Tuvieron que arrastrarme los últimos cinco metros, hasta el lecho seco del Río Fantasma. Me debatí y luché a cada paso. Supliqué una misericordia que no merecía. Estábamos a un kilómetro de nuestro campamento y estoy seguro de que la bandada escuchó hasta el último de mis gritos.
Me tendieron con los brazos en cruz, el vientre sobre el polvo, el sol sobre mí. Tiré de mis ligaduras hasta que mis manos y mis pies quedaron completamente entumecidas.
Cinco a cada lado, sujetando mis alas. Inmovilizando mis grandes alas mientras me debatía y trataba de golpearlas con todas mis fuerzas contra los cráneos de mis carceleros. Levanté la mirada y vi al verdugo, mi primo, Sanjhuarr el de las plumas rojas.
Polvo y arena y calor y el viento en el canal. Lo recuerdo.
Recuerdo el contacto del metal. La extraordinaria sensación de intrusión, el horrible balanceo de la serrada hoja. Se manchó muchas veces con mi carne, tuvieron que sacarla y limpiarla. Recuerdo las ráfagas de aire caliente sobre el tejido desnudo, sobre los nervios arrancados de sus raíces. La lenta, lenta e inmisericorde quiebra de los huesos. Recuerdo el vómito que apagó mis gritos, brevemente, antes de que mi boca se vaciara y yo tomara aliento y volviera a gritar. Sangre en cantidades aterradoras. La repentina, vertiginosa sensación de ligereza al ser levantada y arrojada lejos una de las alas y el temblor de los huesos contra mi carne y los desgarrados jirones de esta, deslizándose sobre la herida y la presión agonizante de las telas limpias y los ungüentos sobre las laceraciones y el lento caminar de San jhuarr alrededor de mi cabeza y la certeza, la insoportable certeza de que todo ello iba a ocurrir de nuevo.
Nunca cuestioné la justicia del castigo. Ni siquiera cuando huí para tratar de recuperar el vuelo. Me sentía doblemente avergonzado. Mutilado y privado de respeto por el robo de elección en el que había incurrido; y debería admitirla vergüenza por tratar de anular un castigo justo.
Guardo la carta de Isaac en mis harapientas ropas sin leer su miserable e inmisericorde despedida. No puedo asegurar que lo desprecie. No puedo asegurar que yo hubiera actuado de forma diferente.
Salgo de la habitación y bajo las escaleras.
Algunas calles más allá, en Salbur, un bloque de pisos de ladrillo de quince pisos se alza sobre la parte oriental de la ciudad. La puerta principal no puede cerrarse con llave. Es fácil trepar sobre la cancela que supuestamente impide el acceso al tejado plano. Ya he subido antes a este edificio.
Es un corto paseo. Me siento como si estuviera dormido. Los ciudadanos me miran mientras paso junto a ellos. No llevo mi capa. No creo que importe.
Nadie me detiene mientras subo al enorme edificio. En dos de los pisos las puertas se abren con mucha ligereza mientras subo por la traicionera escalera, y me observan ojos demasiado ocultos en la oscuridad como para que pueda verlos. Pero nadie me detiene y al cabo de quince minutos estoy en el tejado.
Cincuenta metros o más. Hay muchas estructuras más altas en Nueva Crobuzon. Pero esta es lo suficientemente elevada como para bloquear el sol en las calles circundantes y es de piedra y ladrillo, como algo enorme que emerge de las aguas.
Camino junto a los escombros y las señales de las fogatas, los detritos de los intrusos y los vagabundos. Esta noche estoy solo aquí.
El pretil de ladrillos que delimita el tejado tiene metro y medio de altura. Me apoyo sobre él y miro a mi alrededor, en todas direcciones.
Sé que es lo que veo.
Puedo situarme exactamente.
Eso es un destello del Invernadero, un jirón de luz sucia entre dos torres de gas. Las apretadas Costillas están apenas a kilómetro y medio de distancia, convirtiendo en enanos a las vías del tren y las achaparradas casas. La ciudad está salpicada de oscuros racimos de árboles. Las luces, las luces de todos los colores diferentes, a mi alrededor.
Me encaramo fácilmente al muro y me yergo.
Ahora estoy en lo alto de Nueva Crobuzon.
Es una cosa tan enorme, una inmensidad tan grande… Lo contiene todo, extendido en todas direcciones desde mis pies.
Puedo ver los ríos. El Cancro está apenas a seis minutos de vuelo. Extiendo los brazos.
Los vientos me azotan y me martillean con gozo. El aire es exuberante, está vivo.
Cierro los ojos.
Puedo imaginármelo con absoluta exactitud. Un vuelo.
Impulsarme con las piernas y sentir que mis alas aferran el aire y lo empujan con facilidad hacia la tierra, alejándolo de mí en grandes cantidades como si fueran enormes palas. El costoso avance a través de las corrientes termales en las que las plumas se abaten y se preparan, se extienden, planeando, deslizándome, remontándome en espiral alrededor de esta enormidad que hay debajo de mí. Desde arriba es una ciudad diferente. Los jardines ocultos se convierten en espectáculo para mi deleite. Los oscuros ladrillos son algo que uno puede sacudirse de encima, como el polvo. Cada edificio se convierte en una aguilera. Toda la ciudad puede ser tratada sin respeto, puedes posarte allá donde te lo dicta el capricho, manchando el aire al pasar.
Desde el cielo, en vuelo, desde arriba, el gobierno y la milicia se convierten en hormigas pomposas, y la miseria en una apagada insignificancia pasajera, las degradaciones que tienen lugar a la sombra de la arquitectura no me conciernen.
Siento cómo obliga el viento a mis dedos a abrirse. Me azota el rostro, incitador. Siento el hormigueo mientras se extienden los mutilados huesos de mis alas.
Ya no volveré a hacerlo. No seré este tullido, este pájaro encadenado a la tierra, ni un minuto más.
Esta media vida termina aquí, con mi esperanza.
Puedo imaginarme con tanta fidelidad un último vuelo, un planeo rápido y elegante a través del aire que se abre como una amante perdida para darme la bienvenida…
Deja que el viento me abrace.
Me inclino hacia delante sobre el muro, sobre la torpe ciudad, hacia el aire.
El tiempo está inmóvil. Estoy sereno. No hay un solo sonido. La ciudad y el aire están en calma.
Y alzo los brazos lentamente y paso los dedos por mis plumas. Las apartó lentamente mientras mi piel se eriza, las acarició sin piedad a contrapelo. Abro los ojos. Mis dedos se cierran y aferran los rígidos tubos y las engrasadas fibras de mis mejillas, cierro el pico con todas mis fuerzas para no gritar y entonces empiezo a tirar.
Y mucho tiempo después, horas después, en lo más profundo de la noche, regreso por aquella escalera oscura y salgo.
Un carromato pasa traqueteando rápidamente por la calle desierta y luego, el silencio. Al otro lado de los adoquines, un chorro de gas despide un haz de luz parda.
Una figura sombría me ha estado esperando. Entra en la pequeña esfera de luz y se detiene, con el rostro envuelto en tinieblas. Me saluda con un gesto lento. Hay un momento brevísimo en el que pienso en mis numerosos enemigos y me pregunto cuál de ellos es este hombre. Entonces reparo en la enorme pinza de mantis con la que me saluda.