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Sosteniendo a Andrej entre ambos como si fuera algún amigo paralizado por el licor barato, Isaac y Yagharek caminaban pesadamente por las calles, en dirección al Puente Celosía.

Allí eran extraños. Aquello no era la Perrera o Malado o los suburbios de Páramo del Queche. En todos esos lugares habrían sido invisibles.

Cruzaron el puente nerviosamente. Se sentían acosados por sus coloridas piedras, rodeados por las burlas y las sonrisas despectivas de los tenderos y los clientes.

Yagharek mantenía una mano cerrada subrepticiamente alrededor de un racimo de tejido nervioso y arterial en un lado del cuello de Andrej, preparado para pinzarlo con fuerza si el anciano daba la menor señal de estar a punto de despertar. Isaac murmuraba, un balbuceo seco lleno de juramentos que sonaba como las divagaciones de cualquier borracho. Formaba parte de su disfraz, al menos a medias. También estaba tratando de reunir fuerzas.

—Vamos, cabrón —gruñó, tenso y con la voz muy baja—, vamos, vamos. Cabrón. Gilipollas. Escoria. Bastardo—no sabía a quién estaba insultando.

Isaac y Yagharek cruzaron el puente lentamente, arrastrando a su compañero y su preciosa bolsa de equipo. El tráfico de peatones se abría delante de ellos, los dejaba pasar seguidos tan solo por mofas. No podían dejar que el oprobio creciera y se tornara confrontación. Si algunos matones aburridos decidían pasar el rato acosando a unos vagabundos, para ellos podía ser catastrófico.

Pero lograron atravesar el Puente Celosía, donde se sentían aislados y a campo abierto, donde el sol parecía grabar sus perfiles y señalarlos para un ataque, y se perdieron en el interior de la Aduja. La ciudad pareció envolverlos con sus labios y volvieron a sentirse a salvo.

Allí había otros mendigos, caminando en medio de los notables locales, los villanos con pendientes, los gordos prestamistas y las señoras de labios apretados.

Allí había calles secundarias. Isaac y Yagharek podían apartarse de las vías principales y marchar por avenidas cubiertas de sombras. Pasaron bajo los tendederos de ropa que unían las terrazas de los altos y estrechos edificios. Eran observados por hombres y mujeres vestidos en ropa interior que se apoyaban con aire holgazán sobre los balcones mientras flirteaban o charlaban con sus vecinos. Pasaron junto a montones de desperdicios y tapas rotas de alcantarillas y desde arriba los niños se inclinaban sobre ellos y les escupían o les arrojaban pequeñas piedras y salían corriendo.

Como siempre, buscaban la vía del tren. La encontraron en la estación Malicia, donde los trenes de los Campos Salacus se separaban de la línea Sur. Subieron furtivamente al paso elevado y abovedado que pendía de forma inestable sobre los arcos del Hogar de Esputo. Sobre las ruidosas multitudes, la atmósfera empezaba a enrojecerse conforme el sol ascendía en dirección a su cenit. Los arcos estaban manchados de aceite y hollín e invadidos por un microbosque de moho y tenaces plantas trepadoras. Estaban inundados de lagartijas e insectos, alimañas que buscaban refugio del calor.

Isaac y Yagharek entraron en un asqueroso callejón sin salida que había junto a los cimientos de hormigón y ladrillo de las vías. Descansaron. La vida se ajetreaba en la urbana espesura que había sobre ellos.

Andrej era muy liviano pero empezaba a pesarles, y a cada segundo que transcurría su masa parecía incrementarse. Estiraron los doloridos brazos y hombros, respiraron profundamente. A pocos metros de distancia, las muchedumbres que emergían de la estación se agolpaban para cruzar la salida y dirigirse a sus pequeñas guaridas.

Una vez hubieron descansado y reordenado su carga, se prepararon y volvieron a ponerse en marcha, de nuevo por callejuelas secundarias, a la sombra de la línea Sur, en dirección al corazón de la ciudad, cuyas torres no eran todavía visibles por encima de los kilómetros de casas que los rodeaban: la Espiga y las torres de la estación de la calle Perdido.

Isaac empezó a hablar. Le contó a Yagharek lo que creía que ocurriría esa noche.

Derkhan se abría camino a través de los desechos provenientes del Meandro Griss en dirección al Consejo de los Constructos.

Isaac había advertido a la gran Inteligencia Construida de que ella aparecería. La periodista sabía que la esperaban. La idea le resultaba incómoda.

Mientras se aproximaba a la hondonada que era la guarida del Consejo, creyó escuchar un coro de voces susurradas. Se puso tensa al instante y sacó su pistola. Comprobó que estuviera cargada y que la cazoleta estuviera llena.

Empezó a caminar de puntillas, pisando con cuidado y tratando de no hacer el menor ruido. A la entrada de un canal de desperdicios, vio la abertura de la hondonada. Alguien caminó fugaz por el extremo de su campo de visión. Se acercó furtiva y cuidadosamente.

Entonces otro hombre atravesó el borde del barranco de basura aplastada y vio que vestía un mono de trabajo y que caminaba ligeramente encorvado por el peso de una carga. Llevaba sobre el hombro un enorme rollo de cable negro que se enroscaba por completo alrededor de su cuerpo, como una especie de alimaña constrictora.

Ella se enderezó ligeramente. No era la milicia, nadie la estaba esperando. Se dirigió a la presencia del Consejo.

Entró en el claro, mirando nerviosamente hacia lo alto para asegurarse de que no había aeróstatos sobre su cabeza. Entonces se volvió hacia la escena que había delante de ella y la magnitud de la reunión la hizo exhalar un jadeo.

Por todos lados, entregados a diferentes tareas cuyo objeto se le escapaba, había casi un centenar de hombres y mujeres. La mayoría de ellos eran humanos, aunque había también un puñado de vodyanoi e incluso dos khepri. Todos vestían con ropas baratas y sucias. Y casi todos ellos estaban transportando enormes rollos de cable industrial o se sentaban en cuclillas delante de otros tantos.

Los había de muchos estilos diferentes. La mayoría era negra, pero los otros tenían revestimiento marrón y azul, o rojo y gris. Había parejas de personas que se tambaleaban bajo el peso de unos cables que tenían casi la anchura del muslo de un hombre. Otros llevaban marañas de apenas seis centímetros de diámetro.

La tenue barahúnda de las conversaciones se apagó rápidamente al entrar Derkhan; todos los ojos del lugar se volvieron hacia ella. El cráter de escombros estaba lleno de cuerpos. Derkhan tragó saliva y lo contempló cuidadosamente. Vio al avatar que se dirigía tambaleante hacia ella, caminando sobre sus vacilantes y frágiles piernas.

—Derkhan Blueday —dijo con voz tranquila—. Estamos preparados.

Derkhan pasó algún tiempo con el avatar, consultando un mapa garabateado.

La sanguinolenta concavidad del cráneo abierto del avatar emitía un extraordinario hedor. Con el calor, su peculiar tufo a muerte se tornaba por completo insoportable, y Derkhan contuvo la respiración tanto como pudo, inhalando a través de la manga de su asquerosa camisa cuando no le quedaba más remedio.

Mientras ella y el Consejo conferenciaban, el resto de los presentes mantenía una respetuosa distancia.

—Esta es casi la totalidad de mi congregación de vidas con sangre —dijo el avatar—. Envié constructos móviles con mensajes urgentes y, como puedes ver, los fieles se han reunido —se detuvo y emitió un cloqueo inhumano—. Debemos proceder —dijo—. Son las cinco y diecisiete minutos.

Derkhan levantó la mirada hacia el cielo, que se oscurecía lentamente anticipando el anochecer. Estaba segura de que el reloj que utilizaba el Consejo, algún dispositivo enterrado profundamente en los intestinos del vertedero, era preciso al segundo.