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Los mozos echaron a correr. Daban patadas y las asas de la caja negra sonaban contra las paredes. Llegaron a la isla antes de que Colin y sus amigos entraran penosamente en el pequeño sendero bajo flanqueado por setos de plantas oscuras. El sendero describía sinuosidades extrañas de formas desoladas, y el suelo era poroso y muy suelto. Se ensanchó un poco. Las hojas de las plantas pasaban a un color gris ligero y sus nervaduras resaltaban en oro sobre su carne aterciopelada. Los árboles, altos y flexibles, caían, formando un arco, de un borde al otro del camino. A través de la bóveda así formada, la luz producía un halo blanco, sin brillo. El sendero se dividió en varias trochas y los mozos entraron sin vacilar por la de la derecha. Colin, Isis y Nicolás debían apresurarse para alcanzarles. No se oían animales en los árboles. Únicamente, de cuando en cuando algunas hojas grises se desprendían para caer pesadamente en el suelo. Siguieron las ramificaciones del camino. Los mozos lanzaban patadas a los árboles y sus pesados zapatones marcaban sobre la esponjosa corteza profundas señales azuladas. El cementerio estaba justamente en el centro de la isla; trepando sobre las piedras, por encima de las copas de los árboles raquíticos, podía entreverse, lejos, hacia la otra orilla, un cielo veteado de negro y marcado por el pesado vuelo de los aguilones sobre los campos de álsine y de eneldo.

Los mozos de cuerda se detuvieron junto a una gran fosa; se pusieron a balancear el ataúd de Chloé cantando A la salade y apretaron el disparador de un mecanismo. Se abrió la tapa y algo cayó en la fosa con un gran crujido; el segundo mozo cayó al suelo medio estrangulado, porque la correa no se había desprendido lo suficientemente deprisa de su cuello. Colin y Nicolás llegaron corriendo. Isis venía, tropezando, detrás. Entonces el Monapillo y el Vertiguero, ataviados con viejos delantales llenos de manchas de aceite, surgieron de súbito de detrás de un túmulo y se pusieron a aullar como lobos, arrojando tierra y piedras en la fosa.

Colin estaba postrado de rodillas. Tenía el rostro entre las manos. Las piedras hacían un ruido seco al caer, y el Vertiguero, el Monapillo y los dos mozos se cogieron de las manos y dieron una vuelta alrededor de la fosa; luego, de repente, se marcharon hacia el sendero y desaparecieron bailando la farandola. El Vertiguero soplaba en una enorme trompa, cuyos sonidos roncos vibraban en el aire muerto.

La tierra se iba desprendiendo poco a poco y, al cabo de dos o tres minutos, el cuerpo de Chloé había desaparecido completamente.

67

El ratón gris de los bigotes negros hizo un último esfuerzo y consiguió pasar. Detrás de él, el techo se juntó con el suelo y surgieron largos gusanos que se retorcían lentamente por los intersticios de la sutura. El ratoncillo saltó a toda prisa a través del pasillo oscuro de la entrada cuyas paredes se aproximaban temblando una a otra, y logró salir por debajo de la puerta. Llegó a la escalera y la bajó; ya en la acera, se detuvo. Titubeó un instante, se orientó y se puso en camino en dirección al cementerio.

68

– En realidad -dijo el gato-, el asunto no me interesa demasiado.

– Te equivocas -dijo el ratón-. Todavía soy joven y, hasta el último momento, he estado bien alimentado.

– Pero yo también estoy bien alimentado -dijo el gato-, y no tengo ningunas ganas de suicidarme; esa es la razón por la que todo esto me parece anormal.

– Es que tú no le has visto -dijo el ratón.

– ¿Qué hace? -preguntó el gato.

– No tenía demasiadas ganas de saberlo. Hacía calor y todos sus pelos estaban bien esponjosos.

– Se queda en la orilla del agua -dijo el ratón-, espera y, cuando es la hora, echa a andar por la plancha y se para en el medio. Ve algo.

No puede ver gran cosa -dijo el gato-. Un nenúfar, tal vez.

– Sí -dijo el ratón-, espera a que suba para matarlo.

– Eso es una idiotez -dijo el gato-. No tiene ningún interés.

– Cuando ha pasado la hora -continuó el ratón- vuelve a la orilla y mira la foto.

– ¿No come nunca? -preguntó el gato.

– No -respondió el ratón-. Se está quedando muy débil y yo no puedo soportarlo. Un día cualquiera va a dar un traspiés en esa plancha grande…

– ¿Y a ti qué te importa? -preguntó el gato-o ¿Qué pasa?, ¿es desgraciado?

– No es desgraciado -dijo el ratón-, sino que tiene una pena muy grande. Y eso es lo que no puedo soportar. Además, se va a caer al agua, se asoma demasiado.

– Bueno -dijo el gato-, siendo así, estoy dispuesto a hacerte ese favor, aunque no sé por qué digo «siendo así» cuando no comprendo nada en absoluto.

– Eres muy bueno -dijo el ratón.

– Mete la cabeza en mi boca -dijo el gato- y espera.

– ¿Habré de esperar mucho? -preguntó el ratón.

– El tiempo que tarde alguien en pisarme la cola -dijo el gato-; me hace falta un reflejo rápido. Pero yo la dejaré extendida, no tengas miedo.

El ratón separó las mandíbulas del gato y metió del todo la cabeza entre los agudos dientes. La retiró casi inmediatamente.

– Dime, ¿has comido tiburón esta mañana? -dijo el ratón.

– Escucha -dijo el gato-, si no te gusta esto, te puedes largar. A mí este asunto me carga. Te las tendrás que arreglar tú solo.

Parecía enojado.

– No te enfades -dijo el ratón.

Cerró sus ojillos negros y volvió a colocar la cabeza. El gato dejó caer con precaución sus caninos acerados sobre el cuello suave y gris. Los bigotes negros del ratón se confundían con los suyos. Desenroscó su espeso rabo y lo dejó arrastrar por la acera.

Llegaban, cantando, once niñas ciegas del orfelinato de Julio el Apostólico.

Memphis, 8 de marzo de 1946

Davenport, 10 de marzo de 1946