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Por toda Nueva Crobuzon, más de novecientos de los mejores comunicadores y taumaturgos de la ciudad se detuvieron y se volvieron repentinamente en dirección al Cuervo, los rostros arrugados de confusión y nebulosa alarma. Los más sensitivos se llevaron las manos a la cabeza y gimieron con inexplicable dolor.

Doscientos siete de ellos empezaron a farfullar un galimatías compuesto de códigos numerológicos y poesía exuberante. Ciento cincuenta y cinco sufrieron hemorragias nasales masivas, dos de las cuales, imposibles de contener, acabarían por resultar fatales.

Once, que trabajaban para el gobierno, arañaron las mesas de sus talleres en lo alto de la Espiga y corrieron, mientras trataban en vano de contener con pañuelos y papeles el fluido sanguinolento que se derramaba por sus narices y orejas, hacia la oficina de Eliza Stem-Fulcher.

— ¡La estación de la calle Perdido! —fue todo lo que pudieron decir. Lo repitieron como idiotas durante varios minutos a la secretaria de Interior y al alcalde, que se encontraba con ella, mientras los sacudían con frustración, los labios temblando en busca de otros sonidos, y manchaban de sangre los inmaculados trajes a medida de sus jefes.

— ¡La estación de la calle Perdido!

Muy arriba, sobre las amplias y desiertas calles de Chnum, planeando lentamente junto a las torres del templo de Cuña del Alquitrán, rodeando el río sobre el Aullido y remontándose en toda su longitud sobre los depauperados suburbios del Cantizal, se movían unos cuerpos complejos.

Con desplazamientos lentos y lenguas babeantes, las polillas asesinas buscaban presas.

Estaban hambrientas, ansiosas por darse un festín y preparar sus cuerpos y volver a procrear. Debían cazar.

Pero en cuatro súbitos, idénticos y simultáneos movimientos (separados por kilómetros en diferentes cuadrantes de la ciudad) las cuatro polillas asesinas levantaron la cabeza mientras volaban.

Batieron sus complejas alas y frenaron su marcha, hasta que estuvieron casi inmóviles en el aire. Cuatro rezumantes lenguas se desenroscaron y lamieron el aire.

En la lejanía, sobre el horizonte que brillaba con manchones de luz sucia, en los exteriores de la masa central de edificios, una columna se elevaba desde el suelo. Crecía y crecía mientras ellas lamían y saboreaban, y empezaron a aletear frenéticas conforme el aire les traía el aroma, el olor suculento de aquello que hervía y se arremolinaba en el éter.

Las demás fragancias y esencias de la ciudad se disiparon en la nada. Con asombrosa velocidad, el extraordinario rastro dobló su intensidad, y excitó a las polillas asesinas hasta volverlas locas.

Una por una emitieron un gorjeo de asombrada y deleitada codicia, un anhelo que no conocía límites.

Desde los extremos de la ciudad, desde los cuatro puntos cardinales, convergieron en un frenesí de batir de alas, cuatro cuerpos famélicos, exultantes y poderosos que descendían para alimentarse.

Hubo una diminuta emisión de luces en la pequeña consola. Isaac se aproximó lentamente, con el cuerpo encorvado, como si pudiera agacharse bajo el faro de energía que emanaba desde el cráneo de Andrej. El anciano se convulsionaba y se retorcía en el suelo.

Isaac tuvo mucho cuidado de no mirar su cuerpo despatarrado. Consultó la consola, tratando de encontrarle sentido al leve juego de luces de los diodos.

—Creo que es el Consejo de los Constructos —dijo por encima del monótono sonido de la lluvia—. Está enviando instrucciones para tratar de rodear la barrera, pero no creo que lo consiga. Esto es demasiado simple para él —dijo, mientras daba una palmaditas a la válvula circuito—. No hay nada de cuyo control pueda apoderarse —Isaac se imaginó una lucha en las femtoscópicas autopistas del cableado.

Levantó la mirada.

La Tejedora lo ignoraba, a él y a todos los demás, mientras tamborileaba con sus pequeños dedos contra el resbaladizo hormigón en ritmos complicados. Su baja voz resultaba incomprensible.

Derkhan estaba observando a Andrej con cansancio asqueado. Su cabeza se movía lentamente de adelante atrás como si el oleaje la estuviera balanceando. Movía la boca. Hablaba en una lengua muda. No te mueras, pensó Isaac fervientemente mientras miraba al malogrado anciano, viendo cómo se contorsionaba su rostro, sacudido por la extraña retroalimentación, no puedes morir todavía. Tienes que aguantar.

Yagharek, que estaba de pie, señaló repentinamente hacia lo alto, hacia un lejano cuadrante del cielo.

—Han cambiado su rumbo —dijo simplemente. Isaac levantó la mirada y vio lo que Yagharek les estaba indicando.

Muy lejos, a medio camino desde el extremo de la ciudad, tres de los dirigibles que flotaban a la deriva habían virado a propósito. Apenas eran visibles para el ojo humano, grumos negros contra el cielo de la noche, identificables tan solo por sus luces de navegación. Pero resultaba evidente que su perezoso y fortuito movimiento había cambiado; que se estaban dirigiendo pesadamente hacia la estación de Perdido, convergiendo.

—Vienen a por nosotros —dijo Isaac. No sentía miedo, solo tensión y una extraña tristeza—. Se acercan. ¡Fosos de los dioses, mierda! Son casi las diez, tenemos quince minutos antes de que lleguen. Solo podemos confiar en que las polillas sean más rápidas.

—No. No —Yagharek estaba sacudiendo la cabeza con rápida violencia. La inclinó y movió rápidamente los brazos para indicarles que guardaran silencio. Isaac y Derkhan se quedaron paralizados. La Tejedora prosiguió con su demente monólogo, pero era algo lejano y amortiguado. Isaac rezó para que no se aburriese y desapareciese. El dispositivo, el simulacro de mente, la crisis, todo ello se vendría abajo.

A su alrededor la atmósfera se estaba ribeteando, partiéndose como piel vieja mientras la fuerza de aquella impensable y floreciente oleada de potencia continuaba creciendo.

Yagharek estaba completamente concentrado en escuchar por encima del rumor de la lluvia.

— Se acerca gente por el tejado —dijo con urgencia. Con un movimiento diestro sacó su látigo del cinturón. Su alargado cuchillo pareció bailar en su mano izquierda y se detuvo, brillando bajo las luces refractadas de sodio. De nuevo se había convertido en guerrero y cazador.

Isaac se puso en pie y sacó su pistola. Comprobó rápidamente que estuviera limpia y llenó la cazoleta de pólvora, tratando de protegerla de la lluvia. Buscó a tientas la pequeña bolsa que contenía las balas y su cuerno de pólvora. Su corazón, se percató, solo se había acelerado ligeramente.

Vio a Derkhan, que estaba preparándose también. Ella sacó sus dos pistolas y las comprobó con la mirada fría.

Sobre la llanura de tejados, quince metros por debajo de ellos, había aparecido una pequeña tropa de figuras vestidas con uniformes oscuros. Corrían nerviosamente entre los afloramientos de la arquitectura, haciendo traquetear sus picas y sus rifles. Debían de ser unos doce, los rostros invisibles tras los cascos reflectantes, equipados con armaduras segmentadas que aleteaban contra sus cuerpos y las sutiles insignias que indicaban su rango. Se dispersaron y empezaron a aproximarse a la pendiente de tejados desde diferentes ángulos.

—Oh, buen Jabber —Isaac tragó saliva—. Estamos jodidos.

Cinco minutos, pensó, presa de la desesperación. Eso es todo lo que necesitamos. Las polillas no podrán resistirse, ya se están dirigiendo hacia aquí, ¿no podríais haber tardado un poco más?

Los dirigibles seguían aproximándose más y más, pesados e inevitables.

La milicia había llegado al extremo inferior de la ladera de pizarra. Comenzaron a trepar, agachados, escondiéndose tras las chimeneas y las ventanas abuhardilladas. Isaac se apartó del borde sin perderlos de vista.