– En particular -dijo el subdirector- porque estas sillas son irreparables. Y, en general, porque este señor no me da la impresión de saber reparar una silla.
– Pero, ¿qué tiene que ver una silla con un empleo de oficina? -dijo Colin.
– ¿Es que usted se sienta, quizá, en el suelo para trabajar?
– dijo el director con sarcasmo.
– Entonces es que usted no debe de trabajar a menudo -ponderó el subdirector.
– Yo le voy a decir lo que es usted -dijo el director-, ¡usted es un holgazán!…
– Eso es… -aprobó el subdirector-, un holgazán…
– Nosotros -añadió el director- no podemos de ningún modo contratar a un holgazán…
– Y menos cuando no tenemos trabajo que darle… -dijo el subdirector.
– Esto es absolutamente ilógico -dijo Colin, aturdido por sus voces oficinescas.
– Ilógico por qué, ¿eh? -preguntó el director.
– Porque lo que hay que hacer con un holgazán es no darle trabajo -contestó Colin.
– Eso es, así que lo que usted quiere es sustituir al director… -dijo el subdirector.
El director rompió a reír ante la idea.
– ¡Es extraordinario!… -dijo.
Su rostro volvió a cobrar seriedad y echó un poco más hacia atrás el sillón.
– Lléveselo… -le dijo al subdirector-. Ya veo yo a lo que ha venido…, ¡váyase!, ¡deprisa!… ¡lárgate, mangante! -aulló.
El subdirector se precipitó hacia Colin, pero éste había cogido ya el expediente olvidado sobre la mesa:
– Si me toca… -amenazó Colin.
Fue retrocediendo poco a poco hacia la puerta.
– ¡Fuera! -gritaba el director-o ¡Aborto de Satanás!…
– Lo que es usted es un viejo gilipollas -dijo Colin, e hizo girar el pomo de la puerta.
Lanzó su expediente sobre la mesa y se precipitó al pasillo. Cuando llegó a la entrada, el conserje le disparó un pistoletazo y la bala de papel hizo un agujero en forma de calavera en la hoja de la puerta que acababa de cerrarse.
45
– Reconozco que es una hermosa pieza -dijo el antigüedario, dando vueltas alrededor del pianóctel de Colin.
– Es arce espabilado -dijo Colin.
– Ya veo, ya veo -dijo el antigüedario-. Supongo que funciona bien.
– Yo trato de vender lo mejor que tengo -dijo Colin.
– Debe darle pena -dijo el antigüedario, agachándose para ver un pequeño dibujo de la madera.
Sopló algunas motitas de polvo que empañaban el lustre del mueble.
– ¿No preferiría usted ganar dinero trabajando que deshacerse de él?
Colin se acordó del despacho del director y del pistoletazo del conserje y dijo que no.
– De todas maneras terminará trabajando cuando ya no le quede nada que vender… -dijo el antigüedario.
– Si dejaran de aumentar mis gastos… -dijo Colin, y añadió-: si cesaran de crecer mis gastos, yo tendría bastante, vendiendo mis cosas, para vivir sin trabajar. Claro que no para vivir muy bien, pero para vivir al fin y al cabo.
– ¿No le gusta el trabajo? -dijo el antigüedario.
– Es horrible -dijo Colin-. Rebaja al hombre al nivel de la máquina.
– ¿Y sus gastos no cesan de aumentar? -preguntó el antigüedario.
– Las flores cuestan muy caras y la vida en la montaña también… -dijo Colin.
– Pero ¿y si se curase? -dijo el antigüedario.
– ¡Oh! -dijo Colin. Sonrió beatíficamente-. ¡Sería tan maravilloso!… -murmuró.
– De todas formas, no es del todo imposible -dijo el antigüedario.
– ¡No! ¡Desde luego!… -dijo Colin.
– Pero hace falta tiempo -dijo el antigüedario.
– Sí -dijo Colin-. y el sol se va…
– Puede volver -dijo el antigüedario, animándole.
– No lo creo -dijo Colin-. Lo que sucede va en serio.
Se produjo un silencio.
– ¿Está lleno por dentro? -preguntó el antigüedario señalando el pianóctel.
– Sí -dijo Colin-. Todos los receptáculos están llenos.
– Yo toco bastante bien el piano, podríamos probar.
– Si usted quiere -dijo Colin.
– Voy a buscar un asiento.
Se hallaban en medio de la tienda a donde Colin había hecho transportar su pianóctel. Por todas partes había montones de objetos extraños y viejos en forma de sillones, de sillas, de consolas y de otros muebles. El lugar estaba poco iluminado y olía a cera de las Indias y a vibrión azul. El antigüedario se hizo con un taburete de madera de quiebrahachas afiladas y se sentó ante el pianóctel. Había cerrado el picaporte de la puerta, que de este modo se quedaría muda y no les molestaría.
– ¿Se sabe usted algo de Duke EllingtonL -dijo Colin.
– Sí -dijo el antigüedario-. Voy a tocarle Blues of the Vagabond.
– ¿A cuánto lo ajusto? -dijo Colin-. ¿Tocará tres variaciones?
– Sí -dijo el antigüedario.
– De acuerdo -dijo Colin-. Eso hará un medio litro en total. ¿De acuerdo?
– Perfecto -respondió el comerciante, que empezó a tocar.
Tocaba con suma sensibilidad y las notas volaban por el aire, tan etéreas como las perlas del clarinete de Barney Bigard en la versión de Duke.
Colin se había sentado en el suelo para escuchar con la espalda contra el pianóctel, y derramaba grandes lágrimas elípticas y flexibles que rodaban por su ropa y corrían por el polvo. La música pasaba a través de él y volvía a salir flltrada, pero la melodía que salía de él se parecía mucho más a Chloé que a los Blues del vagabundo. El mercader de antigüedades tarareaba un contrapunto de sencillez pastoral y balanceaba su cabeza de lado como una serpiente de cascabel.
Tocó las tres variaciones y paró. Colin, feliz hasta el fondo del alma, seguía sentado en su sitio y era como cuando Chloé no estaba enferma.
– ¿Y ahora qué se hace? -preguntó el antigüedario.
Colin se levantó y abrió el pequeño panel móvil haciendo la maniobra correspondiente y ambos tomaron sendos vasos llenos de un líquido con reflejos de arco iris. El antigüedario bebió el primero chasqueando la lengua.
– Tiene exactamente el gusto de los blues -dijo-o Concretamente de este blues. ¿Sabe? ¡Es formidable su invento!…