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– Eso es una idiotez -dijo Nicolás-. ¿Quién va a cocinar?

– Yo -dijo Colin.

– ¡Pero si tú vas a trabajar!… No tendrás tiempo.

– No, no voy a trabajar. De todas maneras he vendido mi pianóctel por dos mil quinientos doblezones.

– Sí -dijo Nicolás-. ¡Con eso vas a ir muy lejos!…

– Tú te vas a ir a casa de los Ponteauzanne -dijo Colin.

– ¡Ah! -dijo Nicolás-. Me tienes harto. Bien. Me iré. Pero no es elegante por tu parte.

– Volverás a tener tus buenos modales.

– Bastante has protestado contra mis buenos modales…

– Sí -dijo Colin-, porque conmigo no valía la pena.

– Me tienes harto -dijo Nicolás-. Harto, harto…

47

Colin oyó llamar a la puerta de entrada y corrió a abrir. Una de sus zapatillas tenía un agujero muy grande y ocultó el pie debajo de la alfombra.

– Viven ustedes muy alto -dijo Tragamangos, entrando.

Emitía un soplido compacto.

– Buenos días, doctor -dijo Colin ruborizándose porque no tenía más remedio que enseñar el pie.

– Han cambiado ustedes de casa -dijo el profesor-; la de antes no estaba tan lejos.

– No, no señor- dijo Colin-. Es la misma.

– Imposible -dijo el profesor-. Cuando gaste usted una broma, le aconsejo que se ponga más serio y que encuentre réplicas más agudas.

– Sí, claro -dijo Colin.

– ¿Cómo está la enferma? -dijo el profesor.

– Está mejor -dijo Colin-. Tiene mejor cara y ya no tiene dolores.

– ¡Hum! -dijo el profesor-. Eso me da que pensar.

Entró, seguido de Colin, en la habitación de Chloé y agachó la cabeza para no tropezar con el dintel de la puerta, pero éste hizo una inflexión en ese mismo instante y el profesor soltó un taco. Chloé, en su cama, reía al ver la entrada del profesor.

La habitación había pasado a tener unas dimensiones bastantes reducidas. La alfombra, a diferencia de las demás piezas, se había espesado, y el lecho se hallaba ahora en una trasalcoba con cortinas de satén. El gran ventanal se había dividido por completo en cuatro pequeñas ventanas cuadradas separadas por los pedúnculo s de piedra que ya habían terminado de crecer. Reinaba en la pieza una luz un poco gris, pero limpia. Hacía calor.

– Seguirá usted diciendo que no han cambiado de casa, ¿eh? -dijo Tragamangos.

– Le juro a usted, doctor… -empezó a decir Colin.

Calló porque el profesor le estaba mirando con expresión inquieta y recelosa.

– … ¡Estaba bromeando!… -dijo, riéndose.

Tragamangos se aproximó a la cama.

– Ahora -dijo- descúbrase usted. Voy a auscultarla.

Chloé entreabrió su manteleta de plumón.

– ¡Ah! -dijo Tragamangos-. La abrieron aquí…

– Sí… -respondió Chloé.

Tenía bajo el seno derecho una pequeña cicatriz perfectamente redonda.

– ¿Lo sacaron por ahí cuando se murió? -dijo el profesor-. ¿Era grande?

– Un metro, creo yo -dijo Chloé-. Con una gran flor de veinte centímetros.

– ¡Qué horror!… -refunfuñó el profesor-. No ha tenido usted suerte. ¡De ese tamaño no es corriente!.

– Fueron las otras flores las que le hicieron morir -dijo Chloé-. En especial, una flor de vainilla que me trajeron al final.

– Es extraño -dijo el profesor-. Nunca habría creído que la vainilla ejerciera efecto. Yo pensaba más bien en el enebro o en la acacia. La medicina, ya sabe, es un juego de imbéciles -concluyó.

– Es verdad -dijo Chloé.

El profesor la auscultaba. Se levantó.

– Está bien -dijo-. Evidentemente, eso ha dejado secuelas.

– ¿Ah, sí? -dijo Chloé.

– Sí -dijo el profesor-. En la actualidad tiene usted un pulmón completamente inutilizado, o casi.

– ¡Bueno -dijo Chloé-, no me importa mientras funcione el otro!

– Si coge usted algo en el otro, su marido lo pasará mal -dijo el profesor.

– ¿Y yo no? -preguntó Chloé.

– Usted ya no -dijo el profesor.

Se levantó.

– No quiero asustarles sin necesidad, pero tengan mucho cuidado.

– Yo ya tengo mucho cuidado -dijo Chloé.

Sus ojos se agrandaron. Se pasó una mano tímidamente por el pelo.

– ¿Qué puedo hacer para estar segura de no coger nada más? -dijo, y su voz casi lloraba.

– No se preocupe, pequeña -dijo el profesor-. No hay ninguna razón para que coja usted nada.

Miró en torno suyo.

– Me gustaba más su primera casa. El aire era más saludable.

– Sí -dijo Colin-. pero no es culpa nuestra…

– ¿A qué se dedica usted en la vida? -preguntó el profesor.

– Aprendo cosas -dijo Colin-. Y amo a Chloé.

– ¿Su trabajo no le proporciona ingresos? -preguntó el profesor.

– En absoluto. Lo que yo hago no es trabajo en el sentido en que la gente lo entiende generalmente -dijo Colin.

– El trabajo es algo infecto, yo bien lo sé -murmuró el profesor-, pero lo que le gusta a uno hacer evidentemente no puede proporcionar recursos, puesto que…

Se interrumpió.

– La última vez que estuve aquí me enseñó usted un aparato que daba resultados sorprendentes. ¿Lo tiene usted todavía por casualidad?

– No -dijo Colin-. Lo vendí. Pero de todas maneras puedo ofrecerle una copa…

Tragamangos se pasó los dedos por el cuello de su camisa amarilla y se rascó el cuello.

– Le sigo. Hasta la vista. señorita -dijo.

– Hasta la vista, doctor -dijo Chloé.

Se deslizó hasta el fondo de la cama y volvió a arroparse hasta el cuello. Su cara se veía clara y tierna contra las sábanas azul lavanda orladas de púrpura.

48

Chick atravesó la poterna de control y fichó en la máquina.

Tropezó, como de costumbre, en el umbral de la puerta metálica del pasadizo de acceso a los talleres y una humarada de vapor y de humo negro le golpeó violentamente la cara. Los ruidos comenzaban a llegarle: los sordos zumbidos de los turboalternadores generales, los silbidos de los puentes grúa sobre las viguetas entrecruzadas, el estrépito de las violentas corrientes de aire que se precipitaban sobre las chapas metálicas de la techumbre. El pasillo estaba muy oscuro, alumbrado, cada seis metros, por una bombilla rojiza cuya luz se deslizaba perezosamente sobre los objetos lisos, agarrándose, para rodearlas, a las rugosidades de las paredes y del suelo. Bajo sus pies, la chapa estriada estaba caliente y rota en algunos sitios. y por los agujeros se percibían las fauces rojas y sombrías de los hornos de piedra abajo del todo. Los fluidos pasaban. ruidosos, por grandes tuberías pintadas de gris y rojo, por encima de su cabeza, y a cada pulsación del corazón mecánico que los fogoneros ponían bajo presión, toda la armadura se flexionaba ligeramente hacia adelante con un ligero retraso y una vibración profunda. En la pared, se formaban gotas que se desprendían a veces cuando se producía una pulsación más fuerte, y, cuando una de esas gotas le caía en el cuello, Chick se estremecía.