Comenzó a enlazar el Consejo con el cable, enroscando alambres del grosor de un dedo para convertirlos en un todo conductor, introduciendo conexiones en enchufes que chisporroteaban con negros destellos, examinando los brotes de cobre, plata y cristal, aparentemente carentes de sentido, que emergían del cerebro del Consejo de los Constructos, eligiendo algunos, girando y descartando otros, trenzando el mecanismo en una configuración de una complejidad imposible.
—El resto es sencillo —susurró—. Alambre con alambre, cable con cable, en todos los empalmes por toda la ciudad, todo eso es fácil. Esta es la única parte costosa, canalizar las exudaciones, imitar la operación de los cascos de los comunicadores para conseguir un modelo alternativo de consciencia.
Sin embargo, y a pesar de las dificultades, seguía siendo de día cuando el avatar levantó la mirada hacia ella, se limpió las laceradas manos en los muslos y le dijo que había terminado.
Derkhan contempló con asombro los pequeños destellos y chispas que brotaban de las conexiones. Era una belleza. Resplandecía como una especie de joya mecánica.
La cabeza del Consejo (vasta y todavía inmóvil, como la de un demonio dormido) estaba conectada al cable a través de una masa de tejido conectivo, una cicatriz elictromecánica y taumatúrgica. Derkhan estaba maravillada. Al cabo de un rato, levantó la vista.
—Muy bien —dijo con aire vacilante—. Será mejor que me vaya y le diga a Isaac que… que estás preparado.
Con grandes brazadas de agua negra, Pengefinchess y su compañero avanzaban a través de la arremolinada oscuridad del Alquitrán.
Permanecían cerca del fondo. Este resultaba apenas visible como una oscuridad desigual, menos de un metro por debajo de ellos. El cable se desenrollaba lentamente de la gran pila que habían dejado al fondo del río junto al borde del dique.
Era muy pesado y lo arrastraban trabajosamente a través de las asquerosas aguas.
Estaban solos en esa zona del río. No había otros vodyanoi: solo unos pocos peces, enanos y muy resistentes, que se escurrían nerviosamente cuando ellos se acercaban. Como si, pensó Pengefinchess, hubiera algo en todo Bas-Lag que pudiera inducirme a comérmelos.
Pasaron los minutos y su invisible avance continuó. Pengefinchess no pensaba en Derkhan ni en lo que iba a ocurrir aquella noche, no consideraba el plan que había llegado hasta sus oídos. No evaluaba sus posibilidades de éxito. No era algo de su incumbencia Shadrach y Tansell estaban muertos y ahora para ella había llegado la hora de marcharse.
De una manera vaga, deseaba suerte a Derkhan y a los demás. Habían sido compañeros, si bien durante breve tiempo. Y ella comprendía, de una forma laxa, que era mucho lo que se jugaba en aquella partida. Nueva Crobuzon era una ciudad rica, con un millar de patronos potenciales. Le interesaba que siguiera sana y salva.
Delante de ella apareció la grasienta oscuridad de la cada vez más próxima pared del dique. Pengefinchess frenó su marcha. Flotó un momento en las aguas y le dio un pequeño empujón al cable, lo suficientemente fuerte como para hacerlo subir a la superficie. Entonces vaciló un momento y empezó a ascender dando patadas. Indicó al vodyanoi macho que la siguiera y nadó a través de las tinieblas en dirección a la fracturada luminosidad que señalaba la superficie del Alquitrán, donde un millar de rayos de sol se filtraban en todas direcciones a través del pequeño oleaje.
Salieron a la superficie al mismo tiempo y recorrieron los escasos metros que los separaban del muro del dique.
Había anillos de hierro oxidado clavados en los ladrillos, formando una especie de tosca escalerilla hasta el paseo fluvial que discurría por encima de ellos. El sonido de los carruajes y los transeúntes flotaba a su alrededor.
Pengefinchess se ajustó ligeramente el arco sobre el hombro para estar más cómoda. Miró al hosco macho y le habló en lubbock, el lenguaje polisilábico y gutural que compartía la mayoría de los vodyanoi orientales. Él hablaba un dialecto urbano, contaminado por el ragamol de los humanos, pero a pesar de todo podían entenderse.
— ¿Tus compañeros saben cómo encontrarte aquí? —inquirió Pengefinchess con brusquedad. Él asintió (otro rasgo humano que los vodyanoi de la ciudad habían adoptado) —. Yo ya he terminado —le anunció—. Debes encargarte del cable por ti solo. Puedes esperarlos. Yo me marcho —él la miró, todavía hosco y volvió a asentir, alzando la mano en un movimiento agitado que tal vez fuera alguna forma de saludo—. Sé fecundo —dijo ella. Era la despedida tradicional.
Se sumergió bajo la superficie del Alquitrán y se impulsó para alejarse.
Pengefinchess nadó hacia el este, siguiendo la corriente del río. Estaba en calma, pero una excitación creciente se apoderaba de ella. No tenía planes ni lazos. De pronto, se preguntó qué era lo que iba a hacer.
La corriente la impulsaba hacia la Isla Strack, donde el Alquitrán y el Cancro se encontraban en una confusa corriente y se convertían en el Gran Alquitrán. Pengefinchess sabía que la base sumergida del Parlamento en la isla estaba vigilada por patrullas de soldados vodyanoi, y mantuvo las distancias. Se apartó de la corriente, se dirigió abruptamente hacia el noroeste y, nadando contra corriente, pasó al Cancro.
La corriente era más fuerte que la del Alquitrán, y también más fría. Se sintió estimulada, durante un breve instante, hasta que entró en una zona de polución.
Eran los efluvios procedentes de la Ciénaga Brock, lo sabía, y nadó rápidamente para escapar de la suciedad. Su familiar ondina temblaba contra su piel cuando se acercaban a determinadas masas de agua, y tuvo que alejarse describiendo un arco y escoger otra ruta para atravesar la zona del asqueroso río que pasaba a través del barrio de los brujos. Respiraba el asqueroso líquido con tragos poco profundos, como si de esa manera pudiese evitar la contaminación.
Al cabo de un rato, el agua pareció volverse más limpia. Un kilómetro más o menos río arriba desde la convergencia de ambos cursos, el Cancro se volvió de pronto más claro y puro.
Pengefinchess sintió algo semejante a un regocijo tranquilo.
Empezó a notar el paso junto a ella de otros vodyanoi. Nadaba despacio, sentía aquí y allá el elegante flujo de túneles que conducía a la casa de algún vodyanoi adinerado. Estas no eran las absurdas chabolas del Alquitrán, de Vado de Manes y Gran Aduja: allí, edificios pegajosos y cubiertos de brea, de diseño palpablemente humano, habían sido construidos sin más en el propio río, décadas atrás, para que se fueran desmoronando de manera muy poco sanitaria en las aguas. Aquellos eran los barrios bajos de los vodyanoi.
Aquí, por el contrario, el agua fría y clara que descendía desde las montañas podía conducir a través de algún pasadizo cuidadosamente tallado que discurría bajo la superficie, hasta llegar a una casa de la ribera del río construida por completo en mármol blanco. Su fachada estaría diseñada con sumo gusto para asemejarse a las de las casas humanas situadas a ambos lados, pero en su interior sería un hogar vodyanoi: portales vacíos que conectaban habitaciones enormes por encima y por debajo del agua; esclusas que cambiaban el agua cada día.
Pengefinchess cruzó el barrio rico de los vodyanoi nadando a mucha profundidad. Conforme el centro de la ciudad quedaba más y más lejos de ella, su felicidad iba en aumento y se permitía relajarse. Experimentaba un gran placer en su marcha.
Extendió los brazos y envió un pequeño mensaje mental a su ondina; esta se desprendió de su piel atravesando los poros del vestido suelto de algodón que llevaba. Después de días entre sequedad, alcantarillas y desperdicios fluviales, el elemental se alejó ondulando a través de las aguas más puras, dando vueltas de gozo, libre, una extensión de agua cuasi viva en medio de la corriente del río.