Lin rompió el momento para asegurarse de que lo hacía antes que él. Dio dos fuertes palmadas hasta que todos en la mesa la miraron. Comenzó a hacer señas, indicando a Derkhan que tradujera.
—Eh… Isaac está empeñado en demostrar que eso de que los científicos no hacen más que trabajar, que no saben divertirse, es falso. Los intelectuales, tanto como los estetas disolutos como nosotros, saben cómo pasárselo bien, y por tanto nos ofrece lo siguiente. —Lin agitó el cartel y lo tiró al centro de la mesa, donde era visible para todos. Atracciones, espectáculos, maravillas y raciones de coco por cinco meros estíveres que Isaac se ha ofrecido a aportar…
— ¡Pero no para todos, puercos! —rugió Isaac fingiendo ultraje, aunque fue acallado por un rugido etílico de gratitud.
—…se ha ofrecido a aportar —siguió Derkhan tenaz—. Por tanto, propongo terminar de beber y comer, y salir disparados hacia Sobek Croix.
Se produjo un asenso caótico. Los que ya habían terminado sus consumiciones recogieron sus bolsas. Los otros atacaron con brío renovado las ostras, la ensalada o el llantén frito. Lin pensó en lo imposible que resultaba organizar un grupo de cualquier tamaño para actuar al unísono. Tardarían aún un tiempo en marcharse.
Isaac y Derkhan se susurraban frente a ella, y sus antenas vibraron. Podía captar algunos de los murmullos: Isaac estaba entusiasmado hablando de política. Canalizaba su difuso, errabundo y marcado descontento social hacia sus discusiones con Derkhan. Estaba actuando, pensó Lin con divertido resentimiento, tratando de impresionar a la lacónica periodista.
Pudo ver a Isaac pasar una moneda cuidadosamente por debajo de la mesa, recibiendo un sobre en blanco a cambio. Sin duda alguna, se trataba del último número del Renegado Rampante, el noticiario ilegal y radical para el que escribía Derkhan.
Más allá de un nebuloso disgusto hacia la milicia y el gobierno, Lin no se interesaba en política. Se recostó y contempló las estrellas a través de la bruma violeta de la lámpara suspendida. Pensó en la última vez que había ido a una feria: recordaba el demente palimpsesto de olores, los silbidos y chirridos, las competiciones amañadas y los premios baratos, los animales exóticos y los vestidos brillantes, todo ello empaquetado en un recipiente sucio, vibrante, emocionante.
La feria era el lugar en el que las reglas normales se olvidaban por un tiempo, donde los banqueros y los ladrones se mezclaban para escandalizarse y entusiasmarse. Aun las hermanas menos extravagantes de Lin podían acudir.
Uno de sus primeros recuerdos era el de colarse entre las hileras de tiendas llamativas para acercarse a una atracción aterradora, peligrosa y multicolor, una especie de gigantesca rueda en la Feria de Hiél, hacía veinte años. Alguien (nunca supo quién, alguna viandante khepri, un puestero indulgente) le había entregado una manzana dulce que había comido con reverencia. Aquella fruta caramelizada era uno de los pocos recuerdos agradables de su niñez.
Lin se acomodó en la silla y esperó a que sus amigos terminaran con los preparativos. Sorbía té dulce de la esponja, pensando en aquella manzana. Esperaba con paciencia la visita a la feria.
8
— ¡Vengan, vengan, vengan a intentarlo, prueben suerte!
— ¡Señoras y señoritas, pidan a sus acompañantes que ganen un ramo por ustedes!
— ¡Gira la rueda, gira tu mente!
— ¡Su retrato en solo cuatro minutos! ¡No hay otro retratista más rápido en el mundo!
— ¡Experimenten el mesmerismo hipnagógico de Sillion el Extraordinario!
— ¡Tres asaltos, tres guineas! ¡Resistan tres asaltos contra «Hombre de Hierro» Magus y llévense a casa tres guineas! ¡No se admiten cactos!
El aire de la noche estaba cuajado de ruido. Los retos, los gritos, las invitaciones, tentaciones y provocaciones resonaban alrededor del feliz grupo como globos que estallan. Las luces de gas se mezclaban con productos químicos selectos que ardían rojos, verdes, azules y amarillos. La hierba y los senderos de Sobek Croix estaban pegajosos por la salsa y el azúcar derramados. Las sabandijas se escabullían por los alrededores de los puestos hacia los matorrales oscuros del parque y atesoraban bocados furtivos. Los carteristas y aprovechados se deslizaban depredadores a través de la multitud, como peces en un banco de algas. A su paso se alzaban rugidos y gritos violentos.
La muchedumbre era un estofado móvil de vodyanoi, cactos, khepri y otras especies más raras: hotchi, trancos, zancudos y otras razas cuyos nombres Isaac no conocía.
A pocos metros fuera de la feria, la oscuridad de la hierba y los árboles era absoluta. Las zarzas y matojos quedaban rodeados por trozos de papel rasgado, olvidado y enmarañado por el viento. Las sendas se entrelazaban por todo el parque, conduciendo a lagos, macizos de flores y áreas de maleza desatendida, así como a las viejas ruinas monásticas en el centro de aquel inmenso campo.
Lin y Cornfed, Isaac y Derkhan y todos los otros paseaban por las enormes atracciones de acero roblonado, de hierro pintado de colores chillones y luces siseantes. Sobre sus cabezas se producían chillidos de emoción procedentes de los diminutos coches colgados de escuálidas cadenas. Cien maníacas y alegres melodías distintas se mezclaban procedentes de cien motores y órganos, una molesta cacofonía que flotaba a su alrededor.
Alex masticaba nueces caramelizadas; Bellagin, carne en salazón; Brote en los Muslos había comprado pulpa acuosa, deliciosa para los cactos. Se tiraban comida los unos a los otros, tratando de capturarla al aire con la boca.
El parque estaba lleno de visitantes que lanzaban aros sobre palos verticales y disparaban arcos infantiles tratando de adivinar bajo qué copa se encontraba la bolita. Los niños gritaban emocionados y tristes. Prostitutas de todas las razas, géneros y descripciones se mostraban exageradas entre los puestos, o aguardaban junto a las cervecerías para guiñar a los transeúntes.
El grupo se desintegró poco a poco al pasar por el corazón de la feria. Aguardaron un minuto mientras Cornfed hacía demostración de su puntería con el arco: ofreció ostentoso sus premios, dos muñecas, a Alex y a una joven y hermosa prostituta que aplaudía su triunfo. Los tres desaparecieron cogidos de los brazos en la multitud. Tarrick se demostró adepto en el juego de la pesca, y obtuvo tres cangrejos vivos de una gran bañera giratoria. Bellagin y Spint fueron a que les leyeran la buenaventura en las cartas y chillaron aterrados cuando la aburrida bruja giró en sucesión La Serpiente y La Vieja Saga. Exigieron una segunda opinión a una escarabomante de grandes ojos, que observaba teatral las imágenes que recorrían el caparazón de sus escarabajos mientras se movían entre el serrín.
Isaac y los otros dejaron a Bellagin y Spint atrás.
El resto del grupo dobló una esquina junto a la Rueda del Destino y se reveló ante ellos una sección del parque toscamente vallada. Dentro, una hilera de pequeñas tiendas se curvaba hasta perderse de vista. Sobre el portal podía verse una leyenda mal pintada: «EL CIRCO DE LO EXTRAÑO».
—Bueno —dijo Isaac pesadamente—. Me parece que voy a echar un pequeño vistazo…
— ¿Tanteando las profundidades de la miseria humana, Isaac? —preguntó un joven modelo cuyo nombre no era capaz de recordar. Aparte de Lin, Isaac y Derkhan, del grupo original solo quedaban unos pocos. Todos parecían sorprendidos por la elección del científico.
—Documentación —explicó con grandilocuencia—. Documentación. ¿Os unís a mí, Derkhan, Lin?
Los demás tomaron el comentario con reacciones que iban desde los bufidos descuidados hasta los gestos petulantes. Antes de que todos desaparecieran, Lin hizo unas rápidas señas a Isaac.
No me interesa mucho. La teratología es más tu especialidad. ¿Nos vemos en la entrada dentro de dos horas?