Cada humeante constructo con el que se cruzaban les hacía agachar la cabeza de forma incómoda. Isaac y Derkhan mantenían los ojos fijos en el suelo y hablaban rápidamente entre dientes. Cuando pasaban bajo los pasos elevados, levantaban nerviosos la mirada, como si los oficiales que caminaban sobre ellos pudieran olfatearlos desde aquella distancia. Evitaban las miradas de los hombres y las mujeres que holgazaneaban agresivos en las esquinas de las calles.
Se sentían como si estuviesen conteniendo la respiración. Una marcha agonizante. La adrenalina los hacía temblar.
Mientras caminaban miraban a su alrededor, tratando de abarcar todo cuanto podían, como si sus ojos fuesen cámaras. Isaac entrevió destellos de carteles de ópera que pendían desgarrados de las paredes, rollos de alambre de espinos y hormigón claveteado de cristales, los arcos del enlace ferroviario de Arboleda que se desplegaban desde la línea Dexter y planeaban sobre Sunter y el Barrio Óseo.
Levantó la vista hacia las Costillas, que se erguían colosales a su derecha, y trató de recordar sus ángulos con exactitud.
Con cada paso que los alejaba un poco más de la ciudad, podían sentir como si la gravedad estuviera remitiendo. Sentían la cabeza ligera. Como si pudiesen llorar.
Invisible, justo debajo de las nubes, una sombra se deslizaba perezosamente tras ellos. Se volvió y describió una espiral cuando su rumbo se hizo evidente. Revoloteó vertiginosamente en un momento de acrobacia solitaria. Mientras Isaac y Lin y Derkhan proseguían, la figura interrumpió sus círculos y cruzó a toda velocidad el cielo, dirigiéndose fuera de la ciudad.
Aparecieron estrellas e Isaac empezó a despedirse entre susurros de El Reloj y el Gallito, del Bazar de Galantina y de Páramo del Queche y de sus amigos.
Siguió haciendo calor mientras se dirigían al sur, buscando el rastro de los trenes, hasta llegar a un espacio abierto de polígonos industriales. La maleza campaba a sus anchas, dueña del pavimento, haciendo tropezar y proferir imprecaciones a los transeúntes que todavía llenaban la ciudad nocturna. Isaac y Derkhan guiaron cuidadosamente a Lin a través de las afueras de Ecomir y Arboleda, en dirección sur, rodeados por los trenes, hacia el río.
El Gran Alquitrán, resplandeciendo hermosamente bajo el neón y la luz de gas, su polución oscurecida por los reflejos; y los muelles llenos de esbeltos navíos con pesadas velas y buques de vapor que se filtraban iridiscentes por las aguas, barcos mercantes arrastrados por aburridos dracos marinos enjaezados a enormes bridas, torpes cargueros-factoría erizados de grúas y martillos pilones; barcos para los que Nueva Crobuzon no era más que otra parada en su travesía.
En el Cymek, llamamos mosquitos a los pequeños satélites de la Luna. Aquí en Nueva Crobuzon los llaman sus hijas.
La habitación está llena con la luz de la Luna y de sus hijas, y vacía de todo lo demás.
Llevo aquí mucho tiempo, con la carta de Isaac en la mano.
Dentro de un momento, volveré a leerla.
Escuché la vaciedad de la ruinosa casa desde las escaleras. Los ecos remitían durante demasiado tiempo. Supe antes de tocarla puerta que el ático estaba desierto.
Llevaba horas fuera, buscando una espuria y titubeante libertad por la ciudad.
Vagué entre los bonitos jardines de Sobex Croix, a través de zumbantes nubes de insectos y junto a los estanques esculpidos llenos de aves sobrealimentadas. Encontré las ruinas del monasterio, la pequeña concha que esconde orgullosamente el corazón del parque. Donde vándalos románticos graban el nombre de sus amantes en las piedras ancestrales. El pequeño edificio ya estaba abandonado un millar de años antes de que se plantasen los cimientos de Nueva Crobuzon. El dios al que estaba consagrado murió.
Algunas personas vienen de noche para honrar a su fantasma con teología tenue, desesperada.
Hoy he visitado el Aullido. He visto el Vado de Manes. Estuve de pie frente a un muro gris en Barracán, la piel cuarteada de una factoría muerta, y leí todas las pintadas.
Fui estúpido. Corrí riesgos. No permanecí cuidadosamente escondido.
Me sentí casi embriagado por aquel pequeño jirón de libertad, estaba ansioso por tener más.
De modo que regresé por fin recorriendo la noche a aquel sórdido y olvidado ático, a la brutal traición de Isaac.
Qué golpe a la fe, qué crueldad.
Vuelvo a abrirla (ignorando las patéticas y pequeñas palabras de Derkhan, semejantes a una pizca de azúcar en un veneno). La extraordinaria tensión de las palabras parece hacerlas reptar. Puedo ver a Isaac, zarandeado por tantas cosas mientras escribe. El absurdo sinsentido. Cólera, severa desaprobación. Miseria verdadera. Objetivismo. Y alguna extraña camaradería, una disculpa avergonzada.
…hoy ha venido alguien a visitarnos… leo… en estas circunstancias…
En estas circunstancias. En estas circunstancias huiré de ti. Te daré la espalda y te juzgaré. Te dejaré con tu vergüenza, te conoceré desde dentro y pasaré a tu lado y no te ayudaré.
…no voy a preguntarte, «¿Cómo pudiste?». Leo y de pronto me siento débil, débil de verdad, no como si fuera a tambalearme y a vomitar, sino como si fuera a morirme.
Me hace llorar.
Me hace gritar. No puedo detener este sonido, no quiero hacerlo, aúllo y aúllo y mi voz crece, me visitan recuerdos de gritos de guerra, recuerdos de la bandada, de caza o en la guerra, recuerdos de ululatos funerarios y chillidos de exorcismo, pero esto no es nada de eso, este es mi propio dolor, desestructurado, aculturado, no regulado e ilícito y mío por completo, mi agonía, mi soledad, mi miseria, mi culpa.
Ella me dijo que no, que Shazim se lo había pedido aquel verano; que como aquel era su año de emparejamiento le había dicho que sí; que quería emparejarse exclusivamente, como regalo para él.
Me dijo que no era justo, que debería dejarla inmediatamente, respetarla, mostrar respeto y dejar las cosas estar.
Fue una cópula sucia, cruel. Yo solo era un poco más fuerte que ella. Tardé mucho en someterla. Ella me mordió y me arañó a cada instante, me golpeó con todas sus fuerzas. Yo fui implacable.
Me encolericé. Lleno de lujuria y celos. La golpeé y entré en ella cuando yacía atontada.
Su rabia fue extraordinaria, asombrosa. Me abrió los ojos a lo que había hecho.
La vergüenza me ha envuelto desde aquel día. El remordimiento solo tardó un poco en seguirla. Se reúnen a mi alrededor como si pudieran reemplazar mis alas.
El voto de la bandada fue unánime. No negué los hechos (la idea pasó por mi mente durante un breve momento y una oleada de aborrecimiento hacia mí mismo me hizo vomitar).
No podía haber dudas sobre el juicio.
Sabía que era la decisión correcta. Pude incluso mostrar un poco de dignidad, apenas un diminuto jirón, mientras caminaba entre los ejecutores electos de la ley. Caminé lentamente, arrastrando los pies a causa de los enormes pesos de lastre que me atenazaban para impedir que volara y huyera, pero lo hice sin pausa y sin queja.
Solo vacilé al final, cuando vi las estacas que me condenarían a la ardiente tierra.