El motor de crisis empezó a zumbar.
—Solo está calculando —dijo Isaac nerviosamente mientras Derkhan y Yagharek se volvían hacia él—. Todavía no está procesando. Le estoy dando instrucciones.
Isaac empezó a alimentar cuidadosamente con las tarjetas de programación los diferentes motores analíticos que tenía frente a sí. La mayoría de ellas estaba destinada al propio motor dé crisis, pero otras correspondían a los circuitos subsidiarios de cálculo conectados a él por pequeños haces de cable. Isaac examinaba cada tarjeta, la comparaba con sus notas, garabateaba rápidos cálculos antes de introducirla en cualquiera de las ranuras de entrada.
Los motores despedían un escándalo mientras sus finas dentaduras de trinquetes se deslizaban sobre las tarjetas y mordían las perforaciones cuidadosamente realizadas; las instrucciones, las órdenes y la información se descargaban en sus cerebros analógicos. Isaac procedía con lentitud, aguardaba hasta sentir el clic que marcaba que el procesamiento había tenido éxito antes de sacar la tarjeta e introducir la siguiente.
Tomaba notas, mensajes incomprensibles garabateados para sí mismo sobre trozos desgarrados de papel. Respiraba con rapidez.
Empezó a llover de forma repentina. Eran gotas gruesas y untuosas que caían de forma indolente y estallaban al tocar el suelo, espesas y cálidas como el pus. La noche era muy cerrada y las glutinosas nubes de tormenta contribuían a ello todavía más. Isaac trabajaba deprisa, sintiendo de pronto los dedos muy torpes, muy grandes.
Flotaba en el ambiente una sensación de resistencia, un peso que se prendía del espíritu y empezaba a saturar los huesos. La percepción de lo insólito, de lo terrible y de lo oculto, que se cernía sobre ellos como si lo hiciese desde dentro, una hinchada nube de tinta que ascendía desde las profundidades de la mente.
—Isaac —dijo Derkhan mientras se le rompía la voz—, tienes que darte prisa. Está empezando.
Un enjambre de sensaciones de pesadilla descendía tamborileando entre ellos junto con la lluvia.
—Están despiertas y han salido —dijo Derkhan, aterrorizada—. Están cazando. Han salido. Deprisa, tienes que darte prisa…
Isaac asintió sin decir nada y continuó con lo que estaba haciendo, al tiempo que sacudía la cabeza como si con ese gesto pudiera dispersar el empalagoso miedo que se había apoderado de él. ¿Dónde está la puta Tejedora?
—Alguien nos está observando desde abajo —dijo Yagharek repentinamente—, algún vagabundo que no ha salido huyendo. No se mueve.
Isaac volvió a levantar la mirada y luego devolvió su atención al trabajo.
—Coge mi pistola —siseó—. Si se acerca, haz un disparo de advertencia. Confiemos en que mantenga la distancia —sus manos se apresuraban a girar, a conectar, a programar. Pulsó códigos numéricos en tableros digitales y metió tarjetas perforadas en las ranuras—. Casi está —murmuró—. Casi está.
La sensación de premura nocturna, de estarse deslizando hacia un sueño amargo, se incrementaba.
—Isaac… —siseó Derkhan. Andrej se había sumido en una especie de sopor aterrorizado y exhausto y comenzó a gemir y a balancearse, los ojos muy abiertos y empapados de cansina vaguedad.
— ¡Hecho! —exclamó Isaac y retrocedió un paso.
Sobrevino un momento de silencio. El entusiasmo de Isaac se disipó rápidamente.
— ¡Necesitamos a la Tejedora! —dijo—. Se suponía que… ¡Dijo que estaría aquí! No podemos hacer nada sin ella…
No podían hacer nada salvo esperar.
El hedor de la pervertida imaginería onírica crecía y crecía, y por toda la ciudad, en lugares fortuitos, empezaron a escucharse aullidos breves, conforme el sufrimiento de los durmientes en su sueño les hacía gritar su miedo o su desafío. La lluvia se hizo más intensa, hasta que el suelo de hormigón estuvo resbaladizo. Isaac trató de cubrir con el grasiento saco algunas secciones del circuito de crisis, moviéndose presa de la agitación, en un vano intento por proteger su máquina del agua.
Yagharek contemplaba el resplandeciente paisaje de los tejados. Cuando su cabeza estuvo demasiado llena de sueños terroríficos y empezó a tener miedo de lo que pudiera ver, giró sobre sus talones y empezó a observar a través de los cristales de su casco. Seguía vigilando la figura tenue e inmóvil que esperaba allá abajo.
Isaac y Derkhan arrastraron a Andrej para acercarlo un poco al circuito (de nuevo con aquella gentileza horripilante, como si estuvieran preocupados por su bienestar). Bajo el arma de Derkhan, Isaac volvió a atar las manos y las piernas del anciano y le colocó en la cabeza uno de los cascos de comunicador. No le miró a la cara.
El casco estaba ajustado. Junto a la salida ensanchada de la parte alta, tenía tres entradas. Una de ellas lo conectaba con el segundo casco. Otra estaba enlazada a través de varios cables enmarañados a los cerebros calculadores y los generadores del motor de crisis.
Isaac limpió el agua de lluvia sucia de la tercera de las conexiones y enchufó en ella el grueso cable que se extendía desde la válvula circuito, unido a la cual estaba el grueso cable que se extendía hasta llegar al Consejo de los Constructos, al sur del río. La corriente podía fluir desde el cerebro analítico del Consejo hasta el casco de Andrej, pasando a través del interruptor de una sola dirección.
—Eso es, eso es —dijo Isaac con voz tensa—. Ahora solo necesitamos a la puta Tejedora…
Pasó otra media hora de lluvia y crecientes pesadillas antes de que las dimensiones del paisaje de tejados se rasgaran y se agitaran salvajemente y pudiera oírse el canturreante monólogo de la Tejedora:
…MIENTRAS TÚ Y YO CONCURRÍAMOS EL GORDO EMBUDO-ESPACIO EL COÁGULO DEL CENTRO DE TELACIUDAD NOS VE ENGORDAR… en el interior de sus cráneos; la enorme araña atravesó con suavidad el desgarro que pendía del aire y danzó hacia ellos, enanos en comparación con su resplandeciente cuerpo.
Isaac dejó escapar un suspiro agudo, un afilado gemido de alivio. Su mente trepidaba con la maravilla y el terror que inducía la Tejedora.
— ¡Tejedora! —exclamó—. ¡Ayúdanos ahora! —tendió el otro casco comunicador hacia la extraordinaria presencia.
Andrej había levantado la mirada y trataba de apartarse, sumido en un paroxismo de terror. Los ojos sobresalían de las órbitas a causa de la presión de la sangre, y empezó a vomitar dentro de la máscara. Se arrastró tan rápidamente como pudo hacia la cornisa del tejado, impelido por un terrible miedo inhumano que sacudía su cuerpo.
Derkhan lo sujetó y lo sostuvo en su lugar. Él ignoró su arma, los ojos vacíos de todo lo que no fuera la vasta araña que se cernía sobre él con movimientos lentos y portentosos. Derkhan podía someterlo con facilidad. Sus gastados músculos se flexionaban y se retorcían en vano. Ella lo arrastró de vuelta y lo inmovilizó.
Isaac no los miraba. Le tendió el casco a la Tejedora, suplicante.
—Necesitamos que te pongas esto —dijo—. ¡Póntelo ya! Podemos acabar con todas. Dijiste que nos ayudarías… a reparar la tela… por favor.
La lluvia tamborileaba sobre el duro caparazón de la Tejedora. Cada segundo más o menos, una o dos gotas al azar crepitaban violentamente y se evaporaban al entrar en contacto con ella. La Tejedora seguía hablando, como siempre, un murmullo inaudible que Isaac y Derkhan y Yagharek no podían comprender.
Alargó las patas, tomó el casco con sus manos suaves, humanas, y se lo colocó sobre la segmentada cabeza.