Los hombres del subterráneo sujetaron el cable y lo arrastraron a la oscuridad de las alcantarillas. Los metros de cable enrollado que aguardaban en el tranquilo y apartado patio empezaron a desplegarse por las venas de la ciudad.
El niño observaba con curiosidad mientras los dos hombres se secaban las manos en los monos. Cuando el cable estuvo tirante, cuando hubo desaparecido por completo bajo el suelo, tendido en un ángulo agudo y tenso alrededor de la esquina del pequeño callejón, se alejaron rápidamente de aquel agujero sombrío.
Mientas doblaban el recodo, uno de ellos levantó la mirada, volvió a guiñar un ojo y desapareció de la vista del pequeño.
En la calle principal, los dos hombres se separaron sin decir palabra y se alejaron en direcciones diferentes bajo el sol poniente.
En el monasterio, los dos hombres que esperaban junto al muro estaban mirando hacia arriba. En el edificio situado al otro lado de la calle, una mole de hormigón moteada por manchas de humedad, habían aparecido tres hombres sobre la desmoronada cornisa del tejado. Traían su propio cable, los últimos quince metros más o menos de un rollo mucho más largo que ahora serpenteaba detrás de ellos, deshaciendo la travesía que habían realizado por los tejados desde la esquina sur del Hogar de Esputo.
El rastro de cable que habían dejado discurría sinuoso entre los tejados de las chabolas. Se unía a la legión de cañerías que describían erráticas sendas entre los palomares. Se enroscaba alrededor de los capiteles y se pegaba contra las tejas de pizarra como un feo parásito. Se inclinaba ligeramente sobre las calles, siete, catorce o más metros sobre el suelo, cerca de los pequeños puentes tendidos entre las cornisas. Aquí y allá, donde la distancia era de dos metros o menos, el cable simplemente se extendía sobre un vacío que sus portadores habían atravesado de un salto.
El cable se perdía en dirección suroeste, después de descender abruptamente y sumergirse, a través de un canalón de drenaje mugriento, en las alcantarillas.
Los hombres se dirigieron hacia la salida de incendios de su edificio y empezaron a descender. Transportaron el cable hasta el primer piso y observaron el jardín del monasterio y a los dos hombres que los observaban desde el suelo.
— ¿Preparados? —gritó uno de los recién llegados antes de hacer un gesto de lanzamiento en su dirección. La pareja que estaba mirando para arriba asintió. El trío que se encontraba en la escalera de incendios hizo una pausa y empezó a balancear el extremo del cable.
Cuando lo lanzaron, se agitó en el aire como una monstruosa serpiente voladora y descendió con un sonido fuerte y sordo sobre los brazos del hombre que había corrido a cogerlo. Este soltó un aullido pero lo sostuvo. Mantuvo el extremo por encima de su cabeza y tiró de él hasta tensarlo todo lo que pudo a lo largo del espacio que separaba ambos edificios.
Sostuvo el pesado cable contra la pared del monasterio y se colocó de tal modo que correspondiese perfectamente con el pedazo que ya estaba asegurado al muro del jardín de Vedneh Gehantock. Su compañero lo fijó con varios martillazos.
El negro cable cruzaba la calle sobre las cabezas de los transeúntes, descendiendo en un ángulo empinado.
Los tres hombres de la escalera de incendios se inclinaron hacia abajo y observaron la frenética laboriosidad de sus compañeros. Uno de estos empezó a enroscar las marañas de enormes alambres para conectar los materiales conductores. Trabajó rápidamente hasta que los dos extremos del fibroso metal estuvieron unidos en un nudo grueso pero funcional.
Abrió su caja de herramientas y extrajo dos pequeñas botellas. Las sacudió durante breves instantes, abrió el tapón de una de ellas y vertió rápidamente su contenido sobre los alambres. El viscoso líquido se filtró y saturó la conexión. El hombre repitió la operación con la segunda botella. Cuando los dos líquidos se encontraron se produjo una audible reacción química. El hombre retrocedió, extendiendo el brazo para poder seguir vertiendo el líquido, y cerró los ojos mientras empezaba a brotar humo del metal cada vez más caliente.
Los dos productos químicos se encontraron, se mezclaron, entraron en combustión y empezaron a despedir gases tóxicos con un estallido rápido de calor lo suficientemente intenso como para convertir los alambres en una malla sellada.
Una vez que la temperatura hubo descendido, los dos hombres empezaron el trabajo finaclass="underline" envolver la nueva conexión con jirones deshilachados de arpillera y cubrirla con una mano de pintura espesa y bituminosa que, al secarse rápidamente, cubrió el sello de metal y lo aisló.
Los hombres de la escalera de incendios estaban satisfechos. Se volvieron y regresaron al tejado, desde donde se dispersaron por la ciudad tan rápidamente como el humo en la brisa, sin dejar el menor rastro.
A lo largo de toda una línea que discurría entre el Meandro Griss y el Cuervo, tenían lugar operaciones similares.
En las alcantarillas, hombres y mujeres avanzaban furtivamente a través de los siseos y el goteo de los túneles subterráneos. Cuando era posible, estos grupos grandes eran conducidos por trabajadores que conocían algo sobre la ciudad subterránea: operarios de las alcantarillas, ingenieros, ladrones. Todos ellos estaban provistos de mapas, antorchas, armas e instrucciones precisas. Diez o más figuras, algunas de ellas cargadas con rollos de pesado cable, avanzarían juntas a lo largo de la ruta que les había sido encomendada. Cuando uno de los rollos de cable se agotase, lo sustituirían por otro y continuarían.
Se producían retrasos peligrosos cuando los grupos se perdían o se extraviaban en dirección a zonas letales: nidos de gules y guaridas de infrabandas. Pero se corregían unos a otros, siseaban pidiendo ayuda y regresaban guiados por las voces de sus camaradas.
Cuando por fin se encontraban con el extremo final de otro grupo en alguno de los nodos principales de un túnel, algún centro distribuidor de las alcantarillas, conectaban los dos enormes extremos de cable utilizando productos químicos, antorchas de calor o un poco de taumaturgia de andar por casa. Entonces el cable se unía a las enormes arterias de tuberías que recorrían las alcantarillas en toda su longitud.
Una vez el trabajo estaba terminado, la compañía se desperdigaba y desaparecía.
En lugares discretos, alargadas calles secundarias o grandes extensiones de tejados interconectados, el cable abandonaba las alcantarillas y era arrastrado por los grupos que trabajaban en las calles. Lo desenrollaban sobre montoncillos de juncos podridos en las partes traseras de los almacenes, por escaleras de ladrillos húmedos, sobre los tejados y a lo largo de calles caóticas, donde su laboriosidad pasaba inadvertida por su banalidad.
Se encontraban con otros, los cables se empalmaban. Los hombres y las mujeres desaparecían.
Consciente de la posibilidad de que algunos grupos (especialmente aquellos que operaban en la ciudad subterránea) se perdieran y no llegaran a los puntos de encuentro asignados, el Consejo de los Constructos había estacionado equipos de reserva a lo largo de la ruta. Esperaban en solares de obras y junto a las orillas de canales con su serpentina carga a un lado, a la espera de la noticia de que alguna de las conexiones no había sido hecha.
Pero la obra parecía bendecida. Hubo problemas, momentos perdidos, tiempo desperdiciado y breves pánicos, pero ninguno de los equipos desapareció o falto a su cita. Los equipos de reserva permanecieron ociosos.
Un gran circuito sinuoso fue construido a lo largo de la ciudad. Discurría a lo largo de más de tres kilómetros de texturas: su piel de goma color negro mate se deslizaba bajo limos fecales; a lo largo de moho y papel putrefacto; a través de la maleza, de franjas de hierba cubiertas de ladrillos, perturbando los rastros de gatos salvajes y niños de las calles; sembrando los surcos de la piel de la arquitectura, empapada con los coágulos granulados de polvo de ladrillo húmedo.