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– Nicolás se ha debido de marchar… seguro que conoce chicas extraordinarias… Dicen que las muchachas de Auteuil se emplean en casa de los filósofos como chicas para casi todo…

Cerró la puerta de su habitación.

– El forro de la manga izquierda está un poco desgarrado y yo no tengo cinta aislante… Bueno, le pondré un clavo. La puerta golpeó tras él con el ruido de una mano desnuda sobre una nalga desnuda… Esta idea le produjo un estremecimiento.

– Voy a pensar en otra cosa… Imaginemos que me parto los morros en la escalera…

La alfombra de la escalera, de color malva muy claro, sólo estaba desgastada cada tres escalones porque Colin los bajaba de cuatro en cuatro. Tropezó con una de las varillas niqueladas y se enredó en la barandilla.

– Así aprenderé a no decir idioteces. Me está bien empleado. ¡Yo, tú, soy, es idiota!…

Le dolía la espalda. Al llegar abajo cayó en por qué y se quitó la varilla entera del cuello del abrigo.

La puerta de la calle se cerró tras él con el ruido de un beso en un hombro desnudo…

– ¿ Qué habrá que ver en esta calle?

En primer plano, dos obreros estaban jugando a la rayuela. La barriga del más gordo saltaba a contratiempo de su propietario. Como tejo utilizaban un crucifijo pintado de rojo al que le faltaba la cruz. Colin los dejó atrás.

Tanto a derecha como a izquierda se levantaban hermosas construcciones de adobe con ventanas de guillotina. Una mujer estaba asomada a una ventana. Colin le lanzó un beso.

Ella le sacudió sobre la cabeza la alfombrilla de la cama de muletón negro y plateado que tanto detestaba su marido.

Las tiendas alegraban el aspecto cruel de los grandes inmuebles. Un puesto al aire libre de artículos para faquir llamó la atención de Colin. Reparó en la subida de los precios de los cristales para ensalada y de los clavos para tapizar en relación con la semana anterior.

Se cruzó con un perro y con otras dos personas. El frío hacía que la gente se quedara en casa. Los que lograban liberarse de sus garras dejaban en ellas jirones de sus vestidos y se morían de anginas.

En el cruce, el agente tenía la cabeza escondida dentro del capote. Parecía un enorme paraguas negro. Mozos de café daban vueltas alrededor de él para calentarse.

Dos enamorados se besaban debajo de un porche.

– No quiero verlos. No, no quiero verlos. Me fastidian.

Colin cruzó la calle. Dos enamorados se besaban debajo de un porche.

Colin cerró los ojos y echó a correr…

Los volvió a abrir muy deprisa, pues, bajo sus párpados, veía montones de chicas, yeso le hacía perder el rumbo. Delante de él había una. Iba en su misma dirección. Se podían ver sus lindas piernas metidas en botas blancas de piel de cordero, su abrigo de piel de mameluco deslustrada y su sombrero haciendo juego. Bajo el sombrero, cabellos rojos. El abrigo le hacía los hombros anchos y bailaba a su alrededor.

– Voy a adelantada. Quiero verle el tipo…

La adelantó y se echó a llorar. Tenía por lo menos cincuenta y nueve años. Colin se sentó en el bordillo de la acera y siguió llorando. Esto le consolaba mucho y las lágrimas, crepitando un poco, se congelaban y acababan rompiéndose en el granito liso de la acera.

Al cabo de cinco minutos, se dio cuenta de que se hallaba ante la casa de Isis Ponteauzanne. Dos chicas pasaron a su lado y entraron en el vestíbulo de la casa.

El corazón se le infló desmesuradamente. Se sintió aliviado, se levantó del suelo y entró detrás de ellas.

11

Desde el primer piso se oía ya el murmullo confuso de las conversaciones de la reunión en casa de los padres de Isis. La escalera daba tres vueltas sobre sí misma y amplificaba en su caja los sonidos, como hacen las aletas en el resonador cilíndrico de un vibráfono. Colin subía las escaleras con la nariz en los tacones de las dos chicas. Unos bonitos tacones reforzados de nailon color carne, zapatos altos de piel fina y tobillos delicados. Venían luego las costuras de las medias, muy ligeramente fruncidas, como largas orugas, y los huecos de las articulaciones de las rodillas. Colin se detuvo y dejó pasar dos escalones. Se puso en marcha de nuevo. Ahora podía ver la parte alta de las medias de la chica de la izquierda, el doble espesor de la malla y la blancura sombreada del muslo.

La falda plisada de la otra hacía imposible la misma diversión, pero, bajo el abrigo de castor, sus caderas eran más redondas, y hacían surgir un pequeño manojo de pliegues alternativos. Por pudor, Colin pasó a mirar los pies y vio que éstos se detenían en el segundo piso.

Siguió a las dos chicas, a quienes acababa de abrir una doncella.

– ¡Hola, Colin! -dijo Isis-. ¿Cómo estás?

La atrajo hacia él y la besó cerca de los cabellos. Isis olía bien.

– ¡Pero hoy no es mi cumpleaños! -protestó Isis-, ¡es el de Dupont!

– ¿Donde está ese Dupont? ¡Quiero felicitarlo!

– Es horroroso -dijo Isis-. Esta mañana le han llevado al esquilador para que estuviera guapo. Lo han bañado y todo, y, a las dos horas, tres de sus amigos han llegado con un innoble y costroso paquete de huesos y se lo han llevado. ¡Seguro que vuelve en un estado espantoso!…

– Al fin y al cabo, es su cumpleaños -observó Colin.

Por la abertura de la doble puerta veía chicos y chicas. Una docena de ellos estaban bailando. La mayoría, de pie los unos al lado de los otros, estaban juntos, por parejas del mismo sexo, con las manos en la espalda, e intercambiaban impresiones poco convincentes con expresión poco convencida.

– Quítate el abrigo -dijo Isis-. Ven, te llevo al guardarropa de los hombres.

La siguió, cruzándose al pasar con otras dos chicas, que volvían del cuarto de Isis, metamorfoseado en guardarropa de las chicas, haciendo ruido con sus bolsos y polveras. Del techo colgaban ganchos de hierro que se le habían pedido prestados al carnicero; para que hiciera bonito, Isis había pedido prestadas también dos cabezas de cordero bien desolladas, que sonreían desde los dos últimos ganchos de la fila.

El guardarropa de los hombres, que se había improvisado en el despacho del padre de Isis, se había dispuesto haciendo desaparecer los muebles de la habitación. Se tiraba el abrigo por el suelo y listo. Eso fue lo que hizo Colin y se paró un momento delante de un espejo.