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Lin había parecido decepcionada y dolida y entonces lo había abrazado, feliz, repentinamente. Luego se había hecho un ovillo, desesperada. Isaac había olido sus emanaciones en el aire, a su alrededor. Había sabido que ella lloraba tratando de dormir.

Isaac volvió a asomarse a la luz del día. Pensó en Rudgutter y sus compinches; en el macabro señor Motley; imaginó el frío análisis del Consejo de los Constructos, privado por un engaño del motor que tanto codiciaba. Imaginó las cóleras, las discusiones, las órdenes dadas y recibidas aquella semana para condenarlo.

Caminó hasta el motor de crisis, lo contempló por entero durante un breve momento. Se sentó, puso un papel sobre su regazo y empezó a realizar cálculos.

No le preocupaba que el Consejo de los Constructos pudiera imitar su motor por sí mismo. No era capaz de diseñar uno. No podía calcular sus parámetros. El proyecto se le había ocurrido en un salto intuitivo tan natural que no lo había reconocido durante varias horas. El Consejo de los Constructos no podía ser inspirado. El modelo fundamental de Isaac, la base conceptual de su motor, no había tenido siquiera que ponerlo por escrito. Sus notas resultarían por completo opacas a cualquiera que las leyera.

Se colocó de manera que pudiese trabajar bajo la luz del sol.

Los grises dirigibles patrullaban sobre las calles, como hacían cada día. Parecían inquietos.

Era un día perfecto. El viento procedente del mar parecía renovar constantemente el cielo.

En barrios diferentes de la ciudad, Yagharek y Derkhan disfrutaban pasando el rato de forma furtiva bajo el sol mientras trataban de no cortejar al peligro. Se apartaban de las discusiones y solo caminaban por calles atestadas.

El cielo estaba amotinado de pájaros y dracos. Revoloteaban entre los contrafuertes y los minaretes, llenando los tejados ligeramente inclinados de los puntales y las torres de la milicia y cubriéndolos de guano blanco. Se reunían formando cambiantes espirales alrededor de las torres de Páramo del Queche y de los esqueléticos edificios de Salpicaduras.

Pasaban a toda velocidad sobre el Cuervo, planeaban intrincadamente a través del complejo patrón trazado por el viento sobre la estación de la calle Perdido. Los ruidosos grajos reñían sobre las capas de ladrillo. Revoloteaban sobre las moles inferiores de pizarra y alquitrán de la descuidada parte trasera de la estación y descendían hacia una peculiar llanura de hormigón situada sobre una pequeña cumbre de tejados acristalados. Sus excrementos manchaban la superficie recién limpiada, pequeñas bolitas de salpicaduras blancas contra las manchas oscuras sobre la que había sido vertida copiosamente alguna clase de fluido nocivo.

La Espiga y el edificio del Parlamento estaban cubiertos por un enjambre de pequeños cuerpos voladores.

Las Costillas se blanqueaban y se abrían, mientras sus defectos empeoraban lentamente bajo el sol. Los pájaros se posaban durante breves instantes sobre los enormes astiles de hueso, volvían a remontar el vuelo rápidamente y buscaban refugio en cualquier otra parte del Barrio Óseo, sobrevolando el tejado de un ático negro manchado por el humo, en cuyo interior el señor Motley desvariaba contra la escultura inacabada que se mofaba de él con interminable rencor.

Las gaviotas y los alcatraces seguían a las barcazas basureras y a los barcos pesqueros a lo largo del Gran Alquitrán y el Alquitrán, planeando para recoger algún bocado orgánico de los detritos. Viraban y se alejaban en busca de otros lugares prometedores, los montones de menudencias de Malado, el mercado de pescado de los Campos Pelorus. Se posaban durante breves instantes en el cable partido y cubierto de algas que salía del río junto a Hogar de Esputo. Exploraban los montones de basura del Cantizal y cazaban las presas medio muertas que se arrastraban por los descampados del Meandro Griss. La tierra ronroneaba debajo de ellos a causa de los zumbidos de los cables, ocultos varios centímetros por debajo del irregular suelo.

Un cuerpo más grande que el de los pájaros se alzó de entre las casuchas del Montículo de San Jabber y se remontó en el aire. Planeó a tremenda altitud sobre la parte occidental de la ciudad. Debajo de él, las calles se convirtieron en una mancha moteada de caqui y gris, como un moho exótico. Pasó fácilmente sobre los aeróstatos en brazos de las ráfagas de viento, calentado por el sol del mediodía. Mantenía una velocidad constante en dirección al este y cruzó el núcleo de la ciudad en el lugar en que las cinco líneas férreas brotaban como pétalos.

En el aire sobre Sheck, bandas de dracos daban vueltas y vueltas en vulgares ejercicios acrobáticos. La figura planeadora pasó sobre ellos, serena e inadvertida.

Se movía lentamente, con lánguidos aleteos que sugerían que podía aumentar diez veces su velocidad con facilidad. Voló sobre el Cancro y empezó un largo descenso, pasando una y otra vez sobre los trenes de la línea Dexter, siguiendo durante breve tiempo su caliente estela de humo y luego planeando en dirección este con invisible majestad, descendiendo hacia el dosel de tejados, serpenteando con facilidad a través del laberinto de corrientes térmicas que se elevaban desde las enormes chimeneas y los pequeños humeros de las casuchas.

Se ladeó hacia los enormes cilindros de gas del Ecomir, retrocedió con facilidad describiendo una espiral, se deslizó bajo una capa de aire agitado y descendió abruptamente hacia la estación Mog, pasó por debajo de las líneas elevadas con demasiada rapidez como para ser visto y desapareció entre los tejados de Pincod.

Isaac no estaba enfrascado por completo en sus cálculos.

Cada pocos minutos levantaba la mirada hacia Lin, que dormía y movía los brazos y se agitaba como una larva indefensa. Cuando lo hacía, parecía como si sus ojos no hubieran tenido luz jamás.

A principios de la tarde, cuando llevaba una hora u hora y media trabajando, escuchó un ruido en el patio de abajo. Medio minuto más tarde había pasos en las escaleras.

Se quedó paralizado y esperó a que se detuvieran, a que desaparecieran en una de las habitaciones de los mendigos. No lo hicieron. Recorrieron con paso deliberado los dos últimos tramos de escalera, caminando con cuidado sobre los ruidosos escalones hasta detenerse frente a su puerta.

Isaac seguía inmóvil. Su corazón latía con fuerza, alarmado. Miró desesperadamente a su alrededor, en busca de su arma.

Alguien llamó a la puerta. Isaac no dijo nada.

Después de un momento, quienquiera que se encontrase fuera volvió a llamar: no fuerte, pero sí rítmica e insistentemente, repetidas veces. Isaac se aproximó tratando de no hacer ruido. Vio a Lin, agitándose incómoda a causa del ruido.

Había una voz al otro lado de la puerta, una voz extraña, áspera, familiar, toda ella un trémolo gorjeante. Isaac no podía entenderla, pero alargó la mano hacia la puerta, repentinamente molesto y agresivo y preparado para enfrentarse a los problemas. Rudgutter habría enviado un maldito escuadrón entero, pensó mientras sus dedos se cerraban sobre el pomo, debe de ser algún mendigo pidiendo. Y aunque no creía esto último, estaba seguro de que no se trataba de la milicia ni de los hombres de Motley.

Abrió la puerta.

Frente a él, en las escaleras sin luz, ligeramente inclinado hacia delante, el enjuto y emplumado rostro multicolor como si estuviera cubierto de hojas secas, el pico curvo y brillante, como un arma exótica, se encontraba un garuda.

Vio al instante que no se trataba de Yagharek.

Sus alas se erguían y se hinchaban a su alrededor como una corola, vasta y magnífica, con plumas de color ocre y de un suave marrón manchado de rojo.