El cable era inexorable. Avanzaba, desviando su camino aquí y allá brevemente con pequeñas curvas, abriendo una vereda por el mismo centro de la ciudad. Estaba tan resuelto como esos peces que van a desovar, abriéndose camino con todas sus fuerzas a través del monolito erguido del centro de Nueva Crobuzon.
El sol que empezaba a hundirse tras las colinas del oeste, las tornaba magnificentes y portentosas. Pero ni siquiera ellas podían competir con la majestad de la estación de la calle Perdido.
Las luces parpadeaban a lo largo de su topografía, vasta e indigna de confianza, mientras recibía los ahora brillantes trenes en sus entrañas como ofrendas. La Espiga perforaba las nubes como una lanza presta, pero no era nada comparada a la estación: una pequeña addenda de hormigón al gran leviatán de mala fama que se desparramaba en obsesa satisfacción sobre el mar de la ciudad.
El cable serpenteaba hacia él sin pausa, alzándose y descendiendo sobre la superficie de Nueva Crobuzon en alas de su oleaje.
La fachada oeste de la estación de la calle Perdido miraba a la Plaza BilSantum. La plaza estaba abarrotada y era hermosa, con los carruajes y los transeúntes que circulaban constantemente alrededor de los parques que había en su centro. En medio de este verde exuberante, los malabaristas, los magos y los vendedores de los puestos entonaban cantos ruidosos y ofrecían a gritos sus mercancías. La ciudadanía era despreocupadamente ajena a la monumental estructura que dominaba el cielo. Solo reparaban en su fachada, con placer distraído, cuando al atardecer los rayos del sol caían de plano sobre ella y aquella colección de arquitecturas brillaba como un calidoscopio: el estuco y la madera pintada eran del color de las rosas; los ladrillos adquirían un tono sanguinolento; las vigas de hierro se tornaban lustrosas de untuosa luz.
La calle BilSantum se inclinaba bajo el enorme arco elevado que conectaba el cuerpo principal de la estación a la Espiga. La estación de la calle Perdido no era discreta. Sus extremos eran permeables. De su parte trasera brotaba una osamenta de torretas que se extendía sobre la ciudad y acababa convirtiéndose en los tejados de casas toscas y vulgares. Los bloques de cemento que la cubrían se tornaban cada vez más achaparrados conforme se extendían en todas direcciones, hasta convertirse repentinamente en las feas paredes de un canal. Allí donde las cinco líneas de ferrocarril se desenrollaban sostenidas sobre grandes arcos y discurrían a lo largo de los tejados, los ladrillos de la estación las soportaban y las rodeaban, abriendo a cuchillo un camino a través de las calles. La arquitectura se derramaba más allá de sus límites.
La propia calle Perdido era una vía estrecha y alargada que discurría perpendicular a la calle BilSantum y se encaminaba sinuosamente hacia el este, en dirección a Gidd. Nadie sabía por qué antaño había sido lo bastante importante como para darle su nombre a la estación. Estaba empedrada y sus casas no eran demasiado escuálidas, aunque estaban en mal estado de conservación. Puede que una vez hubiera señalado el límite norte de la estación, pero había sido superada hacía mucho tiempo. Los almacenes y las salas de la estación se habían extendido y abierto una brecha en la pequeña calle.
Habían saltado sobre ella sin esfuerzo y se habían extendido como el moho sobre el paisaje de tejados que se abría más allá, transformando la hilera de edificios adosados que se extendía al norte de la calle BilSantum. En algunos lugares, la calle Perdido estaba abierta al cielo: en todos los demás, quedaba cubierta por techos alargados, con bóvedas de ladrillos ornamentadas con gárgolas o enrejados de madera o hierro. Allí, a la sombra del vientre de la estación, estaba iluminada permanentemente por lámparas de gas.
La calle Perdido seguía siendo residencial. Cada día, las familias se levantaban bajo el oscuro cielo de la arquitectura, recorrían el sinuoso paseo que los separaba del trabajo, entrando y saliendo de las sombras.
El ruido de las botas pesadas resonaba a menudo desde arriba. La entrada de la estación y gran parte de su superficie superior estaban custodiadas. Guardias de seguridad, soldados extranjeros y milicianos, algunos de uniforme y otros de paisano, patrullaban por la fachada y el montañoso paisaje de arcilla y pizarra que la rodeaba, protegiendo los bancos y las tiendas, las embajadas y las oficinas gubernamentales que ocupaban los numerosos pisos del interior. Como exploradores, recorrían rutas cuidadosamente trazadas a través de las torres y las escaleras de hierro en espiral, junto a las ventanas de las buhardillas y a través de patios escondidos en los tejados, viajaban a través de las capas inferiores del tejado de la estación, vigilando la plaza y los lugares secretos y la enorme ciudad.
Pero más hacia el este, cerca de la parte trasera de la estación, salpicada por un centenar de entradas de servicio y establecimientos menores, la seguridad se relajaba y se volvía más fortuita. Allí, la colosal construcción era más oscura. Cuando el sol se ponía, proyectaba su gran sombra sobre una enorme franja del Cuervo.
A cierta distancia de la masa principal de edificios, entre la calle Perdido y la estación Gidd, la línea Dexter pasaba a través de un laberinto de oficinas antiguas que hacía mucho tiempo habían sido destruidas por un incendio menor.
El fuego no había dañado la estructura pero había bastado para llevar a la bancarrota a la compañía que operaba en el edificio. Las chamuscadas habitaciones llevaban mucho tiempo abandonadas por todos salvo los vagabundos a quienes no molestaba el olor del carbón, que todavía, al cabo de una década, reinaba tenaz en el lugar.
Después de más de dos horas de avanzar a un ritmo de tortura, Isaac y Yagharek llegaron a esta cáscara vacía y se desplomaron agradecidos en su interior. Soltaron a Andrej, volvieron a atarle las manos y los pies y lo amordazaron antes de que despertara. Luego devoraron la poca comida que tenían, se sentaron en silencio y esperaron.
Aunque el cielo era luminoso, su refugio estaba sumido en la oscuridad que proyectaba la estación. Al cabo de poco más de una hora llegaría el crepúsculo, seguido muy de cerca por la noche.
Hablaron en voz baja. Andrej despertó y volvió a hacer sus ruidos, al tiempo que lanzaba miradas horrorizadas a su alrededor y suplicaba que lo liberasen, pero Isaac lo miró con ojos demasiado cansados y desdichados como para sentir culpa.
A las siete en punto se escuchó el ruido de alguien que trasteaba con la puerta, ampollada a causa del calor. Resultó audible de inmediato sobre el traqueteo callejero proveniente del Cuervo. Isaac sacó su pistola e indicó a Yagharek con un gesto que guardara silencio.
Era Derkhan, exhausta y sucia, el rostro manchado de polvo y grasa. Contuvo el aliento mientras entraba por la puerta y la cerraba detrás de sí, y entonces, al dejarse caer sobre ella, exhaló un suspiro sollozante. Avanzó y le estrechó la mano a Isaac y luego a Yagharek. Ellos la saludaron con murmullos.
—Creo que alguien está vigilando este lugar —dijo Derkhan con voz teñida de urgencia—. Está bajo el toldo del estanco del otro lado de la calle, vestido con una capa verde. No he podido verle la cara.
Isaac y Yagharek se pusieron tensos. El garuda se deslizó bajo la ventana tapiada y acercó su ojo de ave a un agujero en uno de los tablones. Exploró la calle situada frente a la ruina.
—Ahí no hay nadie —dijo con voz neutra. Derkhan se acercó y miró por el agujero.
—Puede que no estuviera haciendo nada —dijo ella al fin—. Pero me sentiría más segura un piso o dos más arriba, por si oímos llegar a alguien.
Era mucho más fácil moverse ahora que Isaac podía obligar a Andrej a avanzar a punta de pistola sin miedo a ser visto. Subieron por las escaleras, dejando huellas en los peldaños cubiertos de carbonilla.