Puede que ya lo haya hecho, pensó Isaac, abriendo aún más los ojos.
— ¿Cómo puedo contactar contigo? —dijo, aún mirando el oro —. ¿Dónde vives?
Yagharek sacudió la cabeza sin decir palabra.
—Bueno, tendré que poder ponerme en contacto contigo…
—Yo vendré a ti —replicó el garuda—. Cada día, cada dos días, cada semana… Me aseguraré de que no olvides mi caso.
—Por eso no te preocupes, te lo aseguro. ¿Me estás diciendo en serio que no podré enviarte mensajes?
—No sé dónde estaré, Grimnebulin. Aborrezco esta ciudad. Me acosa. Debo mantenerme en marcha.
Isaac se rindió con un encogimiento de hombros y Yagharek se incorporó para marcharse.
— ¿Comprendes lo que quiero decir, Grimnebulin? No quiero tener que tomar una poción. No quiero tener que portar un arnés. No quiero tener que meterme en un artefacto. No quiero un viaje glorioso a las nubes seguido por una eternidad encadenado al suelo. Quiero que me dejes saltar de la tierra con la facilidad con la que tú pasas de un cuarto a otro. ¿Puedes conseguirlo, Grimnebulin?
—No lo sé —respondió con cuidado Isaac—, pero creo que sí. Por lo que sé, soy tu mejor apuesta. No soy químico, ni biólogo, ni taumaturgo… Soy un diletante, Yagharek, un indagador. Pienso en mí… —hizo una pausa y rió brevemente. Hablaba con espeso entusiasmo—. Pienso en mí como en la estación principal de todas las escuelas de pensamiento. Como la estación de la calle Perdido. ¿La conoces? —Yagharek asintió—. Inevitable, ¿no es así? Enorme, la hija puta. —Se palmeó la barriga para mantener la analogía—. Todas las líneas férreas se encuentran allí: la Sur, la Dexter, la Verso, la Principal y la Hundida: todas tienen que pasar por ella. Así soy yo. Ese es mi trabajo. Esa es la clase de científico que soy. Estoy siendo franco contigo. Como ves, creo ser aquel al que necesitas.
Yagharek asintió. Su rostro predador era anguloso, duro. Las emociones eran invisibles. Había que descodificar sus palabras. No era su expresión, ni sus ojos, ni su porte (antaño orgulloso e imperioso), ni su voz lo que permitían a Isaac percibir su desespero. Eran sus palabras.
— Sé un diletante, un estafador, un canalla… mientras me devuelvas los cielos, Grimnebulin.
Yagharek se detuvo para recoger su feo disfraz de madera. Se lo abrochó con evidente vergüenza, vencido por la indignidad del acto. Isaac lo contempló mientras se vestía con la enorme capa y empezaba a bajar las escaleras.
Isaac se apoyó pensativo sobre la barandilla y observó el espacio polvoriento. El garuda pasó junto al inmóvil constructo, junto a las pilas de papeles, sillas y pizarras. Los rayos de luz que se infiltraran por los agujeros horadados por el tiempo habían desaparecido. El sol estaba bajo, oculto tras los edificios frente al almacén, bloqueado por las hileras de ladrillos, deslizándose sobre la vieja ciudad, iluminando las laderas ocultas de las montañas del Zapato Danzante, la Cima Vertebral y los despeñaderos del Paso del Penitente, convirtiendo el paisaje quebrado en siluetas que acechaban kilómetros al oeste de Nueva Crobuzon.
Cuando Yagharek abrió la puerta, salió a una calle en sombras.
Isaac trabajó toda la noche.
En cuanto Yagharek se marchó, abrió la ventana y colgó una larga cuerda roja de unos clavos en el ladrillo. Desplazó la pesada máquina calculadora del centro de la mesa al suelo. Resmas de tarjetas de programación se derramaron desde el estante de almacenamiento, lo que provocó una maldición. Las juntó con el pie y las devolvió a su sitio. Entonces llevó la máquina de escribir a la mesa y comenzó a redactar una lista. En ocasiones se incorporaba de un salto y se acercaba a las estanterías improvisadas, o revolvía las pilas de libros en el suelo, hasta que daba con el volumen que buscaba. Entonces se lo llevaba a la mesa y hojeaba las últimas páginas en busca de la bibliografía. Copiaba detalles laboriosamente, atacando las teclas de la máquina de escribir con dos dedos.
Mientras escribía, los parámetros de su plan comenzaban a ampliarse. Cada vez buscaba más libros y sus ojos se abrían cuando comprendía el potencial de su investigación.
Al fin se detuvo y se recostó en la silla, pensativo. Tomó unas hojas sueltas y pergeño diagramas, mapas mentales, planes sobre cómo proceder.
Una y otra vez regresaba al mismo modelo: un triángulo con una cruz firmemente plantada en su centro. No podía evitar sonreír.
— Me gusta —murmuró.
Alguien dio unos golpes en la ventana. Se incorporó y se acercó.
Desde el exterior lo saludó un rostro estúpido y escarlata. Dos cuernos puntiagudos surgían del mentón prominente, y los nudos y líneas óseas imitaban de forma poco convincente el cabello. Ojos acuosos observaban desde detrás de un feo rostro sonriente.
Isaac abrió la ventana, dando paso a la luz mortecina del ocaso. En las aguas del Cancro, las bocinas discutieron cuando dos barcazas industriales trataron de sobrepasarse. La criatura colgada del alféizar saltó al marco abierto de la ventana, apresando los bordes con manos retorcidas.
— ¡Cay, capitán! —cacareó. Su acento era fuerte y extraño—. He visto el clavo ese con la bufanda roja, y me digo, «¡A ver al jefe!». —Parpadeaba y ladraba su risa estúpida—. ¡Qué quiere, capitán! ¡Su servicio!
—Buenas noches, Teparadós. Has recibido mi mensaje.
La criatura batió sus rojas alas de murciélago.
Teparadós era un draco, seres de amplio pecho, como el de un gorrión, con gruesos brazos similares a los de un enano humano bajo aquellas alas tan feas como útiles. Los dracos surcaban los cielos de Nueva Crobuzon. Sus manos eran los pies, cuyos miembros sobresalían de la panza de sus cuerpos achatados, como las patas de un cuervo. Podían dar unos cuantos pasos torpes aquí y allí equilibrándose sobre las palmas, pero preferían volar sobre la ciudad, chillando y haciendo picados sobre los transeúntes.
Los dracos eran más inteligentes que los perros o los simios, pero claramente menos que los humanos. Prosperaban con una dieta intelectual de escatología, bufonadas e imitación, eligiendo nombres absurdos para los demás a partir de canciones populares, catálogos de muebles o libros de texto que apenas podían leer. Isaac sabía que la hermana de Teparadós se llamaba Chapa, y uno de sus hijos Sarna.
Los dracos vivían en cientos de miles de nichos, en áticos, en anejos, detrás de los carteles. La mayoría vivía en los márgenes de la sociedad. Los enormes depósitos de basura en las afueras del Cantizal y el Parque Abrogate, el vertedero junto al río en el Meandro Griss, todos ellos estaban infestados de dracos peleando y riendo, bebiendo de los canales estancados, fornicando en el aire y en tierra. Algunos, como Teparadós, complementaban esta vida con un empleo informal. Cuando las bufandas ondeaban en los tejados o se realizaban marcas de tiza junto a las ventanas de los áticos, lo más probable era que alguien estuviera llamando a un draco para algún trabajo.
Isaac buscó en su bolsillo y extrajo un shekel.
— ¿Te gustaría ganarte esto, Teparadós?
— ¡Claro, capitán! —gritó el ser—. ¡Cuidado abajo! —añadió gritando. El guano salpicó por la calle mientras el draco rompía a carcajadas.
Isaac le entregó la lista que había elaborado, enrollada como un pergamino.
—Llévalo a la biblioteca de la universidad. ¿La conoces? ¿Al otro lado del río? Muy bien. Está abierta hasta tarde, así que deberías encontrarla abierta. Dale esto al bibliotecario. He firmado, así que no debes de tener ningún problema. Te cargarán con algunos libros. ¿Crees que podrás traérmelos? Pesarán bastante.
— ¡No pasa nada, capitán! —dijo Teparadós golpeándose el pecho como un tambor—. ¡Tipo fuerte!