Выбрать главу

Isaac trató de mirarlo a los ojos, de murmurar alguna disculpa, de decirle lo mucho que lo sentía, pero el miedo impedía oír a Andrej. Isaac se apartó, horrorizado y Derkhan lo miró a los ojos y tomó rápidamente su mano, agradecida de que alguien compartiera por fin su carga.

Había mucho que hacer.

Isaac empezó los cálculos y preparativos finales.

Andrej profería agudos gritos a través de la venda e Isaac levantó una mirada desesperada hacia él.

Entre susurros secos y protestas bruscas, le explicó a Derkhan y a Yagharek lo que estaba haciendo.

Observó los destartalados motores que contenía el saco, sus máquinas analíticas. Revisó sus notas, comprobando y volviendo a comprobar los cálculos y comparándolos por referencias cruzadas con las hojas de cifras que el Consejo le había entregado. Extrajo el corazón del motor de crisis, el enigmático mecanismo que se había negado a dejar con el Consejo de los Constructos. Era una caja opaca, un artilugio sellado de cables entretejidos, circuitos elictrostáticos y taumatúrgicos.

Lo limpió lentamente, examinando sus partes móviles.

Isaac se preparaba a sí mismo y a su equipo.

Cuando Pengefinchess regresó de algún recado que no les había explicado, Isaac levantó la mirada un instante. La vodyanoi habló en voz baja, sin atreverse a mirar a ninguno de ellos a los ojos. Se preparó para marcharse, comprobó su equipo y lubricó su arco para que estuviera a salvo bajo el agua. Preguntó qué había sido de la pistola de Shadrach y cloqueó con aire pesaroso cuando Isaac le contestó que no lo sabía.

—Es una pena. Era un arma potente —dijo con aire abstraído mientras se asomaba por la ventana y su mirada se perdía en la lejanía—. Encantada. Un arma de poder.

Isaac la interrumpió. Derkhan y él le imploraron que los ayudara una vez más antes de marcharse. Ella se volvió y miró fijamente a Andrej, pareció verlo por vez primera, ignoró los ruegos de Isaac y demandó saber qué demonios se creía que estaba haciendo. Derkhan se la llevó lejos de los bufidos aterrorizados de Andrej y de los siniestros preparativos de Isaac, y se lo explicó.

Entonces Derkhan volvió a preguntarle si haría una última cosa para ayudarlos. Solo podía suplicárselo.

Isaac las escuchaba a medias, pero no tardó en cerrar los oídos a aquellos ruegos siseados. Se concentró en vez de ello en la tarea que tenía entre manos, en el complicado problema de las matemáticas de crisis.

Detrás de él, Andrej lloriqueaba de forma incesante.

48

Justo antes de las cuatro, mientras se preparaban para marcharse, Derkhan abrazó a Isaac y a Yagharek, uno detrás de otro. Solo titubeó un instante antes de apretar con fuerza al garuda. Él no respondió, pero tampoco se apartó.

—Os veré en la cita —murmuró.

— ¿Sabes lo que tienes que hacer? —dijo Isaac. Ella asintió y lo empujó hacia la puerta.

Ahora fue él el que titubeó, frente a lo más difícil. Su mirada voló hasta donde yacía Andrej, sumido en un exhausto estupor de miedo, los ojos vidriosos y la mordaza pegajosa de mocos.

Tenían que llevárselo y no debía dar la alarma.

Había discutido con Yagharek sobre esto, en susurros fácilmente amortiguados por el terror del anciano. No tenían drogas e Isaac no era un biotaumaturgo, no podía insinuar brevemente sus dedos en el interior del cráneo de Andrej y apagar temporalmente su consciencia.

En vez de eso, se vieron forzados a utilizar las habilidades más salvajes de Yagharek.

Los recuerdos del garuda volaron de vuelta a los pozos de la carne, a los «combates lechales»: aquellos que terminaban con la sumisión o la inconsciencia y no con la muerte. Recordó las técnicas que había aprendido y las aplicó a su oponente humano.

— ¡Es un anciano! —siseó Isaac—. Y está muriéndose, es frágil… sé suave…

Yagharek se deslizó a lo largo de la pared hasta el lugar en el que Andrej yacía, mirándolo con cansino y repugnado presentimiento.

Hubo un movimiento rápido y salvaje, y al instante Yagharek estuvo inclinado tras Andrej, apoyado sobre una rodilla, sujetando la cabeza del anciano con el brazo izquierdo. Andrej miró a Isaac, con los ojos tan hinchados como si fueran a salírsele de las órbitas, incapaz de gritar a través de la mordaza. Isaac (horrorizado, culpable y degradado) no pudo por menos que aceptar su mirada. Observó a Andrej, supo que el anciano estaba pensando que iba a morir.

El codo derecho de Yagharek descendió trazando un acusado arco y golpeó con brutal precisión la parte trasera de la cabeza del anciano, donde el cráneo se juntaba con el cuello. Andrej soltó un corto y constreñido ladrido de dolor que sonó muy parecido a un vómito. Sus ojos parpadearon, parecieron desenfocarse y luego se cerraron. Yagharek no dejó que su cabeza cayera: mantuvo los brazos tensos, al tiempo que apretaba su huesudo codo contra la suave carne y contaba los segundos.

Al cabo de un rato, dejó que el cuerpo de Andrej quedara fláccido.

—Despertará —dijo—. Quizá dentro de veinte minutos, quizá dentro de dos horas. Debo vigilarlo. Puedo hacerle dormir de nuevo. Pero debemos tener cuidado… si nos excedemos su cerebro se quedará sin sangre.

Envolvieron el cuerpo inmóvil de Andrej en harapos. Lo levantaron entre los dos, cada uno con un brazo sobre su hombro. Estaba consumido, las entrañas devoradas a lo largo de muchos años. Pesaba sorprendentemente poco.

Se movieron juntos, llevando entre los dos el enorme saco que contenía el equipo, tan cuidadosamente como si se tratase de una reliquia religiosa, del cuerpo de algún santo.

Todavía seguían ataviados con sus absurdos y pesados disfraces, caminaban encorvados y arrastrando los pies como mendigos. Bajo su capucha, la oscura piel de Isaac estaba todavía moteada por las diminutas costras del salvaje afeitado al que se había sometido. Yagharek llevaba la cabeza envuelta, al igual que los pies, en una tela podrida que no le dejaba más que una diminuta apertura para ver. Parecía un leproso sin cara que tratase de ocultar su putrefacta piel.

Los tres aparentaban formar una especie de repugnante caravana de vagabundos, una marcha de desposeídos.

Al llegar a la puerta, volvieron las cabezas una vez, rápidamente. Los dos levantaron la mano para despedirse de Derkhan. La mirada de Isaac se dirigió hacia el lugar en el que Pengefinchess los observaba plácidamente. Con vacilación, alzó la mano hacia ella mientras enarcaba las cejas en una pregunta muda: ¿Volveré a verte?, podía ser o, ¿Vas a ayudarnos? Pengefinchess alzó su gran mano palmeada en una respuesta evasiva y apartó los ojos.

Isaac se volvió, con los labios fruncidos.

Yagharek y él comenzaron su peligrosa travesía por la ciudad.

No se arriesgaron a cruzar el puente del ferrocarril. Tenían miedo de que un iracundo conductor de tren pudiera hacer algo más que advertirlos con un silbido mientras pasaba a su lado como una exhalación. Podría mirarlos y fichar sus rostros, o informar a sus superiores de la estación Malicia o de la estación del Bazar de Esputo, o de la misma estación de la calle Perdido, de que tres estúpidos desarrapados se habían colado en las vías y se encaminaban al desastre.

El peligro de interceptación era demasiado grande. De modo que, en vez de eso, Isaac y Yagharek bajaron con dificultades por la cuesta que había junto a las vías, sujetando el cuerpo de Andrej mientras se deslizaba despatarrado hacia las silenciosas veredas.

El calor era intenso pero no sofocante: parecía más bien una especie de ausencia, una enorme falta que se sentía por toda la ciudad. Era como si el sol hubiera languidecido, como si sus rayos blanqueasen las sombras y las frescas zonas interiores que proporcionaban su realidad a la arquitectura. El calor del sol amortiguaba los sonidos y les sangraba la sustancia. Isaac sudaba y profería maldiciones en voz baja tras sus pútridos harapos. Se sentía como si estuviese vagando por algún sueño apenas advertido de calor.