—Las persianas del despacho están bajadas, ¿no? —preguntó el señor Motley—. Porque creo que debería ver con lo que va a trabajar. Su mente es mía, Lin. Ahora trabaja para mí.
El señor Motley se incorporó y empujó la pantalla hasta derribarla.
Lin dio un respingo, con las antenas vibrando por el asombro y el horror. Lo contempló.
Pedazos de piel, pelaje y plumas se agitaron al moverse el ser; miembros diminutos se encogían mientras los ojos giraban desde nichos oscuros; las cornamentas y protuberancias óseas asomaban precarias; los receptores sensoriales vibraban y las bocas rezumaban; retales de pieles multicolores colisionaban; un casco equino se arrastraba suavemente sobre el suelo de madera; mareas de carne rompían las unas contra las otras en violentas oleadas; músculos animados por tendones y huesos alienígenos colaboraban en una tregua inestable, con movimientos lentos y tensos; las escamas resplandecían y las aletas se estremecían; las alas batían rotas, y unas garras de insecto se abrían y cerraban.
Lin retrocedió, trastabillando, tratando aterrada de alejarse de aquel lento avance. Su cabeza quitinosa se agitaba neurótica. Estaba bloqueada.
El señor Motley se acercó a ella como un cazador.
—Y bien —dijo desde una de sus sonrientes bocas humanas—. ¿Cuál cree que es mi lado bueno?
5
Isaac aguardó, mirando a su invitado. El garuda guardaba silencio. Isaac podía verlo concentrándose. Se preparaba para hablar.
La voz del extraño era áspera y monótona.
— Tú eres el científico. Eres… Grimnebulin.
Tenía dificultades para pronunciar su nombre. Como un loro adiestrado para hablar, la forma de las consonantes y vocales procedía de la garganta, sin ayuda de labios versátiles. Isaac solo había conversado con dos garudas en su vida. Uno era un viajero que llevaba mucho tiempo practicando la formación de los sonidos humanos; el otro era un estudiante, uno de la diminuta comunidad garuda nacida y criada de Nueva Crobuzon, que crecía farfullando la germanía de la ciudad. Ninguno había sonado humano, pero tampoco tan animal como aquel enorme hombre pájaro pugnando con una lengua extraña. Isaac tardó un momento en comprender lo que acababa de decir.
— Lo soy. —Extendió una mano y habló con lentitud—. ¿Cómo te llamas?
El garuda observó imperioso la mano, antes de sacudirla con un apretón extrañamente frágil.
—Yagharek… — Se produjo una tensión aguda en la primera sílaba. La gran criatura hizo una pausa y se movió incómodo antes de seguir. Repitió el nombre, pero esta vez añadiendo un complejo sufijo.
Isaac asintió con la cabeza.
— ¿Es ese todo tu nombre? —Nombre… y título.
Isaac enarcó una ceja.
— ¿Estoy, pues, en presencia de la nobleza? El garuda lo contempló con mirada inerte. Al final respondió lentamente, sin apartar los ojos.
— Soy Persona Demasiado Demasiado Abstracta Yagharek No Digno de Respeto.
Isaac parpadeó. Se frotó la cara.
—Um… bien. Tendrás que perdonarme, Yagharek. No estoy familiarizado con… eh… los honores garuda.
Yagharek asintió lentamente con su gran cabeza.
—Comprenderás.
Isaac le pidió que subiera con él, lo que hizo, lenta y cuidadosamente, dejando marcas en los escalones de madera allá donde los apresaba con sus garras. Pero Isaac no pudo persuadirlo para que se sentara, o para que comiera o bebiera.
El garuda permaneció en pie junto al escritorio, mientas su anfitrión lo contemplaba.
—Bien. ¿Por qué estás aquí?
De nuevo, Yagharek se concentró un momento antes de hablar.
—Llegué a Nueva Crobuzon hace unos días. Porque aquí están los científicos.
— ¿De dónde eres? —Cymek.
Isaac silbó. Había acertado. Se trataba de un larguísimo viaje. Al menos de mil quinientos kilómetros, a través de una tierra penosa y ardiente, de la llanura seca, del mar, de ciénagas y estepas. Yagharek tenía que haber sido empujado por una pasión realmente fuerte.
— ¿Qué sabes sobre los científicos de Nueva Crobuzon? —preguntó Isaac.
— Hemos leído sobre la universidad. Sobre la ciencia y la industria que se mueve y se mueve como en ningún otro sitio. Sobre la Ciénaga Brock.
— ¿Pero dónde oís todas estas cosas?
— En nuestra biblioteca.
Isaac estaba asombrado. Abrió la boca antes de recuperarse.
— Perdóname — dijo —. Creía que erais nómadas.
— Sí. Nuestra biblioteca viaja.
Y Yagharek le contó a Isaac, para mayor asombro de este, sobre la gran biblioteca del Cymek, sobre el clan de bibliotecarios que preparaba los miles de volúmenes en sus baúles y los transportaba cuando volaban, siguiendo la comida y el agua en el cruel y perpetuo verano del desierto; sobre la enorme aldea de tiendas que surgía allá donde aterrizaban, y sobre las bandadas de garudas que se congregaban en aquel vasto centro de saber siempre que podían.
La biblioteca tenía cientos de años de antigüedad, con manuscritos en incontables lenguas, tanto vivas como muertas: el ragamoL, del que el idioma de Nueva Crobuzon era un dialecto; el hotchi; el vodyanoi félido y el del sur; el alto khepri; y muchos otros. Incluso contenía un códice, aseguró Yagharek con evidente orgullo, escrito en el secreto dialecto de los recuerdos manuales. Isaac no dijo palabra, avergonzado por su ignorancia. Su imagen de los garuda se desmoronaba minuto a minuto. Eran algo más que salvajes dignificados. Ya es hora de que consulte mi propia biblioteca y aprenda algo sobre ellos. Cerdo ignorante, hijo de puta, se reprochó.
— Nuestra lengua carece de forma escrita, pero hemos aprendido a leer y escribir muchas otras lenguas a lo largo del tiempo —decía Yagharek —. Comerciamos con libros con viajeros y mercaderes, muchos de los cuales pasan por Nueva Crobuzon. Algunos son nativos de esta ciudad. Es un lugar que conocemos bien. He leído la historia, los relatos.
— Entonces ganas, compañero, porque yo no sé una mierda de tu hogar —respondió abatido Isaac. Se produjo un silencio. Volvió a mirar a Yagharek.
— Aún no me has dicho por qué estás aquí.
El garuda apartó la vista y miró por la ventana. Abajo, las barcazas flotaban sin rumbo.
Era difícil discernir emociones en la voz rasposa del garuda, pero Isaac creyó percibir disgusto.
— Me he arrastrado como una sabandija de agujero en agujero durante dos semanas. He buscado diarios y rumores, información, y me ha conducido hasta la Ciénaga Brock, y de ahí a ti. La pregunta que me ha traído aquí es: «¿Quién puede cambiar las capacidades del material?». «Grimnebulin, Grimnebulin», dice todo el mundo. Me dicen: «Si tienes oro es tuyo, o si no tienes oro pero le interesas, o si le aburres pero te compadece, o si se encapricha». Dicen que eres un hombre que conoce los secretos de la materia, Grimnebulin. —Yagharek lo miraba directamente—. Tengo algo de oro. Te interesaré. Compadécete de mí, suplico tu ayuda.
— Dime qué necesitas.
El garuda volvió a apartar la mirada.
—Quizá hayas volado en un globo, Grimnebulin. Quizá hayas mirado los tejados, la tierra. Yo crecí cazando desde los cielos. Los garuda somos un pueblo cazador. Llevamos nuestros arcos y lanzas y largos látigos, y surcamos el aire de los pájaros, el terreno de caza. Eso es lo que nos hace garudas. Mis pies no están hechos para caminar por vuestros suelos, sino para cerrarse sobre cuerpos pequeños y destrozarlos. Para aferrarse a árboles secos, y a salientes rocosos entre la tierra y el sol.
Hablaba como un poeta. Su vocalización era horrenda, pero su lengua era la de las épicas y relatos que había leído, la oratoria curiosa y elevada de alguien que había aprendido una lengua a partir de libros antiguos.