Se había producido un horripilante momento de reflexión, en el que ella se había encontrado a sí misma aplicando una ética tortuosa e insostenible a su elección (¿Quién es aquí un informador de la milicia?, quería gritar. ¿Quién es aquí un violador? ¿Quién un asesino de niños? ¿Quién un torturador?). Había acallado tales pensamientos. No podía permitírselos, se había dado cuenta. Podían volverla loca. Esto tenía que ser una obligación. No podía ser una elección.
Derkhan se había vuelto hacia la monja que la seguía emitiendo un constante flujo de tonterías que no resultaban difíciles de ignorar.
Derkhan recordaba sus propias palabras como si nunca hubiesen sido reales.
Este hombre se está muriendo, había dicho. El ruido de la monja se había acallado y luego había asentido. ¿Puede caminar?, había preguntado.
Con lentitud, había dicho la monja.
¿Está loco?, había preguntado Derkhan. No lo estaba.
Me lo llevo conmigo, había dicho. Lo necesito.
La monja había empezado a mostrar su enfado y su perplejidad, y las cuidadosamente sofocadas emociones de Derkhan se habían liberado por un momento, y su rostro se había inundado de lágrimas con asombrosa rapidez y se había sentido como si pudiese aullar de miseria, así que había cerrado los ojos y había siseado con un dolor animal, sin palabras, hasta que la monja volvió a guardar silencio. Derkhan había vuelto a mirarla y había contenido sus propias lágrimas.
Había sacado el arma del interior de su capa y había apuntado con ella al vientre de la monja. Esta había bajado la mirada y había chillado de sorpresa y miedo. Mientras la monja seguía con la incrédula mirada puesta en el arma, Derkhan había sacado con la mano izquierda la bolsa de dinero, lo poco que quedaba del dinero de Isaac y Yagharek. La había sostenido en alto hasta que la monja la había visto y había comprendido lo que se esperaba de ella y había extendido su mano. Entonces Derkhan había vertido los billetes y el polvo de oro y las gastadas monedas sobre ella.
Toma esto, había dicho con voz temblorosa y cuidadosa. Señaló vagamente por toda la sala, a las figuras gimientes de las camas. Compra láudano para ese y calciach para ella, había dicho Derkhan, cura a ese y pon a dormir en silencio a ese otro; haz que uno o dos o tres o cuatro de ellos vivan y haz más fácil la muerte para uno o dos o tres o cuatro de ellos, no lo sé, no lo sé. Tómalo, hazle las cosas un poco más fáciles a cuantos de ellos puedas, pero a este, a este debo llevármelo. Despiértalo y dile que tiene que venir conmigo. Dile que puedo ayudarlo.
La pistola de Derkhan tembló, pero la mantuvo vagamente apuntada a la otra mujer. Cerró los dedos de la monja alrededor del dinero y observó cómo se arrugaban y abrían sus ojos de asombro e incomprensión.
En lo más profundo de su interior, en aquella parte de sí que todavía era capaz de sentir, que no podía acallar del todo, Derkhan había sido consciente de una quejumbrosa defensa, de un argumento de justificación: ¿Ves?, sentía que estaba diciendo. ¡Nos llevamos a este, pero mira a cuántos salvamos!
Pero ninguna contabilidad moral podía disminuir el horror de lo que estaba haciendo. Solo podía ignorar este ansioso discurso. Miró profunda y fervientemente a los ojos de la monja. Cerró con más fuerza su mano alrededor de sus dedos.
Ayúdalos, había siseado. Esto puede ayudarlos. Puedes ayudarlos a todo excepto a este o no podrás ayudar a ninguno. Ayúdalos.
Y después de un largo, larguísimo momento de silencio, de mirar a Derkhan con ojos atribulados, de mirar el mugriento tesoro y la pistola y luego a los agonizantes enfermos que la rodeaban por todas partes, la monja había guardado el dinero en el delantal blanco con mano temblorosa. Y mientras se alejaba para despertar al paciente, Derkhan la había observado sintiendo un mezquino y terrible triunfo.
¿Ves?, había pensado, enferma de autocompasión. ¡No he sido solo yo! ¡Ella también ha decidido hacerlo!
Su nombre era Andrej Shelbornek. Tenía sesenta y cinco años. Sus órganos internos estaban siendo devorados por alguna clase de germen virulento. Era apacible y estaba muy cansado de preocuparse, y después de dos o tres preguntas iniciales había seguido a Derkhan sin quejarse.
Ella le habló someramente sobre el tratamiento que iban a utilizar con él, las técnicas experimentales que pretendían probar en su cuerpo destrozado. El no había dicho nada sobre ello, ni tampoco sobre su repugnante apariencia o cualquier otra cosa. ¡Debe de saber lo que está ocurriendo!, había pensado ella. Está cansado de vivir de esta manera, me está poniendo las cosas fáciles. Aquello no era más que una racionalización de la peor especie y no estaba dispuesta a perder el tiempo así.
Enseguida se hizo evidente que el anciano no podría caminar los kilómetros que los separaban de Griss Bajo. Derkhan había vacilado. Había sacado algunos billetes sueltos de su bolsillo. No tenía otra elección que coger un taxi. Había bajado la voz hasta convertirla en un gruñido irreconocible mientras daba la dirección con el rostro oculto tras la capa.
El carro de dos ruedas estaba tirado por un buey, reconstruido en un bípedo para acomodarse con facilidad a los serpenteantes callejones y los estrechos paseos de Nueva Crobuzon, para poder doblar esquinas agudas y retroceder sin pararse. Se sostenía sobre sus dos patas en un constante estado de sorpresa y avanzaba con paso incómodo y extraño. Derkhan se había reclinado en el asiento y había cerrado los ojos. Cuando volvió a abrirlos, Andrej estaba dormido.
No habló ni frunció el ceño ni pareció preocupado hasta que ella le había pedido que subiera por la empinada cuesta de tierra y fragmentos de hormigón que había junto a la línea Sur. Entonces había arrugado el rostro y la había mirado, confundido.
Con aire despreocupado, Derkhan le había dicho algo sobre un laboratorio secreto experimental, un lugar situado sobre la ciudad, con acceso a los ferrocarriles. Él había parecido preocupado, había sacudido la cabeza, había mirado a su alrededor en busca de una vía de escape. En la oscuridad que había bajo el puente del ferrocarril, Derkhan había sacado su pistola. Aunque agonizante, él todavía le temía a la muerte y ella le había obligado a trepar por la cuesta a punta de pistola. A mitad de camino, él había empezado a llorar. Derkhan lo había observado y le había empujado con la pistola, había sentido todas sus emociones desde muy lejos. Se mantenía a distancia de su propio horror.
En el interior de la cabaña, Derkhan había esperado pacientemente, apuntando a Andrej con la pistola hasta que por fin había escuchado el sonido de unos pies arrastrados que señalaba el regreso de Isaac y Yagharek. Cuando Derkhan les abrió la puerta, Andrej empezó a llorar y a gritar pidiendo ayuda. Para ser un hombre tan enfermo tenía una voz asombrosamente fuerte. Isaac, que había empezado a preguntar a Derkhan qué le había contado al hombre, dejó de hablar y entró apresuradamente para acallarlo.
Hubo medio segundo, una fracción diminuta de tiempo, en la que Isaac abrió la boca y pareció que iba a decir algo que calmase los temores del anciano, que iba a asegurarle que nadie le haría daño, que estaba en buenas manos, que había una razón de peso para aquel extraño encarcelamiento. Los gritos de Andrej vacilaron un momento mientras miraba a Isaac, ansioso por ser tranquilizado.
Pero Isaac estaba cansado y no podía pensar, y las mentiras que se le ocurrían le hacían sentirse como si hubiera vomitado. Sus excusas se desvanecieron en silencio y caminó hasta el anciano, lo dominó por la fuerza sin dificultades y ahogó sus nasales aullidos con una mordaza de tela. Lo ató con cuerdas viejas y lo sujetó tan confortablemente como le fue posible contra una pared. El agonizante anciano gemía y exhalaba, presa de un terror incrédulo.