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Giró sobre un costado y revolvió entre los papeles que tenía debajo y que le incomodaban. Liberó una colección de oscuros manuscritos y un fajo de los heliotipos que había tirado de Teparadós. Isaac sostenía las imágenes frente a él, examinando las complejidades de la musculatura del draco, al que había pedido que forzara sus movimientos.

Espero que no lleve demasiado, pensó.

Había pasado el día leyendo y tomando notas, gruñendo educadamente cuando David o Lublamai le saludaban, le preguntaban o le ofrecían salir a comer. Había tomado algo de pan, queso y pimiento que Lublamai le había dejado en la mesa. A medida que el día avanzaba había ido quitándose más y más ropa, pues las pequeñas calderas del equipo calentaban el aire. El suelo a su alrededor estaba cubierto de camisas y pañuelos.

Estaba esperando un envío de suministros. Al comienzo de su lectura había comprendido que, en lo tocante a su encargo, sus conocimientos científicos eran insuficientes. De todos los arcanos, la Biología era el que tenía más descuidado. Se sentía cómodo leyendo sobre levitación, taumaturgia contrageotrópica o su querida teoría unificada de campos, pero las imágenes de Teparadós le hicieron comprender lo poco que sabía sobre la biomecánica del simple vuelo.

Lo que necesito son algunos dracos muertos… no, alguno vivo para poder experimentar con él… Isaac divagaba sin rumbo, observando los heliotipos de la noche pasada. No… uno muerto para disecarlo y otro vivo para estudiar el vuelo…

Aquella idea fugaz había adoptado de repente una forma más seria. Se sentó y lo sopesó un tiempo sentado en la mesa, antes de salir a la oscuridad de la Ciénaga Brock.

El pub más notorio entre el Alquitrán y el Cancro acechaba en las sombras de una enorme iglesia Palgolak. Estaba a unas pocas calles húmedas del puente Danechi, que conectaba Brock con el Barrio Oseo.

Casi todos los habitantes de la Ciénaga, por supuesto, eran tahoneros o maleantes o prostitutas, o cualquier otra profesión de la que no se esperase que invocara un hechizo o mirara un tubo de ensayo en toda su vida. Del mismo modo, los del Barrio Oseo, en su mayor parte, no estaban más interesados en burlar la ley de forma sistemática que el resto de Nueva Crobuzon. No obstante, Brock siempre sería el Distrito Científico, y Oseo el de los Ladrones. Y, allí donde aquellas dos influencias se encontraban (esotérica, furtiva, romántica y, en ocasiones, peligrosa), estaba el Hijas de la Luna.

Con un cartel que mostraba los dos pequeños satélites que orbitaban la Luna como hermosas y engoladas jóvenes, y una fachada pintada de escarlata, el Hijas de la Luna era destartalado pero atractivo. En el interior, la clientela consistía en los bohemios más aventureros de la ciudad: artistas, ladrones, científicos proscritos, yonquis e informadores de la milicia que se codeaban ante la mirada de la dueña del local, Kate la Roja.

El mote de Kate hacía referencia a su cabello de jengibre e, Isaac había creído siempre, a la acusación pendiente sobre la creativa bancarrota de sus patrones. Era muy fuerte, con un buen ojo para saber a quién sobornar y a quién rehuir, a quién sacudir y a quién ablandar con una cerveza gratis. Por ese motivo (y, según sospechaba Isaac, por una cierta capacidad con un par de sutiles encantamientos taumatúrgicos), el Hija de la Luna negociaba una senda tan exitosa como precaria, evadiendo las mafias de protección de la zona. La milicia no hacía muchas redadas en el local de Kate, y solo de forma superficial. La cerveza era buena, y no hacía preguntas sobre lo que se trataba en las mesas.

Aquella noche, Kate saludó a Isaac con un breve movimiento de la mano, que él devolvió. Revisó el local, cubierto de humo, pero no dio con la persona a la que buscaba. Se acercó a la barra.

— ¡Eh, Kate! —gritó por encima del estruendo—. ¿Sabes algo de Lemuel?

Ella negó con la cabeza y le sirvió, sin abrir, una Kingpin. Isaac pagó y se giró para encararse con el resto del local.

Se sentía defraudado. El Hijas de la Luna era prácticamente el despacho de Lemuel Pigeon. Se podía dar por hecho que estaría allí todas las noches cerrando tratos, ganando unas monedas. Sospechó que estaría fuera, desarrollando algún turbio negocio. Vagó sin rumbo entre las mesas, en busca de conocidos.

En una esquina, sonriendo beatífico a alguien, vestido con las túnicas amarillas de su orden, estaba Gedrecsechet, el bibliotecario de la iglesia Palgolak. Isaac se animó y se acercó a él.

Sonrió al ver que los antebrazos de la joven ceñuda que discutía con Ged estaban tatuados con las ruedas entrelazas que la proclamaban como Engranaje del MecDios, sin duda tratando de convertir al infiel. A medida que se acercaba, pudo distinguir la conversación.

— ¡…y si te acercas al mundo y a Dios con una fracción del «rigor» y el «análisis» que proclamas, verías que tu ilógico sentientomorfismo es simplemente insostenible!

Ged sonrió a la chica, llena de granos, y abrió la boca para replicar. Isaac lo interrumpió.

—Discúlpame por inmiscuirme, Ged. Solo quería decirle a la joven Ruedecitas, o como te llames… —El Engranaje trató de protestar, pero Isaac la cortó—. No, calla la boca. Te lo diré clarito: vete a tomar por el culo. Y llévate tu rigor contigo. Quiero hablar con Ged.

El bibliotecario reía entre dientes. Su oponente tragaba saliva, intentando mantener la ira, pero se sentía intimidada por el tamaño de Isaac y por su despreocupada agresividad. Trató de marcharse con un semblante de dignidad.

Al ponerse en pie, abrió la boca para despedirse con alguna réplica ingeniosa, pero Isaac se le adelantó.

—Abre la boca y te salto los dientes —le aconsejó amable.

El Engranaje guardó silencio y se marchó.

Cando desapareció de la vista, tanto él como Ged rompieron a reír.

— ¿Por qué los aguantas, Ged? —gritó Isaac.

Ged, agazapado como una rana frente a la mesita, se mecía adelante y atrás con las piernas y los brazos, metiendo y sacando la larga lengua de una boca inmensa, fofa.

—Es que me dan tanta pena… —rió entre dientes—. Son tan… intensos…

A Ged solía conocérsele como una anomalía, como el vodyanoi de mejor humor que se podía uno encontrar. Carecía por completo de la eléctrica hosquedad de su arisca raza.

—De todos modos —siguió, calmándose un poco—, los Engranajes no me molestan tanto como otros. No tienen ni la mitad del rigor que proclaman, por supuesto, pero al menos se toman la cosa en serio. Y por lo menos no son… no sé, Complínea, o Progenie Divina, o algo así.

Palgolak era un dios del conocimiento. Se le representaba bien como un hombre grueso y achaparrado leyendo en una bañera, bien como un esbelto vodyanoi en la misma actitud; o, de algún modo místico, como ambas cosas. Su congregación constaba de humanos y vodyanoi a partes más o menos iguales. Era una deidad amistosa y afable, un sabio cuya existencia estaba por completo dedicada a la obtención, catalogación y diseminación de información.

Isaac no adoraba a dios alguno. No creía en la omnisciencia o la omnipotencia proclamada por unos pocos, o incluso en la existencia de muchos. Desde luego, había criaturas y esencias que moraban en distintos aspectos de la existencia, y sin duda algunos serían poderosos, en términos humanos. Pero adorarlos le parecía una actividad pávida. No obstante, incluso él tenía un lugar en su corazón para Palgolak. En realidad esperaba que ese gordo hijo de puta existiera, en una u otra forma. Le gustaba la idea de una entidad interaspectual tan enamorada del conocimiento que no hiciera más que rondar de reino en reino, metido en una bañera, murmurando con interés ante todo lo que encontrara.