Pengefinchess la sintió nadando delante de sí y la siguió con ánimo juguetón, extendió la mano hacia ella y cerró los dedos alrededor de su sustancia. La criatura se revolvió con alegría.
Iré hacia la costa, decidió, rodearé las montañas. A través de las Colinas Brezhek, quizá, y los alrededores de los Montes del Ojo del Gusano. Me dirigiré al Mar de la Garra Fría.
Con aquella súbita decisión, Derkhan y los demás se transformaron instantáneamente en su mente y se convirtieron en algo pasado y acabado, algo sobre lo que algún día podría contar historias.
Abrió su enorme boca, dejó que el Cancro fluyera a su través. Pengefinchess continuó nadando, a través de los suburbios, alejándose de la ciudad.
49
Hombres y mujeres vestidos con mugrientos monos se desperdigaban desde el vertedero del Meandro Griss.
Marchaban a pie y en carros, en pequeños grupos de cuatro o cinco. Se movían lentamente, sin llamar la atención. Aquellos que iban a pie cargaban grandes ringleras de cable sobre los hombros, o enrolladas alrededor de su cuerpo y del de un colega. En las partes traseras de los carros, los hombres y las mujeres transportaban enormes rollos de cable deshilachado.
Se dirigían a la ciudad a intervalos irregulares, cada dos o más horas, espaciando su salida según un plan desarrollado por el Consejo de los Constructos. Estaba calculado para ser fortuito.
Un pequeño carromato tirado por caballos y conducido por cuatro hombres se puso en marcha, se sumó al traficó junto al Puente Celosia y se dirigió por las sinuosas calles en dirección a Hogar de Esputo. Avanzaba sin prisa y torció para entrar en el amplio Bulevar San Dragonne, flanqueado por vainillas. Se balanceaba con un traqueteo sordo sobre los tablones de madera que cubrían la calle: el legado del excéntrico alcalde Waldemyr, a quien disgustaba la cacofonía que levantaban las ruedas de los carromatos contra los adoquines de piedra al pasar bajo su ventana.
El conductor esperó a que hubiera un respiro en el tráfico y entonces giró a la derecha y entró en un pequeño patio. Ya no podían ver el bulevar, pero sus sonidos seguían rodeándolos por todas partes. El carromato se detuvo frente a un alto muro de ladrillos de color rojo intenso, desde detrás del cual les llegaba un exquisito aroma a madreselva. Sobre el muro asomaban en pequeños racimos la hiedra y la flor de la pasión, agitados por la brisa. Eran los jardines del monasterio Vedneh Gehantock, atendidos por los disidentes cactos y los monjes humanos de esta deidad floral.
Los cuatro hombres descendieron de un salto del carromato y comenzaron a descargar herramientas y fardos de pesado cable. Los transeúntes pasaban a su lado, los observaban un momento y los olvidaban.
Uno de los hombres sostuvo el cable en alto contra el muro del monasterio. Su compañero levantó una gruesa abrazadera de hierro y un martillo, y con tres golpes rápidos lo ancló al muro el extremo del cable, a casi dos metros y medio de altura. Los dos siguieron adelante, repitieron la operación tres metros más hacia el oeste y luego una vez más, moviéndose a lo largo de la pared a cierta velocidad.
Sus movimientos no eran furtivos. Eran funcionales y discretos. Los martillazos no eran más que otro ruido en el montaje del sonido de la ciudad.
Los hombres desaparecieron al otro lado de una esquina de la plaza y se encaminaron hacia el oeste. Arrastraban el pesado fardo de cable aislante con ellos. Los otros dos hombres se quedaron en el mismo lugar, esperando junto al extremo del cable, cuyas entrañas de cobre y aleación sobresalían como pétalos metálicos.
La primera pareja transportó el cable a lo largo del sinuoso muro que se internaba en Hogar de Esputo, alrededor de las entradas traseras de los restaurantes y las entradas de servicio de las boutiques y los talleres de los carpinteros, hacia la zona de los burdeles y hacia el Cuervo, el bullicioso núcleo de Nueva Crobuzon.
Movían el cable arriba y abajo por toda la longitud de ladrillo u hormigón, alrededor de las imperfecciones de la estructura del muro, uniéndolo a la maraña de otras conducciones, canalones y cañerías, tuberías del gas, conductores taumatúrgicos y canales oxidados, circuitos de oscuro y olvidado propósito. El monótono cable era invisible. Era una fibra nerviosa que atravesaba los ganglios de la ciudad, una cuerda gruesa entre otras muchas.
Al cabo de un rato, no les quedó más remedio que cruzar la calle cuando esta se alejó, curvándose lentamente en dirección este. Bajaron el cable hasta el suelo y lo aproximaron a un surco que unía ambos lados del pavimento. Era un canalón, concebido originalmente para los excrementos y ahora para el agua de lluvia, un canal de quince centímetros de anchura entre las tablas del suelo, y que discurría cubierto por una reja en dirección a la ciudad subterránea.
Colocaron el cable en la ranura y lo aseguraron firmemente. Cruzaron a toda prisa, haciéndose a un lado en los ocasionales momentos en los que el tráfico interrumpía su trabajo, pero aquella no era una calle concurrida y pudieron tender el cable sin demasiadas interrupciones.
Su comportamiento no llamaba la atención. Después de subir el cable por el muro del otro lado de la calle (en esta ocasión el de un colegio, desde cuyas ventanas llegaban hasta ellos didácticos ladridos), la ordinaria pareja pasó junto a otro grupo de trabajadores. Estos estaban cavando en la esquina opuesta de la calle, reemplazando losas rotas. Levantaron la mirada hacia los recién llegados, gruñeron una especie de saludo tosco y luego los ignoraron.
Mientras se aproximaban a la zona de los burdeles, los seguidores del Consejo de los Constructos entraron en un patio, arrastrando el pesado cable tras de sí. En tres de los lados se alzaban paredes sobre ellos, cinco o más pisos de ladrillos sucios, manchados y mohosos con las señales de años de esmog y lluvia. Había ventanas a intervalos irregulares, como si las hubieran soltado desde el punto más alto del edificio y hubieran caído al azar entre el tejado y el suelo.
Podían escucharse gritos, juramentos, conversaciones con risotadas y el ruido de los utensilios de cocina. Un hermoso niño de sexo indefinido los observaba desde una ventana del tercer piso. Los dos hombres se miraron nerviosos durante un momento y examinaron el resto de las ventanas. El del niño era el único rostro visible: por lo demás, nadie los observaba.
Dejaron caer el rollo de cable y uno de ellos miró al niño a los ojos, le hizo un guiño travieso y sonrió. El otro se apoyó sobre una rodilla y miró tras los barrotes del pozo de visita circular que había en el suelo del patio.
Desde la oscuridad que reinaba abajo, una voz lo saludó con sequedad. Una mano mugrienta se levantó hacia el sello de metal.
El primer hombre le dio un apretón a su compañero en la pierna y siseó:
—Están aquí… ¡Este es el lugar correcto! —y luego cogió el cable por el extremo y trató de meterlo entre los barrotes de la entrada a la alcantarilla. Era demasiado grueso. Profirió una imprecación y registró el interior de su caja de herramientas en busca de una sierra para metales, empezó a trabajar en la dura reja, encogiéndose ante el chirriar del metal.
—Deprisa —dijo la figura invisible que había debajo—. Alguien ha estado siguiéndonos.
Cuando hubo terminado de cortar la reja, el hombre del patio introdujo el cable en el irregular agujero. Su compañero observaba la perturbadora escena. Era como una especie de grotesca inversión de un parto.