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– ¿Ah, sí? -dijo el hombre-o Pues hace un mes que lo publicamos sin fruto. Se trata de un trabajo bastante duro, sabe usted…

– Sí -dijo Colin-, ¡pero está bien pagado!

– ¡Pardiez! -dijo el hombre-. Este trabajo desgasta, ¿sabe?, y quizá no valga la pena. Bueno no me corresponde a mí denigrar a mi administración. Además, como puede ver, yo continúo vivo…

– ¿Hace mucho tiempo que trabaja aquí? -dijo Colin.

– Un año -dijo el hombre-. Ahora tengo veintinueve.

Pasó una mano arrugada y temblorosa por los pliegues de su cara.

– Y, ahora, yo he llegado, como puede ver. Puedo estar en mi despacho y leer el manual toda la jornada.

– Yo tengo necesidad de dinero -dijo Colin.

– Eso sucede con frecuencia -dijo el hombre-, pero el trabajo le vuelve a uno filósofo. Al cabo de tres meses tendrá menos necesidad.

– Es para cuidar a mi mujer -dijo Colin.

– ¡Ah! ¿Sí? -dijo el hombre.

– Está enferma -explicó Colin-. A mí no me gusta el trabajo.

– Lo siento por usted -dijo el hombre-. Cuando una mujer está enferma, ya no sirve para nada.

– Pero yo la amo.

– Sin duda -dijo el hombre-. Si no fuera por eso, usted no querría trabajar. Voy a enseñarle su puesto. Es en el piso de arriba.

Guió a Colin a través de pasadizos de bóvedas rebajadas y de escaleras de ladrillo rojo, hasta llegar a una puerta contigua a otras y que estaba marcada con un símbolo.

– Ya estamos -dijo el hombre-o Entr~, le voy a explicar el trabajo.

Colin entró. Era una pieza pequeña y cuadrada. Las paredes y el suelo eran de cristal. Sobre el piso había un gran bloque de tierra en forma de ataúd, pero de gran espesor, un metro por lo menos. AlIado, en el suelo, había una pesada manta de lana enrollada. No había mueble alguno. En un pequeño nicho practicado en la pared había un cofre de hierro azul. El hombre se dirigió al cofre y lo abrió. Sacó de él doce objetos brillantes y cilíndricos, con un minúsculo agujero en el centro.

– La tierra es estéril, ya sabe usted lo que pasa -dijo el hombre-. Hacen falta materias de primera calidad para la defensa del país. Pero, para que los cañones de fusil crezcan de una manera regular y sin distorsiones, se ha comprobado hace largo tiempo que hace falta calor humano. Por otra parte, esto vale para todas las armas.

– Sí -afirmó Colin.

– Hace usted doce agujeros pequeños en la tierra -dijo el hombre- repartidos en el medio del corazón y del hígado, y se tiende usted sobre la tierra después de haberse desnudado.

Luego se cubre con el tejido de lana estéril que hay ahí, y se las arregla para desprender un calor perfectamente regular.

Rió con una risa cascada y se dio unas palmaditas en el muslo derecho.

– Yo hacía catorce de éstos los primeros veinte días de cada mes. ¡Ah!… ¡yo era fuerte!…

– ¿Y entonces? -preguntó Colin.

– Entonces permanece usted así durante veinticuatro horas y al cabo de estas veinticuatro horas los cañones de fusil habrán crecido. Vienen a retirarlos. Se riega la tierra con aceite y vuelve usted a empezar.

– ¿Crecen hacia abajo? -preguntó Colin.

– Sí, están iluminados por debajo -dijo el hombre-. Poseen un fototropismo positivo, pero crecen hacia abajo porque son más pesados que la tierra, así que se iluminan sobre todo por debajo para que no se produzcan distorsiones.

– ¿Y las estrías? -dijo Colin.

– Los granos de esta especie crecen con todas las estrías. -dijo el hombre-. Se trata de simientes seleccionadas.

– ¿Y para qué sirven las chimeneas? -preguntó Colin.

– Son para ventilar y esterilizar las mantas y los edificios. No vale la pena tomar precauciones especiales porque se hace muy enérgicamente.

– ¿Y no se puede hacer esto con calor artificial? -dijo Colin.

– Muy mal-dijo el hombre-. Les hace falta el calor humano para crecer bien.

– ¿Emplean ustedes mujeres? -preguntó Colin.

– No pueden hacer este trabajo -repuso el hombre-. Las mujeres no tienen el pecho lo suficientemente plano para que se reparta bien el calor. Bien, le dejo trabajar.

– ¿Podré ganarme diez doblezones por día? -dijo Colin.

– Ciertamente -dijo el hombre-, y una prima si supera usted la cifra de doce cañones…

Salió de la pieza y cerró la puerta.

Colin tenía los doce granos en la mano. Los dejó a su lado y empezó a desnudarse.

Tenía los ojos cerrados y sus labios temblaban de vez en cuando.

52

– Yo no sé lo que pasa -dijo el hombre-. La cosa marchaba bien al principio, pero con los últimos cañones sólo podremos hacer armas especiales.

– Pero ¿me pagarán de todas maneras? -pregunto Colin, inquieto.

Debía cobrar setenta doblezones más una prima de diez doblezones.

Él había hecho todo lo que había podidq, pero el control de los cañones revelaba ciertas anomalías.

– Véalo usted mismo -dijo el hombre.

Sostenía uno de los cañones delante de sí y le mostraba a Colin su extremo abocinado.

– No lo entiendo -dijo Colin-. Los primeros salían perfectamente cilíndricos.

– Desde luego, se pueden utilizar para hacer trabucas -dijo el hombre-, pero es el modelo de hace cinco guerras y tenemos ya grandes existencias. Es enojoso.

– Yo hago todo lo que puedo -dijo Colin.

– Claro -dijo el hombre-. Le voy a dar sus ochenta doblezones.

Cogió del cajón de su mesa de despacho un sobre cerrado.

– He hecho que lo trajeran aquí para ahorrarle a usted tener que ir al servicio de pagos -dijo-. A veces tardan meses en pagar y usted daba la impresión de tener prisa.

– Se lo agradezco -dijo Colin.

– Todavía no he examinado su producción de ayer -dijo el hombre-. Llegará enseguida. ¿No quiere usted esperar un instante?

Su voz temblona y débil era un sufrimiento para los oídos de Colin.

– Sí. Esperaré -dijo.

– Mire usted -dijo el hombre-, nosotros tenemos que tener mucho cuidado con estos detalles, porque, ocurra lo que ocurra, tiene que ser igual a otro, aun cuando no haya cartuchos…