcásticamente.

– ¡Ajajá! ¡Así que lo ha encontrado usted!…

– ¿Qué tiene de extraordinario? -preguntó Chick, fingiendo asombro.

– ¡Venga! -dijo el librero desternillándose de risa y dejando la pipa, que cayó en la palangana y se apagó.

Soltó un taco de los gordos y se frotó las manos, contento de no tener que chupar más esa infame porquería.

– Se lo pregunto de verdad… -insistió Chick.

Su corazón empezaba a flaquear y golpeaba fuerte e irregularmente en sus costillas, de una manera salvaje.

– ¡Oh, oh, oh!… -dijo el librero, que se revolcaba por el suelo ahogándose de risa -. ¡ Usted es un guasón!…

– Escuche -dijo Chick, turbado-, explíquese, por favor…

– Cuando pienso -dijo el librero-que para conseguir esa huella tuve que ofrecerle varias veces mi calumet de la paz y aprender prestidigitación para darle el cambiazo, en el último momento, por otro libro…

– Admitámoslo -dijo Chick-. Puesto que usted lo sabe, ¿cuánto vale?

– No es caro -dijo el librero-, pero tengo cosas mejores. Espéreme un momento.

Se levantó, desapareció detrás de un medio tabique que dividía la tienda en dos, rebuscó algo Y volvió enseguida.

– Mire -dijo lanzando un pantalón sobre el mostrador.

– ¿Qué es esto? -murmuró Chick con ansiedad.

Una deliciosa excitación se apoderaba de él.

– ¡Unos pantalones de Partre! -proclamó orgullosamente el librero.

– ¿Cómo se las ha arreglado para conseguirlos? -dijo Chick extasiado.

– Aproveché una conferencia… -explicó el librero-. Ni siquiera se dio cuenta. Tiene quemaduras de pipa, sabe…

– Lo compro -dijo Chick.

– ¿Cómo dice? -preguntó el librero-, porque tengo todavía otra cosa…

Chick se llevó la mano al pecho. No conseguía dominar los latidos de su corazón y le dejó desbocarse un poco.

– Mire -dijo el comerciante de nuevo.

Se trataba de una pipa en cuya boquilla Chick reconoció fácilmente la marca de los dientes de Partre.

– ¿Cuánto? -dijo Chick.

– Ya sabe usted -dijo el librero- que en estos momentos está preparando una enciclopedia de la náusea en veinte volúmenes, ilustrados con fotos, y yo tendré acceso a manuscritos…

– Pero yo no podré nunca… -dijo Chick aterrado. -Eso a mí me importa un bledo -dijo el librero. -¿Cuánto por estas tres cosas? -preguntó Chick.