—Estupendo. Consíguelo en un solo viaje y te daré algo más.
Teparadós cogió la lista y se giró para marcharse con un tosco grito infantil, cuando de repente Isaac lo asió por el borde de un ala. El draco se giró, sorprendido.
— ¿Problemas, jefe?
—No, no… —Isaac contemplaba pensativo la base del ala. Abrió y cerró con cuidado el fuerte apéndice con las manos. Bajo la piel de un rojo vivido, ósea, moteada y rígida como el cuero, pudo sentir los músculos especializados del vuelo recorriendo la carne de las alas. Se movían con magnífica economía. Trazó un círculo completo con el ala, sintiendo los músculos tensarse en un movimiento de cucharón que servía para sacar el aire de debajo del draco. Teparadós rió entre dientes.
— ¡Capitán cosquillas! ¡Diablo burlón! —gritó.
Isaac se acercó a coger unas hojas, obligándose a no arrastrar a Teparadós con él. Estaba visualizando de forma matemática el ala de la criatura como simples planos compuestos.
—Teparadós, ¿sabes qué te digo? Cuando vuelvas, te daré otro shekel si me dejas tirarte unos cuantos heliotipos y hacer un par de experimentos. Solo será una media hora. ¿Qué me dices?
— ¡Estupendo, capitán!
El draco saltó al alféizar, y de ahí a la penumbra. Isaac entrecerró los ojos, estudiando el movimiento giratorio de las alas, observando aquellos fuertes músculos reservados a los voladores, que enviaban más de cuarenta kilos de carne y hueso retorcidos por los aires.
Cuando Teparadós hubo desaparecido de la vista, Isaac se sentó y redactó otra lista, esta vez a mano, escribiendo a toda prisa.
«Investigación», escribió en la parte superior. Y debajo: «física; gravedad; fuerzas/planos/vectores; CAMPO UNIFICADO». Y un poco más abajo, escribió: «Vuelo i) natural ii) taumatúrgico iii) quimicofísico iv) combinado v) otros».
Por fin, subrayado y en mayúsculas, escribió «FISONOMÍAS DEL VUELO».
Se echó hacia atrás no para descansar, sino listo para saltar. Estaba tarareando abstraído, desesperadamente emocionado.
Trató sin éxito de coger uno de los libros que había rescatado de debajo de la cama, un enorme y antiguo volumen. Lo dejó tropezar sobre la mesa, disfrutando del ruido. La cubierta estaba grabada con un dorado muy poco realista.
Bestiario de los sabios ocultos: Las razas inteligentes de Bas-Lag.
Golpeó la cubierta del clásico de Shacrestialchit, traducido por el vodyanoi Lubbock y actualizado hacía cien años por Benkerb y Carnadine, comerciante humano, viajero y erudito de Nueva Crobuzon. Había sido reimpreso e imitado en incontables ocasiones, pero nadie lo había superado. Puso los dedos sobre la G del índice lateral y hojeó las páginas, hasta dar con el exquisito boceto en acuarela de los hombres pájaro del Cymek que prologaba el ensayo acerca de los garuda.
Cuando la luz desapareció de la estancia, encendió la lámpara de gas que descansaba sobre su escritorio. Fuera, en la noche fresca, al este, Teparadós batía sus alas mientras aferraba un saco de libros que colgaba bajo él. Podía ver el fulgor de la lámpara de Isaac, y justo más allá, fuera de la ventana, el marfil escupido de la lámpara de la calle. Una corriente constante de insectos nocturnos se arracimaba a su alrededor como elictrones. Algunos encontraban el camino por la grieta en el cristal y se inmolaban en la luz con una pequeña descarga. Sus restos carbonizados oscurecían el vidrio.
La lámpara era un faro, un fanal en aquella ciudad implacable, que dirigía el vuelo del draco sobre el río, lejos de la noche predadora.
En esta ciudad, los que se parecen a mino son como yo. Una vez cansado, asustado y desesperado por conseguir ayuda) cometí el error de dudarlo.
Buscando un lugar en el que esconderme, buscando comida y calor por la noche, así como respiro de las miradas que me reciben allá donde pongo el pie en las calles, vi a un jovenzuelo corriendo por el angosto pasadizo entre dos casas destartaladas. Mi corazón casi reventó. Le grité, a ese muchacho de mi propia especie, en la lengua del desierto… y me devolvió la mirada, extendió las alas y abrió el pico, rompiendo a reír cacofónico.
Me maldijo con su bestial cacareo. Su laringe luchaba por pronunciar sonidos humanos. Le grité, mas no comprendía Chilló a alguien a su espalda y un grupo de pillos humanos surgió de los agujeros de la ciudad, como espíritus resentidos con los vivos. Aquel pollo de ojos brillantes me hizo gestos, insultándome demasiado rápido como para comprenderlo. Y aquellos sus camaradas, los matones de rostro sucio, esas criaturas pequeñas, amorales y embrutecidas con caras marcadas y pantalones desgarrados, escupían sus gargajos con flema, y reuma, y polvo urbano, las chicas con camisetas teñidas y los chicos con chaquetas demasiado grandes, cogieron adoquines del suelo y me apedrearon en la oscuridad de un umbral destartalado.
Y el pequeño al que no llamaré garuda, pues no era más que un humano con extrañas alas y plumas, mi pequeño no-hermano perdido, me apedreaba junto a sus compañeros y reía, y rompía ventanas tras mi cabeza, y me insultaba.
Comprendí entonces, mientras las piedras astillaban mi almohada de pintura vieja, que estaba solo.
Y así sé que debo vivir sin respiro alguno de mi aislamiento. Que no volveré a hablar a otra criatura en mi lengua.
Me he acostumbrado a cazar solo tras la puesta del sol, cuando la ciudad se tranquiliza y se torna introspectiva. Camino como un intruso en su sueño solipsista. Llegué en tinieblas, y vivo en tinieblas. La salvaje brillantez del desierto es como una leyenda que oyera hace mucho tiempo. Mi existencia se hace nocturna. Mis creencias cambian.
Emerjo a las calles que culebrean como ríos oscuros a través de los cavernosos acantilados de ladrillo. La luna y sus pequeñas hijas resplandecientes brillan débiles. Un viento frío rezuma como la melaza en una ladera, atorando la noche urbana con residuos a la deriva. Comparto las calles con trozos de papel sin norte y pequeños remolinos polvorientos, con motas que pasan como ladrones erráticos bajo las puertas y aleros.
Recuerdo los vientos del desierto: el Khamsin, que azota la tierra como un fuego mudo; el Fóhn, que restalla desde las calientes faldas montañosas como una emboscada; el artero Simoom, que embauca a las dunas de cuero y alas puertas de las bibliotecas.
Los vientos de esta ciudad son más melancólicos. Exploran como almas perdidas, en busca de ventanas pulverulentas iluminadas por gas. Somos hermanos, los vientos urbanos y yo.
Vagamos juntos.
Hemos encontrado mendigos dormidos que se aferran entre ellos, tratando de robarse el calor como criaturas inferiores, forzados por la pobreza a descender de estrato evolutivo.
Hemos visto a los porteadores nocturnos pescar muertos de los ríos. A la milicia de oscuro uniforme empujando con ganchos y pértigas los cuerpos hinchados, los ojos arrancados de la cabeza, la sangre gelatinosa en sus cuencas.
Hemos visto a criaturas mutantes arrastrarse desde las alcantarillas a la luz de las estrellas, susurrándose tímidas, trazando mapas y mensajes en el cieno fecal.
Me he sentado con el viento a mi lado y he visto cosas crueles, execrables.
Me pican las cicatrices y los muñones. Estoy olvidando el peso, el barrido, el movimiento de las alas. De no ser un garuda rezaría. Pero no me arrodillaré ante espíritus arrogantes.
A veces me acerco hasta el almacén en el que Grimnebulin lee, escribe, y pinta garabatos, y me cuelgo en silencio del tejado, y allí permanezco con la espalda sobre la pizarra. La idea de tener toda la energía de su mente canalizada en el vuelo, en mi vuelo, en mi liberación, reduce el picor de mi espalda derrotada. El viento me acosa con más fuerza cuando estoy aquí; se siente traicionado. Sabe que, de lograr mi empeño, perderá a su compañero nocturno en la ciénaga de ladrillo y heces que es Nueva Crobuzon. Por eso me castiga cuando vengo, amenazando de repente con arrancarme de mi asidero y arrojarme al río hediondo, aferrando mis alas; el aire grueso y petulante me advierte que no me vaya, pero me agarro a la techumbre con mis zarpas y dejo que las vibraciones sanadoras pasen por la mente de Grimnebulin y se viertan a través de la maltrecha pizarra hasta mi pobre carne.