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– Bueno, iré… -prometió Colin-. Iré con Nicolás… A lo mejor tiene otras sobrinas…

3

Colin bajó del metro y subió las escaleras. Se equivocó de salida y tuvo que dar la vuelta a la estación para orientarse. Determinó la dirección del viento con un pañuelo de seda amarillo y el color del pañuelo, transportado por el viento, se posó en un gran edificio de forma irregular que adoptó así el aspecto de la pista de patinaje Molitor.

Daba hacia él la piscina de invierno. Pasó de largo y, por la fachada lateral, penetró en aquel organismo petrificado atravesando una puerta de dos hojas batientes, acristaladas y con rejas de cobre. Presentó su tarjeta de socio, y ésta guiñó el ojo al inspector por medio de dos agujeritos redondos ya practicados en ella. El inspector respondió con una mirada de complicidad, pero no por eso dejó de abrir un tercer agujero en la cartulina anaranjada, y la tarjetita quedó ciega. Sin escrúpulo alguno, Colin la volvió a colocar en su portapiel de monedas de Rusia y tomó a la izquierda por el pasillo solado de caucho que conducía a las filas de cabinas. En la planta baja no quedaba ya ninguna libre, así que subió la escalera de hormigón, cruzándose con seres gigantescos por estar encaramados sobre cuchillas metálicas verticales, que se esforzaban por hacer cabriolas con naturalidad pese a los evidentes impedimentos. Un hombre con chándal blanco le abrió una cabina, se guardó la propina que, aunque se supone que se dan para beber, le serviría para comer, porque tenía cara de mentiroso, y lo dejó abandonado en aquella celda después de haber trazado las iniciales del cliente con una desganada tiza en un rectángulo ennegrecido dispuesto a tal efecto en el interior. Colin observó que el tipo no tenía cabeza de hombre, sino de paloma, y no pudo comprender por qué le habían destinado al servicio de la pista de patinaje, en lugar de a la piscina.

De la pista subía un rumor ovalado que la música de los altavoces, diseminados por doquier, complicaba. El deslizamiento de los patinadores no alcanzaba aún el nivel sonoro de los momentos de gran afluencia, cuando presenta una cierta analogía con el ruido de los pasos de un regimiento sobre el barro que salpicara el adoquinado. Colin buscó con la vista a Alise y a Chick, pero no los vio en el hielo. Nicolás vendría a buscarle un poco más tarde; tenía todavía que hacer en la cocina para preparar la comida del mediodía.

Colin se desató los zapatos y advirtió que las suelas estaban partidas. Sacó del bolsillo un rollo de tafetán engomado, pero no quedaba bastante. Colocó entonces los zapatos en un charquito que se había formado debajo de la banqueta de cemento y los regó con abono concentrado para que el cuero volviera a crecer. Se puso un par de calcetines de lana con anchas franjas amarillas y violetas alternas y se calzó los patines. Las cuchillas de éstos estaban divididas en dos por la parte de delante para poder hacer los cambios de dirección con mayor facilidad.

Salió de la cabina y volvió a bajar un piso. Los pies se le torcían un poco en las alfombras de caucho perforado que revestían los pasillos de hormigón. En el momento en que iba a lanzarse a la pista, tuvo que volver a subir a toda prisa los dos escalones de madera para no caer: una patinadora, al terminar de trazar una magnífica águila grande, acababa de poner un gran huevo que se estrelló contra los pies de Colin.

Mientras uno de los pajes-limpiadores venía a recoger los fragmentos esparcidos, Colin divisó a Chick y a Alise, que llegaban por el otro extremo de la pista. Les hizo una señal que no vieron y Colin se lanzó a su encuentro, pero no tuvo en cuenta la circulación giratoria. La consecuencia fue la rápida formación de un considerable montón de patinadores que protestaban, a los que vinieron a sumarse, de segundo en segundo, seres humanos que agitaban el aire desesperadamente con los brazos, con las piernas, con los hombros y con sus cuerpos enteros antes de confundirse con los primeros que habían caído sobre el hielo. Como el sol había hecho derretirse la superficie de éste, por debajo del amasijo humano se oía un chapoteo.

En poco tiempo, nueve décimos de los patinadores se habían congregado allí, con lo que Chick y Alise disponían de la pista entera para ellos solos, o casi. Se aproximaron a la masa hormigueante, y Chick, reconociendo a Colin por sus patines bífidos, le sacó de ella cogiéndole por los tobillos. Se dieron la mano. Chick presentó a Alise y Colin se puso a la izquierda de ésta, a cuyo lado derecho estaba ya Chick.

Al llegar al extremo derecho de la pista se apartaron para dejar sitio a los pajes-limpiadores que, desesperando de encontrar entre la montaña de víctimas otra cosa que pingajos sin interés de individualidades disociadas, se habían armado de rasquetas para hacer desaparecer a la totalidad de los caídos, a los que empujaban hacia el sumidero de desechos, entonando el himno de Molitor compuesto por Vaillant-Couturier en 1709 y que comienza con las siguientes palabras:

Señores y señoras, sírvanse evacuar la pista (por favor) para poder proceder a la limpieza…

Todo él puntuado por golpes de claxon destinados a mantener vivo en el fondo de los ánimos más templados un estremecimiento de incoercible terror.

Los patinadores que aún quedaban en pie aplaudieron la iniciativa y la trampilla se cerró sobre el conjunto. Chick, Alise y Colin musitaron una breve oración y volvieron a ejecutar sus evoluciones.

Colin miraba a Alise. Llevaba ésta, por extraño azar, una sudadera blanca y una falda amarilla. Zapatos blancos y amarillos y patines de hockey. Medias de seda color humo y calcetines blancos vueltos tres veces sobre los tobillos por encima de los zapatos de tacón bajo y cordones blancos de algodón. Completaba su atuendo un pañuelo de seda color verde vivo y un pelo rubio extraordinariamente espeso que enmarcaba su rostro con una apretada masa rizada. Para mirar se servía de unos ojos azules muy abiertos y su volumen estaba contenido por una piel fresca y dorada. Tenía brazos y pantorrillas llenitos, la cintura fina y un busto tan bien dibujado que parecía de foto.