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Su existencia era precaria. No tenía escrúpulos y actuaba de forma brutal, despiadada de ser necesario. Si había peligro, no dudaba en echar a los perros a quien le acompañara con tal de escapar indemne. Todo el mundo lo sabía, pues nunca lo ocultaba. Disponía de cierta honestidad, y nunca pretendía ser alguien de fiar.

—Lemuel, pequeño demonio de la ciencia, estoy desarrollando una pequeña investigación, y necesito conseguir algunos especímenes. Hablo de cualquier cosa que vuele. Ahí es donde entras tú. Mira, un hombre en mi posición no puede andar vagando por Nueva Crobuzon en busca de… bichos. Un hombre en mi posición tiene que ser capaz de pasar la voz y ver cómo los monstruitos alados llegan a su regazo.

—Pues pon un anuncio en un periódico, tío. ¿Para qué me quieres a mí?

—Porque hablo de muchos, de muchos, y no quiero saber de dónde vienen. Y hablo de variedad. Quiero disponer de tantos monstruitos alados como sea posible, y no es fácil conseguir a alguno de ellos. Por ejemplo: si quisiera obtener, digamos, un aspis, podría pagar bien al capitán de un barco por un espécimen sarnoso y moribundo… o podría pagarte a ti para arreglar que uno de tus honorables socios liberara a un pobre y pequeño aspis de alguna jaula dorada en Gidd Este o en el Anillo. ¿Capiche?

—Isaac, viejo… comenzamos a entendernos.

—Por supuesto, Lemuel. Eres un hombre de negocios. Estoy interesado en monstruos voladores raros. Quiero cosas que nunca antes haya visto. Quiero criaturas originales. No voy a pagar una pasta por una cesta llena de mirlos, aunque no te tomes esto como una indicación de que no quiero mirlos, por favor. Claro que los quiero, igual que chovas, tordos, lo que sea. Y palomas, Lemuel, como tu apellido. Pero claro, prefiero, digamos, serpientes libélula.

—Raros —repitió Lemuel, contemplando su pinta.

—Muy raros —asintió Isaac—. Por eso se pagarían grandes sumas por un buen espécimen. ¿Captas la idea? Quiero pájaros, insectos, murciélagos… también huevos, capullos, larvas, cualquier cosa que vaya a convertirse en algo volador. De hecho, eso sería más útil. Cualquier cosa que vaya a convertirse en algo no mayor que un perro. Nada que pueda ser más grande, ni nada peligroso. Por impresionante que sea atrapar un drudo o un eoloceronte, no los quiero.

— ¿Y quién querría?

Isaac introdujo un billete de cinco guineas en el bolsillo de la chaqueta de Lemuel. Acto seguido, los dos alzaron sus vasos y bebieron juntos.

Aquello había sido la noche anterior. Isaac estaba sentado, imaginando cómo su petición se abría paso hacia los barrios criminales de Nueva Crobuzon.

Ya había usado antes los servicios de Lemuel cuando había necesitado compuestos raros o proscritos, o un manuscrito del que quedaran muy pocas copias en la ciudad, o información sobre la síntesis de sustancias ilegales. Le hacía gracia pensar en los más duros elementos criminales de los bajos fondos empeñados en capturar pájaros y mariposas, entre sus guerras de bandas y sus ventas de droga.

Reparó en que al día siguiente era Día de la huida. Hacía mucho que no veía a Lin, que ni siquiera sabía nada sobre su trabajo. Recordó que tenían una cita para cenar. Podría parar su investigación unas horas para contarle a su amante todo cuanto había sucedido. Disfrutaba vaciando su mente de los muchos giros y salidas acumuladas, ofreciéndoselos a Lin.

Lublamai y David se habían marchado. Estaba solo.

Onduló como una morsa, esparciendo papeles e impresiones por todas partes. Apagó la lámpara de gas y echó un vistazo al oscuro almacén. A través de la mugrienta ventana alcanzaba a divisar el frío círculo de la Luna y las lentas piruetas de sus dos hijas, satélites de roca yerma brillando como orondas luciérnagas mientras giraban alrededor de su madre.

Cayó dormido observando aquella enrevesada maquinaria lunar, bañado por la luz del satélite, soñando con Lin: un sueño tenso, sexual, amoroso.

7

El Reloj y el Gallito se había desbordado de sus puertas. Las mesas y las linternas de colores cubrían la calle frente al canal que separaba los Campos Salacus de Sanvino. El entrechocar de vasos y el arrullo de la diversión flotaban sobre los adustos barqueros que negociaban las esclusas, cabalgando sobre las aguas hacia un nivel superior, alejándose por el río hasta dejar atrás la bulliciosa posada.

Lin sentía vértigo.

Estaba sentada en la cabecera de una gran mesa bajo una lámpara violeta, rodeada por sus amigos. Junto a ella, a un lado, estaba Derkhan Blueday, la crítica de arte del Faro. Al otro se sentaba Cornfed, gritando animadamente a Brote en los Muslos, el cacto chelista. Alexandrine, Bellagin Sound, Tarrick Septimus, Spint el Inoportuno: pintores y poetas, músicos, escultores y una hueste de aduladores de los que solo reconocía a la mitad.

Aquel era el territorio de Lin, su mundo. Pero, a pesar de todo, nunca se había sentido tan aislada de ellos como entonces.

El saber que había conseguido el trabajo, ese inmenso encargo con el que todos soñaban, la obra que los haría felices durante años, la separaba de sus camaradas. Y su terrorífico mecenas había sellado su soledad de forma eficaz: Lin se sentía como si de repente, sin previo aviso, estuviera en un mundo muy distinto de aquel de los Campos Salacus, lleno de maledicencia, juegos, animación y belleza.

No había visto a ninguno de ellos desde que regresara, temblorosa, de su extraordinaria reunión en el Barrio Óseo. Había echado mucho de menos a Isaac, pero sabía que aprovecharía la ocasión de su supuesto trabajo para sumergirse en la investigación, y sabía también que se enfadaría mucho si lo visitara en Brock. En los Campos Salacus eran un secreto a voces, pero la Ciénaga era el vientre de la bestia.

Así se había quedado sentada un día entero, cavilando sobre lo que había aceptado.

Poco a poco, de forma tentativa, había devuelto su mente a la figura monstruosa del señor Motley.

¡Esputo divino, mierda!, había pensado. ¿Qué era?

No tenía una imagen clara de su jefe, solo un sentido de la discordancia deshilachada de su carne. Ribetes de memoria visual la acariciaban: una mano acabada en cinco pinzas de cangrejo igualmente espaciadas; un cuerno espiral que surgía de un racimo de ojos; un filo reptiliano que surcaba un pelaje caprino. Era imposible decir cuál era la raza original del señor Motley. Nunca había oído hablar de reconstrucciones tan extensas, tan monstruosas y caóticas. Cualquiera tan rico como él podía, sin duda, permitirse a los mejores reconstructores para convertirse en algo más que humano… o lo que fuera. No le quedaba más que pensar que había elegido aquella forma.

O eso, o era víctima de la Torsión.

Se preguntó si aquella obsesión por la zona de transición reflejaba su forma, o si había sido la obsesión la primera.

La alacena de Lin estaba llena de bocetos del cuerpo del señor Motley, ocultos a toda prisa por si Isaac decidía quedarse aquella noche. Había tomado notas apresuradas de cuanto recordaba a aquella lunática anatomía.

El horror había remitido a lo largo de los días, dejándole un picor en la piel y un torrente de ideas.