Duermo en viejas arcadas bajo los raíles atronadores.
Como cualquier cosa orgánica que no pueda acabar conmigo.
Me oculto como un parásito en la piel de esta vieja urbe, que estornuda y arroja flatulencias, que ruge y se rasca, que crece como un cáncer pugnaz a medida que pasan los años.
A veces trepo a lo alto de las inmensas, gigantescas torres que horadan la piel de la ciudad como las púas de un puercoespín. En ese aire más liviano, los vientos pierden la melancólica curiosidad mostrada en el suelo. Abandonan su petulancia de segundo piso. Agitados por las torres que huyen de la hueste luminosa de la ciudad (el blanco intenso de las lámparas de carburo, el rojo bruñido de la grasa prendida, la sebosa y frenética llamarada parpadeante del gas, todos ellos anárquicos guardianes contra la negrura), los vientos se regocijan y juegan.
Soy capaz de hundir mis garras en el borde de la corona de un edificio y extender los brazos para sentir las acometidas y la lluvia de aire embravecido, y puedo cerrar los ojos y recordar, por un instante, lo que es volar.
SEGUNDA PARTE
FISONOMÍAS DEL VUELO
6
A Nueva Crobuzon no le convencía la gravedad.
Los aeróstatos flotaban de nube en nube como babosas sobre repollos. Las cápsulas de la milicia recorrían el corazón de la ciudad hasta sus límites, los cables que las sostenían vibrando como cuerdas de guitarra a cientos de metros de altitud. Los dracos se abrían paso sobre la conurbación, dejando un rastro de defecación y profanamiento. Las palomas compartían los cielos con las chovas, los azores, los gorriones y los periquitos fugados. Las hormigas voladoras y las avispas, las abejas y las moscardas, las mariposas y los mosquitos libraban una guerra aérea contra un millar de predadores, aspis y dheri que iban a por ellos. Los gólems ensamblados por estudiantes borrachos aleteaban sin mente por el cielo, con torpes alones de cuero, papel o corteza de fruta que se caían en pedazos en su travesía. Incluso los trenes, que desplazaban incontables hombres, mujeres y mercancías por la gran carcasa de Nueva Crobuzon, bregaban para sostenerse sobre las casas, como si temieran la putrefacción de la arquitectura.
La ciudad se erigía inmensa hacia los cielos, inspirada por las vastas montañas que se alzaban al oeste. Purulentas losas cuadradas de diez, veinte, treinta plantas horadaban el cielo. Estallaban como gruesos dedos, como puños, como el muñón de miembros que se agitaban frenéticos sobre la marejada de las casas inferiores. Las toneladas de hormigón que conformaban la urbe cubrían la antigua geografía, los oteros y las vaguadas, ondulaciones todas aún visibles. Las casuchas hendían como un cono de desmoronamiento las faldas de la Colina Vaudois, el Tábano, la Colina de la Bandera y el Montículo de San Jabber.
Los negros muros ahumados del Parlamento se alzaban en la Isla Strack como los dientes de un tiburón o la cola de una raya, como monstruosas armas orgánicas desgarrando el firmamento. El edificio estaba maniatado por tubos siniestros y vastos remaches y palpitaba con las viejas calderas de sus entrañas. Habitaciones empleadas con propósitos inciertos surgían del cuerpo principal del coloso, sin mucho respeto por los refuerzos o los arbotantes. En algún lugar del interior, en la Cámara, lejos del alcance del cielo, se pavoneaban Rudgutter y su hueste de aburridos zánganos. El Parlamento era como una montaña en el límite de la avalancha arquitectónica.
No era un reino más puro que vigilase vasto sobre la ciudad. Las salidas de humo perforaban la membrana entre la tierra y el aire y regurgitaban despechadas toneladas de aire venenoso al mundo. En la caliginosa y mefítica bruma sobre las azoteas, el detritus de un millón de chimeneas vagaba a la deriva. Los crematorios oreaban cenizas de voluntades quemadas por verdugos celosos, mezcladas con el polvo del carbón consumido para mantener calientes a los amantes moribundos. Miles de sórdidos espectros humeantes se abrazaban a Nueva Crobuzon con un hedor que asfixiaba como la culpa.
Las nubes se enroscaban en el malsano microclima de la ciudad. Parecía como si todo el tiempo de Nueva Crobuzon lo formara un inmenso huracán reptante centrado en el corazón de la urbe, en el colosal edificio mestizo que se alzaba en el núcleo de la zona comercial conocida como el Cuervo, coágulo de kilómetros de línea férrea y años de violaciones arquitectónicas: la estación de la calle Perdido.
Era un castillo industrial cuajado de parapetos aleatorios. La torre occidental de la estación era la Espiga de la milicia, que se alzaba sobre las demás torretas y las empequeñecía, y que se encontraba solicitada en siete direcciones por los tensos raíles aéreos. Pero, a pesar de su altura, la Espiga no era más que un anejo de la enorme estación.
El arquitecto había sido encerrado, completamente loco, siete años después de terminada la estación de la calle Perdido. Se dijo que era un hereje que pretendía construir su propio dios.
Cinco gigantescas fauces de ladrillo se abrían para fagocitar cada una de las líneas férreas de la ciudad. Las vías se desplegaban bajo los arcos como lenguas gigantescas. Las tiendas, cámaras de tortura, talleres, despachos y espacios vacíos llenaban el grueso vientre del edificio, que, desde cierto ángulo, con una luz determinada, parecía agazaparse sosteniendo el peso de la Espiga, preparándose para saltar sobre el cielo infinito para invadirlo.
El romance no nublaba la visión de Isaac. Veía el vuelo allá donde mirara (tenía los ojos hinchados: tras ellos zumbaba un cerebro lleno de nuevas fórmulas y hechos diseñados para evadirse de la garra de la gravedad) y era consciente de que no se trataba de una huida hacia un lugar mejor. El vuelo era algo secular, profano: poco más que el paso de una zona de Nueva Crobuzon a otra.
Aquello le alegraba. Era un científico, no un místico.
Se tumbó en la cama y miró por la ventana. Siguió una mota de polvo tras otra con la mirada. A su alrededor, en la cama, desparramados sobre el suelo como una marea de papel, había libros y artículos, notas mecanografiadas y pliegos de diagramas entusiastas, las clásicas monografías anidadas en los delirios de un loco. La Biología y la Filosofía luchaban por el espacio en su mesa.
Había seguido como un sabueso la retorcida pista bibliográfica. No podía ignorar algunos títulos: Sobre la gravedad o La teoría del vuelo. Otros eran tangenciales, como Aerodinámica del enjambre.
Y otros no eran más que caprichos de los que sus respetados colegas sin duda se reirían; por ejemplo, aún tenía que hojear las páginas de Moradores sobre las nubes o ¿Y qué pueden contarnos?
Se rascó la nariz y bebió con pajita un sorbo de la cerveza que se balanceaba sobre su pecho.
Solo llevaba dos días trabajando en el encargo de Yagharek, y para él la ciudad había cambiado por completo. Se preguntaba si regresaría a su anterior estado.