En respuesta a una orden del avatar, la congregación comenzó a abandonar el vertedero con paso tambaleante, doblándose bajo el peso que transportaba. Antes de marcharse, cada uno de sus miembros, uno detrás de otro, se volvió hacia el lugar en el muro del vertedero en el que estaba escondido el Consejo de los Constructos. Se detuvieron un instante y realizaron con las manos los gestos devotos, ese movimiento vago que sugería la imbricación de unas ruedas, dejando el cable en el suelo cuando era necesario.
Derkhan los observaba con una sensación de desesperación.
—Nunca lo lograrán —dijo—. Carecen de la fuerza necesaria.
—Muchos de ellos han traído carros —respondió el avatar—. Se marcharán por turnos.
— ¿Carros…? —dijo Derkhan—. ¿De dónde los han sacado?
—Algunos de ellos ya los poseían —dijo el avatar—. Otros los han comprado o alquilado respondiendo a mis órdenes. Ni uno solo ha sido robado. No podemos arriesgarnos a atraer la atención ni las detenciones que podrían producirse.
Derkhan apartó la mirada. El control que el Consejo ejercía sobre sus seguidores humanos la perturbaba.
Mientras los últimos harapientos abandonaban el vertedero, Derkhan y el avatar se acercaron a la cabeza inmóvil del Consejo de los Constructos. El autómata yacía de lado, convertido en un estrato más de basura, invisible.
Un rollo grueso y corto de cable aguardaba a su lado. Su extremo estaba desgarrado, el grueso revestimiento de goma carbonizado y partido en dos en los últimos treinta centímetros, aproximadamente. De él sobresalía una cabuyería de alambres sueltos.
Había un vodyanoi inmóvil en la cuenca de basura. Derkhan lo vio, de pie, a pocos metros de distancia, observando al avatar con nerviosismo. Le indicó con un gesto que se aproximara. El se les acercó anadeando, ora sobre cuatro patas, ora sobre dos, las grandes patas palmeadas muy extendidas para permanecer firme sobre aquel suelo traicionero. Su mono estaba fabricado en el ligero y encerado material que los vodyanoi utilizaban a veces: repelía el líquido, para que no se saturasen o se volviesen pesados cuando los vodyanoi entraban en el agua.
— ¿Estás preparado? —dijo Derkhan. El vodyanoi asintió rápidamente.
Derkhan lo estudió, pero sabía muy poco de aquellas criaturas. No podía ver nada en él que le diera la menor pista de por qué se consagraba a esta insólita y exigente secta, a la adoración de aquella extraña inteligencia, el Consejo de los Constructos. Era evidente para ella que el Consejo trataba a sus adoradores como peones, que no extraía satisfacción de su reverencia, solo un cierto grado de… utilidad.
No podía comprender, ni tan siquiera empezar a imaginar, qué liberación o servicio ofrecía a su congregación esta Iglesia herética.
—Ayúdame a llevar esto hasta el río —dijo, y tomó el grueso cable por uno de sus extremos. Su peso la desequilibraba, y el vodyanoi se apresuró a acudir a su lado y la ayudó a sostenerlo.
El avatar estaba inmóvil. Observó mientras Derkhan y el vodyanoi se alejaban de él, en dirección a las grúas inmóviles y amenazantes que se erguían al noroeste, desde detrás del montículo bajo de basura que rodeaba al Consejo de los Constructos.
El cable era enorme. Derkhan tuvo que detenerse varias veces y dejar el extremo en el suelo y luego reunir fuerzas para continuar. A su lado, el vodyanoi, que avanzaba impasible, se detenía cuando ella lo hacía y esperaba a que ella reanudara la marcha. Tras ellos, el achaparrado pilar de cable menguaba lentamente mientras se desenrollaba.
Derkhan elegía su camino, moviéndose como un prospector entre las pilas de desperdicios en dirección al río.
— ¿Sabes de qué va todo esto? —preguntó rápidamente al vodyanoi, sin levantar la vista. Él le lanzó una mirada brusca y luego se volvió hacia la delgada figura del avatar, todavía visible frente a un telón de basura. Sacudió la cabeza de grandes quijadas.
—No—respondió con rapidez—. Solo oí que… que el MecaDios reclamaba nuestra presencia para una tarde de trabajo. Oí sus órdenes al llegar aquí —su voz sonaba bastante normal. El tono era seco pero despreocupado. Nada de celos. Parecía un trabajador quejándose filosóficamente por la pretensión de la dirección de la empresa de que trabajara horas extra sin cobrar.
Pero cuando Derkhan, resollando a causa del esfuerzo, empezó a preguntar más («¿Cada cuánto tiempo os reunís? ¿Qué otras cosas os pide que hagáis?»), la miró con miedo y suspicacia y sus respuestas se tornaron monosílabos, luego gestos de la cabeza y luego, rápidamente, nada en absoluto.
Derkhan también guardó silencio. Se concentró en cargar con el enorme cable.
Los vertederos se extendían sin orden ni concierto hasta la misma orilla del río. En torno al Meandro Griss, las riberas eran paredes verticales de ladrillos resbaladizos que se alzaban desde las negras aguas. Cuando el río bajaba crecido, no más de un metro de la desmoronada arcilla prevenía una inundación. En las demás ocasiones, había casi hasta tres metros entre el borde del dique y la superficie agitada del Alquitrán.
Desde el borde de los ladrillos mellados se alzaba una valla de hierro y maderos y hormigón, construida años atrás para contener a los vertederos en su infancia. Pero ahora el peso de los desperdicios acumulados había provocado que la vieja verja metálica se inclinara peligrosamente sobre el agua. Con el paso de las décadas, secciones enteras de la cerca habían cedido y se habían soltado de sus mojones de hormigón, con lo que la basura se había vertido sobre el río que discurría por debajo. Nadie se había molestado en repararla, y en aquellos lugares ahora era solo la solidez de la propia basura acumulada lo que mantenía en su lugar el vertedero.
Regularmente, bloques de porquería prensada caían en cascada al agua como grasientos corrimientos de una tierra hecha de escombros.
Las enormes grúas que descargaban las barcazas de la basura habían estado originalmente separadas de los desperdicios por algunos metros de tierra de nadie —una franja de tierra aplanada cubierta de maleza—, pero esta no había tardado en desaparecer mientras aumentaba la basura. Ahora los trabajadores del vertedero y los operarios de las grúas tenían que caminar por un paisaje de escorias para dirigirse a las grúas que sobresalían directamente de la vulgar geología del vertedero.
Era como si la basura fuera fértil y engendrase grandes estructuras.
Derkhan y el vodyanoi doblaron varios recodos entre los desperdicios hasta que ya no pudieron ver el escondite del Consejo. Dejaron un rastro de cable que se volvía invisible en el momento mismo en que tocaba la tierra, transformado en un pedazo insignificante de basura en medio de un paisaje completo de desechos mecánicos.
Los altozanos de desperdicios empezaron a retroceder conforme se aproximaban al Alquitrán. Delante de ellos, la oxidada cerca se alzaba aproximadamente un metro y medio sobre la capa superior de los detritos. Derkhan cambió de dirección ligeramente y se dirigió hacia una amplia brecha de la valla, donde el vertedero se abría directamente al río.
Al otro lado del escuálido curso de agua, Derkhan podía ver Nueva Crobuzon. Por un instante, las agujas grumosas de las torres de la estación de la calle Perdido se hicieron visibles, perfectamente enmarcadas en el agujero de la valla, alzándose en la lejanía sobre la ciudad. Podía distinguir las vías del tren saltando entre las torres que se elevaban al azar desde el lecho de roca. Los feos puntales de la milicia sobresalían frente al horizonte.
Al otro lado, Hogar de Esputo brotaba grueso de la misma orilla del río. A este lado del Alquitrán no había ningún paseo marítimo, solo secciones de calle que discurrían paralelas a él durante un corto tiempo, seguidas por jardines privados, las paredes verticales de los almacenes y las tierras baldías. No había nadie para observar los preparativos de Derkhan.