Salvo aquella vez.
Gazid le había encontrado un comprador.
Cuando se sentó junto a ella en el Reloj y el Gallito, había protestado. Aún no le tocaba el turno de aguantarlo, le escribió en la libreta, pues le había «adelantado» toda una guinea hacía una semana; pero Gazid la interrumpió, insistiendo en que se fuera con él. Mientras los amigos de Lin, la élite artística de los Campos Salacus, se reían y le animaban a obedecer, Gazid le entregó una tarjeta blanca impresa con un sencillo símbolo: un tablero de ajedrez de tres por tres. En ella había escrita una breve nota:
Señorita Lin: mi jefe quedó más que impresionado con las muestras de su obra que nos enseñó su agente. Se pregunta si estaría interesada en reunirse con él para discutir un posible encargo. Esperamos sus noticias.
La firma era ilegible.
Gazid era una miasma y un adicto a casi todas las sustancias, y hacía todo lo posible por asegurarse dinero para drogas; pero aquello no tenía el aspecto de un timo. No parecía haber doblez: había alguien rico en Nueva Crobuzon dispuesto a pagar por su obra, y a darle a él una comisión.
Lo había arrastrado fuera del bar, entre gemidos y quejas consternadas, exigiéndole que le dijera qué sucedía. Al principio, Gazid se mostró circunspecto y pareció estar pensando en qué mentiras escupirle. No tardó en darse cuenta de que tenía que decirle la verdad.
—Hay un tipo al que compro de vez en cuando —comenzó, inseguro—. Bueno, pues tenía las muestras de tus estatuas por ahí… vamos, en la estantería, cuando llegó, y le encantaron, y quería quedarse con un par, y… bueno, y le dije, «vale». Y entonces, un poco después, me dijo que se las enseñó al tipo que le vende a él las cosas que a veces yo le compro, que se las enseñó a su jefe, y este se las pasó al jefazo, al que le va mucho el arte, y que el año pasado compró algo de Alexandrine, y le gustaron, y quiere que le hagas una escultura.
Lin tradujo aquel lenguaje evasivo.
«¿El jefe de tu camello quiere que trabaje para él?», escribió.
—No, cono, Lin, no es así… es decir, bueno… —Gazid hizo una pausa—. Bueno, sí —acabó patético—. Solo que… que quiere reunirse contigo. Si te interesa, tienes que verlo.
Lin sopesó la oferta.
Sin duda, se trataba de una idea emocionante. A juzgar por la tarjeta no se trataba de un estafador de poca monta, sino de un pez gordo. Lin no era idiota, y sabía que aquello podía ser peligroso. No podía evitar sentirse entusiasmada, pues sería todo un acontecimiento en su carrera artística. Podría dejar caer comentarios al respecto. Podría tener un mecenas criminal. Era lo bastante inteligente como para comprender que su emoción era infantil, pero no tan madura como para que le preocupara.
Y, mientras decidía que le daba igual Gazid mencionó las cifras de las que había hablado el misterioso comprador. Sus antenas se doblaron en señal de asombro.
«Tengo que hablar con Alexandrine», escribió mientras entraba de nuevo.
Alex no sabía nada. No dejaba de presumir de que le había vendido unos lienzos a un jefe del crimen por un buen precio, pero solo se había reunido con un intermediario menor, que le había ofrecido enormes cantidades por dos pinturas que entonces aún no había terminado. Aceptó, las entregó y no volvió a saber nada.
Aquello era todo. Ni siquiera conocía el nombre de su comprador.
Lin decidió que ella tendría más suerte.
Había enviado un mensaje por medio de Gazid hacia donde quisiera que terminara aquel conducto, en el que decía que sí, que estaba interesada y que aceptaba la reunión, pero que necesitaba un nombre que escribir en su diario.
El mundo subterráneo de Nueva Crobuzon digirió su mensaje, le hizo esperar una semana y escupió entonces una respuesta en forma de otra nota impresa, deslizada bajo su puerta mientras dormía, donde le daba una dirección en el Barrio Óseo, una fecha y un nombre: «Motley».
Frenéticos chasquidos y ruidos se deslizaron hasta el pasillo. El escolta cacto de Lin abrió una puerta oscura rodeada de otras muchas, y se hizo a un lado.
Los ojos de Lin se acostumbraron a la luz. Se encontraba en una sala de mecanografía. Era una estancia grande de techo alto, pintada de negro como todo aquel lugar cavernícola, bien iluminada con lámparas de gas y cubierta por quizá cuarenta escritorios; sobre cada uno había una aparatosa máquina de escribir, y frente a cada una un oficinista copiando resmas de notas. Casi todos eran mujeres humanas, aunque captó el olor de hombres y cactos, incluso de un par de khepri y una vodyanoi que trabajaba con una máquina de teclas adaptadas a sus enormes manos.
Alrededor de la sala había estacionados varios rehechos, casi todos de nuevo humanos, aunque también había presentes rarezas xenianas. Algunos eran rehechos orgánicos, con garras, cornamenta y retales de músculo injertado, pero en su mayoría se trataba de mecánicos; el calor de sus calderas hacía que la sala se empequeñeciera.
Al final de la estancia había un despacho cerrado.
—La señorita Lin, al fin —tronó un altavoz sobre la puerta en cuanto entraron. Ninguno de los trabajadores levantó la cabeza—. Por favor, venga al despacho al otro lado de la sala.
Lin se abrió paso entre los escritorios. Se fijó en los papeles que estaban siendo copiados, algo de por sí difícil, empeorado por la extraña luz de aquel cuarto de paredes negras. Todos eran mecanógrafos expertos, leyendo las notas y transfiriéndolas sin mirar ni el teclado ni el resultado de su trabajo.
«Respecto a nuestra conversación en el 30 de este mes, rezaba una nota, le ruego considere su franquicia bajo nuestra jurisdicción, a falta de arreglar los términos del acuerdo». Lin prosiguió.
«Mañana vas a morir, cabrona, gusana de mierda. Vas a envidiar a los rehechos, puta cobarde. Vas a gritar hasta que te sangre la garganta», se leía en otra.
Oh, pensó Lin. Oh… ¡socorro!
La puerta del despacho se abrió.
— ¡Entre, señorita Lin, entre! —tronaba la voz desde la trompeta.
Lin no titubeó.
Los armarios y estanterías cubrían la mayor parte de la pequeña oficina. Había un pequeño y tradicional cuadro al óleo de la Bahía de Hierro en una pared. Detrás del voluminoso escritorio de madera se desplegaba una pantalla ilustrada con siluetas de peces, una versión en grande de los biombos tras los que se cambiaban los modelos de los artistas. En el centro de la pantalla uno de los peces estaba silueteado en espejo, lo que permitía a Lin mirarse en él.
Se quedó de pie, insegura, frente a la mampara.
—Siéntese, siéntese —dijo una voz queda detrás de la pantalla. Lin retiró una silla frente al escritorio—. Puedo verla, señorita Lin. La carpa espejada es una ventana a mi lado. Considero educado que la gente lo sepa.
Parecía esperar una respuesta, de modo que Lin asintió.
—Sabe que llega tarde, ¿no?
¡Maldición! ¡Mira que llegar tarde precisamente a aquella cita!, pensó frenética. Comenzó a escribir una disculpa en su libreta, pero la voz la interrumpió.
—Conozco las señales, señorita Lin.
Lin dejó su libreta y se disculpó profusamente con las manos.
—No se preocupe —replicó su anfitrión con falsedad—. A veces pasa. El Barrio Óseo es implacable con los turistas. La próxima vez sabrá que tiene que salir antes, ¿no es así?
Lin asintió, diciendo que sin duda así lo haría.
—Me gusta mucho su trabajo, señorita Lin. Tengo todos los heliotipos que llegaron hasta Lucky Gazid. Ese hombre es un triste imbécil, un patético deshecho. La adicción es lamentable en casi todas sus formas, pero, por extraño que parezca, tiene cierto olfato para el arte. También trabajaba con esa mujer, Alexandrine Nevgets, ¿no? Pedestre, al contrario que su propia obra, pero agradable. Siempre estoy preparado para soportar a Lucky Gazid. Será una pena cuando muera. Sin duda se tratará de un asunto sórdido, como un cuchillo herrumbroso destripándolo lentamente por unas meras monedas; o una enfermedad venérea relacionada con las viles emisiones y el sudor de una puta adolescente; o quizá le rompan los huesos para procesarlos: después de todo, la milicia paga bien, y los drogadictos no tienen mucho donde elegir a la hora de conseguir dinero.