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En el piso más alto las ventanas no estaban cubiertas por cristal o madera y podían contemplar, al otro lado de un corto trecho de pizarra, el escalonado monolito de la estación. Esperaron hasta que la oscuridad del cielo se hizo más densa. Por fin, bajo el parpadeo tenue de los chorros de gas de color naranja, Yagharek salió por la ventana y se dejó caer con suavidad frente al muro cubierto de moho que había más allá. Recorrió sigilosamente los apenas dos metros que lo separaban de la ininterrumpida sucesión de tejados que a su vez conectaba el puñado de edificios a la línea Dexter y la estación de la calle Perdido. Esta se alzaba, pesada y enorme, hacia el oeste, moteada por racimos irregulares de luces, como una constelación confinada a la tierra.

Yagharek era una figura apenas visible en el perfil de la ciudad. Escudriñó el paisaje de chimeneas y tejas de pizarra. Nadie lo estaba vigilando. Se volvió hacia la oscura ventana y les indicó a los demás que lo siguieran.

Andrej era viejo, tenía el cuerpo rígido y le resultaba difícil caminar por los estrechos caminos que seguían. No podía superar los saltos de metro y medio que de tanto en cuanto habían de atravesar. Isaac y Derkhan lo ayudaban, sosteniéndolo o sujetándolo con una gentil y macabra asistencia mientras su compañero le apuntaba al cerebro con el arma.

Le habían desatado los miembros para que pudiese caminar y trepar, pero habían dejado la mordaza en su lugar para acallar sus sollozos y gemidos.

El anciano avanzaba tambaleándose, confuso y miserable como un alma en la antesala del Infierno, acercándose más y más a su inevitable fin con pasos agonizantes.

Los cuatro recorrían aquel paisaje de tejados que discurría paralelo a la línea Dexter. Pasaron junto a ellos en ambas direcciones unos trenes de hierro que aullaban y expulsaban grandes bocanadas de humo mugriento a la luz menguante. Continuaron lentamente su marcha, hacia la estación que se erguía frente a ellos.

No pasó mucho tiempo antes de que la naturaleza del terreno cambiara. Los tejados en ángulo cedieron su lugar conforme la masa de la estación se alzaba a su alrededor. Ahora tenían que utilizar las manos para avanzar. Se abrieron camino por pequeños caminos de hormigón, rodeados por muros cubiertos de ventanas; se agacharon bajo enormes portillas y tuvieron que subir cortas escalerillas que serpenteaban entre torres achaparradas. La maquinaria oculta hacía zumbar el enladrillado. Para ver el tejado de la estación de la calle Perdido ya no tenían que mirar hacia delante, sino hacia arriba. Habían atravesado la nebulosa frontera en la que terminaban las calles de casas adosadas y comenzaban las primeras estribaciones de la estación.

Trataron de no tener que trepar, arrastrándose alrededor de los bordes de promontorios de ladrillo semejantes a dientes afilados y siguiendo accidentales pasajes. Isaac empezó a mirar en derredor de forma intermitente, nerviosa. El pavimento había desaparecido tras una elevación de tejados y chimeneas que tenía a la derecha.

—Guardad silencio y tened cuidado —susurró—. Podría haber guardias.

Desde el nordeste, una curva hendida en la alargada silueta de la estación era una calle que se aproximaba a ellos, medio cubierta por el edificio. Isaac la señaló.

—Allí —susurró—. La calle Perdido.

Trazó su línea con la mano. Un poco más adelante se intersecaba con la Vía Cefálica, en la dirección en la que ellos estaban caminado.

—Donde se encuentran —susurró—. Ese es el lugar convenido. Yag… ¿puedes ir?

El garuda se alejó corriendo hacia la parte trasera de un alto edificio situado unos pocos metros delante de ellos, donde una serie de canalones cubiertos de herrumbre formaban una escalera inclinada hasta el suelo.

Isaac y Derkhan avanzaron con lentitud, empujando a Andrej delante de ellos con las pistolas. Cuando llegaron a la intersección de las dos calles se sentaron pesadamente y esperaron.

Isaac levantó la mirada hacia el cielo, donde solo las nubes más altas recibían ya los rayos del sol. Bajó la vista y contempló la miseria de Andrej y la mirada suplicante que arrugaba el rostro del anciano. Por todas partes empezaban a escucharse los ruidos nocturnos de la ciudad.

—Aún no hay pesadillas —murmuró Isaac. Levantó la vista hacia Derkhan y extendió la mano como si estuviera comprobando si llovía—. No siento nada. Todavía no deben de haber salido.

—Puede que se estén lamiendo las heridas —dijo ella con aire sombrío—. Puede que no vengan y todo esto… —sus ojos parpadearon y se posaron momentáneamente sobre Andrej—… todo esto no sirva de nada.

—Vendrán —dijo Isaac—. Eso te lo prometo —no estaba dispuesto a considerar la posibilidad de que las cosas fueran mal. No estaba dispuesto a admitir la derrota.

Guardaron silencio durante un minuto. Isaac y Derkhan se percataron simultáneamente de que los dos estaban observando a Andrej. Este respiraba lentamente mientras sus ojos pestañeaban, moviéndose de acá para allá. Su miedo se había convertido en una presencia paralizante. Podríamos quitarle la venda, pensó Isaac, y no gritaría… pero entonces podría hablar. Dejó la venda en su lugar. Se escuchó un ruido de arañazos cerca de ellos. Con calmada velocidad, Isaac y Derkhan levantaron sus armas. La cabeza emplumada de Yagharek emergió desde detrás de la arcilla y bajaron los brazos. El garuda se dirigió hacia ellos cruzando la agrietada extensión del tejado. Transportaba sobre el hombro un gran rollo de cable.

Isaac se puso en pie para abrazarlo mientras caminaba encorvado.

— ¡Lo has conseguido! —siseó—. ¡Estaban esperando!

—Empezaban a ponerse nerviosos —dijo Yagharek—. Llegaron por las alcantarillas hace una hora más o menos: tenían miedo de que nos hubiesen capturado o matado. Este es el extremo del cable —dejó caer el rollo delante de ellos. Era más delgado que muchas de las otras secciones, de unos seis centímetros de sección, con un revestimiento de goma fina. Debían de quedar unos veinte metros, desparramados en tensas espirales junto a sus tobillos.

Isaac se arrodilló para examinarlo. Derkhan, la pistola todavía apuntando al acobardado Andrej, lo contempló con la mirada entornada.

— ¿Está conectado? —preguntó—. ¿Funciona?

—No lo sé —dijo Isaac con voz entrecortada—. No lo averiguaremos hasta que lo conecte, hasta que cierre el circuito —levantó el cable y se lo cargó sobre el hombro— No hay tanto como yo esperaba —dijo—. No vamos a poder acercarnos mucho al centro de la estación de Perdido —miró a su alrededor y frunció los labios. No importa, pensó. La elección de la estación no era más que la excusa para el Consejo, para salir del vertedero y alejarse de él antes de… la traición. Pero descubrió que deseaba poder llegar hasta el corazón mismo de la estación, como si de hecho hubiera un poder real contenido en sus ladrillos. Señaló en dirección sudeste, un poco más allá, hacia lo alto de una pequeña ladera formada por tejadillos de lados inclinados y extremos superiores planos. Se extendían como una exagerada escalera de pizarra dominada por un muro enorme de hormigón, desnudo y sucio. La pequeña estribación de altozanos de tejado terminaba a unos quince metros por encima de ellos, en lo que Isaac esperaba que fuera una superficie llana. El enorme muro de hormigón en forma de «L» que se elevaba unos siete metros más sobre ella la contenía en dos de sus lados.

—Allí —dijo Isaac—. Allí es a donde nos dirigimos.

50

A medio camino de los tejados escalonados, Isaac y sus compañeros perturbaron a alguien.

Se produjo de pronto un escandaloso sonido, una voz embriagada. Isaac y Derkhan buscaron a tientas sus pistolas, en un movimiento nervioso. Era un borracho harapiento, que se levantó con inhumana agilidad y desapareció a toda velocidad pendiente abajo. Detrás de él revolotearon jirones de ropa destrozada.