Era un agua sin lustre y que olía a ozono. El pasadizo trazaba una curva al final y el suelo, ahora de claraboya. dominaba los talleres.
Abajo, delante de cada máquina ventruda, se debatía un hombre que luchaba por no ser descuartizado por los ávidos engranajes. Cada obrero tenía fijado en el pie derecho un pesado grillete de hierro que no se abría más que dos veces al día: a mitad de la jornada y por la tarde. Disputaban a las máquinas las piezas metálicas que salían, tableteando, de los estrechos orificios dispuestos en lo alto. Las piezas volvían a caer casi inmediatamente, si no se las recogía a tiempo, en las fauces abiertas, hormigueantes de engranajes, donde se efectuaba la síntesis.
Había aparatos de todos los tamaños. A Chick ya le era familiar este espectáculo. Él trabajaba en el extremo de uno de los talleres y su misión consistía en controlar la buena marcha de las máquinas y en dar indicaciones a los obreros para volver a ponerlas en orden cuando se detenían después de haberles arrancado un pedazo de carne.
Para purificar la atmósfera había, en algunos lugares, largos chorros de esencias que atravesaban oblicuamente la nave, relucientes de reflejos, y que condensaban alrededor suyo los humos y los polvos de metal y de aceite caliente que ascendían en columnas rectas y delgadas por encima de cada máquina. Chick levantó la cabeza. Los tubos le perseguían por todas partes. Llegó hasta la cabina del montacargas, entró y cerró la puerta detrás de él. Sacó del bolsillo un libro de Partre, apretó el botón y se puso a leer en tanto aguardaba llegar ala planta.
El choque sordo de la plataforma del montacargas contra el tope de metal le hizo salir de su estupor. Salió y se fue a su despacho, una cabina acristalada y débilmente iluminada desde donde podía vigilar los talleres. Se sentó, volvió a abrir su libro y reanudó su lectura, adormilado por la pulsación de los fluidos y el rumor de las máquinas.
Una discordancia en el estrépito general le hizo levantar la vista súbitamente. Buscó de dónde procedía el ruido sospechoso. Uno de los chorros de purificación acababa de pararse de repente en medio de la nave y permanecía en el aire como partido en dos. Las cuatro máquinas que había cesado de atender trepidaban. A distancia, se las veía agitarse y, delante de cada una de ellas, una forma se iba desplomando poco a poco. Chick dejó el libro y se precipitó fuera. Corrió hacia el cuadro de mandos y bajó rápidamente una palanca.
El chorro roto permaneció inmóvil. Parecía la hoja de una hoz y las humaredas que salían de las cuatro máquinas ascendían en el aire formando torbellinos. Abandonó el cuadro de mandos y se precipitó hacia las máquinas. Éstas se iban deteniendo lentamente. Los hombres que las atendían yacían por tierra. Sus piernas derechas estaban dobladas en ángulos extraños a causa de los grilletes, y cada una de las manos derechas de los cuatro hombres estaba seccionada por las muñecas. La sangre hervía al contacto con el metal de la cadena y esparcía en el aire un horrible olor de animal vivo carbonizado.
Chick, sirviéndose de su llave, abrió los grilletes que retenían los cuerpos y extendió éstos delante de las máquinas. Volvió a su despacho y mandó venir, por teléfono, a los camilleros de servicio. A continuación, se dirigió al tablero de mandos e intentó poner de nuevo en marcha el chorro.
No se podía hacer nada. El líquido partía bien derecho, pero, al llegar a la altura de la cuarta máquina, desaparecía, y se podía ver el corte del chorro, tan limpio como el de un hachazo..
Palpando, enojado, su libro en el bolsillo, se dirigió a la Oficina Central. En el momento de salir del taller, se apartó para dejar pasar a los camilleros, que habían apilado los cuatro cuerpos en un pequeño carro eléctrico e iban a arrojarlos al Colector General.
Continuó por un nuevo corredor. Lejos, delante de él, el carrito viró con un dulce ramoneo, dejando escapar algunas chispas blancas. En el techo, muy bajo, resonaba el ruido de sus pasos sobre el metal. El suelo ascendía un poco.
Para llegar a la Oficina central había que pasar por otros tres talleres y Chick recorría distraídamente su camino.
Llegó al fin al bloque principal y entró en el despacho del jefe de personal.
– Se ha producido una avería en los números setecientos nueve, diez, once y doce -dijo a una secretaria que estaba detrás de una ventanilla-. Opino que hay que reemplazar a los cuatro hombres y llevarse las máquinas. ¿Puedo hablar al jefe de personal?
La secretaria manipuló varios botones rojos instalados en una mesa de caoba barnizada y dijo: «Entre, le espera».
Chick entró y se sentó. El jefe de personal le miró, inquisitivo.
– Me hacen falta cuatro hombres -dijo Chick.
– Está bien -dijo el jefe de personal -, mañana los tendrá.
– Uno de los chorros de purificación ha dejado de funcionar -añadió.
– Eso ya no es asunto mío -dijo el jefe de personal-o Vaya aquí al lado.
Chick salió y cumplimentó las mismas formalidades antes de entrar en el despacho del jefe de material.
– Uno de los chorros de purificación de los setecientos ha dejado de funcionar -dijo.
– ¿Del todo?
– No llega a la otra punta -dijo Chick.
– ¿No ha podido usted volver a ponerlo en marcha?
– No -dijo Chick-, no hay nada que hacer.