Isaac asintió rápidamente y le apretó la mano. Lin se despidió de Derkhan con una señal y corrió para reunirse con un artista cuyo nombre Isaac nunca había conocido.
Los supervivientes se miraron.
—…y solo quedaron dos —cantó ella; era un trozo de una canción infantil sobre una cesta de gatitos que morían, uno por uno, de forma grotesca.
Había que pagar una entrada adicional por visitar el Circo de lo Extraño, de lo que se encargó Isaac. Aunque no estaba ni mucho menos vacío, el espectáculo de los monstruos estaba bastante menos poblado que el resto de la feria. Cuanto más exclusivos pareciesen los visitantes, más furtivo sería el ambiente.
La feria de rarezas sacaba al voyeur del populacho y la hipocresía de la aristocracia.
Parecía haber una especie de recorrido que prometía visitar cada espectáculo del Circo por orden. Los gritos del presentador animaban a los visitantes a juntarse mucho y a prepararse para escenas no destinadas a ojos mortales.
Isaac y Derkhan se retrasaron un poco para seguir al grupo. Él reparó en que la periodista llevaba una libreta y un bolígrafo preparados.
El maestro de ceremonias, tocado con bombín, se acercó a la primera tienda.
—Señoras y señores —susurró con fuerza y tensión—, en esta tienda acecha la más notable y aterradora criatura nunca vista por ojos humanos. O de vodyanoi, o de cactos, o de quien sea —añadió con voz normal, asintiendo con elegancia a los pocos xenianos entre la multitud. Regresó a su tono rimbombante—. Fue descrita por primera vez hace quince siglos en los apuntes de viaje de Libintos el Docto, en lo que entonces no era más que la vieja Crobuzon. En sus viajes al sur de los yermos ardientes, Libintos vio muchas cosas monstruosas y maravillosas, pero ninguna más espantosa y asombrosa que… ¡el mafadet!
Isaac había estado mostrando su sonrisa sardónica, pero incluso él se sumó al grito sofocado del grupo.
¿De verdad tienen un mafadet?, pensó, mientras el presentador retiraba una cortina frente a la pequeña tienda. Se acercó para ver mejor.
Se produjo un lamento más profundo, y la gente de las primeras filas pugnó por retirarse. Otros trataban a empellones de ocupar sus puestos.
Tras unos barrotes negros, sujeta por fuertes cadenas, se hallaba la bestia extraordinaria. Se encontraba en el suelo, su inmenso cuerpo pardo como el de un león colosal. Entre los hombros había una zona de pelaje más denso de la que brotaba un gran cuello ofídico, más grueso que el muslo de un hombre. Sus escamas relucían con un color oleoso y rubicundo. Un intrincado patrón se enroscaba desde lo alto del cuello, abriéndose en forma de diamante en el punto en que se curvaba para convertirse en una gigantesca cabeza de serpiente.
La testa del mafadet descansaba sobre el suelo. La larguísima lengua bífida salía y entraba de las fauces. Los ojos refulgían de negrura.
Isaac aferró a Derkhan.
—Es un puto mafadet —siseó, atónito. La mujer asintió, con los ojos abiertos como platos.
La muchedumbre se había retirado de las cercanías de la jaula. El presentador asió un palo terminado en un garfio y lo introdujo entre los barrotes, aguijoneando a la enorme criatura del desierto. El animal respondía con un profundo rugido siseante, tratando de alcanzar patéticamente a su atormentador con una enorme zarpa. El cuello se enroscaba y retorcía con desdicha inconexa.
En los espectadores se produjeron algunos gritos. La gente se acercaba a la pequeña barrera frente a la jaula.
— ¡Atrás, señoras y señores, atrás, se lo suplico! —La voz del presentador era pomposa e histriónica—. ¡Están todos ustedes en peligro de muerte! ¡No enfurezcan a la bestia!
El mafadet siseó de nuevo bajo su continuo tormento. Se retiró a rastras, alejándose del alcance de la cruel punta.
El asombro de Isaac desaparecía a ojos vista.
El animal, exhausto, se acobardaba en indigna agonía mientras intentaba alcanzar la parte trasera de la jaula. La cola pelada golpeaba el hediondo cadáver de una cabra que presumiblemente había sido su sustento. Tenía el cuerpo manchado de excrementos y polvo, que se unían a la sangre que manaba espesa de sus numerosos cortes y llagas.
El cuerpo desparramado sufría convulsiones mientras la fría y desafilada cabeza se alzaba sobre los poderosos músculos del cuello de serpiente.
El mafadet siseó y, al verse respondido por la multitud, abrió las fauces perversas. Trató de desnudar los colmillos.
La expresión de Isaac se torció.
Unos muñones rotos sobresalían de las encías, allá donde deberían haber relucido unas peligrosas navajas de treinta centímetros. Se los habían partido, comprendió Isaac, por miedo a su peligroso mordisco venenoso.
Contempló al monstruo roto, restallando su lengua negra. Devolvió la cabeza al suelo.
— Por el culo de Jabber —susurró Isaac a Derkhan con lástima y disgusto— Nunca pensé que sentiría pena por algo así.
—Te hace preguntarte por el estado en que encontraremos al garuda —replicó la periodista.
El histrión corría apresuradamente la cortina sobre la triste criatura. Mientras lo hacía, contó a los espectadores la historia de la prueba del veneno de Libintos, a manos del Rey Mafadet.
Historias para niños, leyendas, mentiras y espectáculo, pensó Isaac despectivo. Reparó en que solo les habían dado un instante para contemplar al ser, menos de un minuto. Así la gente no se dará cuenta de que no se trata más que de un animal moribundo.
No podía sino imaginarse al mafadet en todo su esplendor. El peso inmenso de aquel corpachón pardo que se arrastraba por el matorral seco, el golpe eléctrico del mordisco venenoso.
Los garuda trazando círculos en el aire, sus hojas dispuestas.
Comenzaban a llevar a la gente hacia la siguiente atracción. Isaac hacía caso omiso del rugido de su guía. Estaba observando a Derkhan tomando rápidas notas.
— ¿Es para el RR? —susurró.
Derkhan echó un suspicaz vistazo alrededor.
—Puede. Depende de qué más veamos.
—Lo que veremos —siseó Isaac furioso, arrastrando a Derkhan con él a ver la siguiente tienda— es pura crueldad humana. ¡Pura desesperación!
Se habían detenido detrás de un grupo de ociosos que contemplaban a una niña nacida sin ojos, una frágil y esquelética pequeña humana que gritaba desarticulada mientras sacudía la cabeza al sonido de la multitud. «¡VE CON SU SENTIDO INTERIOR!», proclamaba el cartel sobre su cabeza. Alguien frente a la jaula cloqueaba y le gritaba.
—Esputo divino, Derkhan… —Isaac sacudió la cabeza—. Míralos atormentando a la pobre criatura.
Mientras hablaba, una pareja se alejó de la niña expuesta con expresión de disgusto. Se giraron al marcharse y escupieron a la mujer que más fuerte había reído.
—Las cosas cambian, Isaac —dijo Derkhan en voz queda—. Cambian rápido.
El guía recorría el camino entre las hileras de pequeñas tiendas, deteniéndose aquí y allí en horrores selectos. La multitud comenzaba a disgregarse. Pequeños grupos curioseaban por su cuenta. En algunas tiendas eran detenidos por ayudantes, que esperaban hasta que se hubiera congregado el número suficiente como para desvelar sus piezas ocultas. En otras, los visitantes entraban directamente, y de los lienzos mugrientos procedían gritos de sorpresa, asombro y disgusto.
Derkhan e Isaac entraron en un gran cercado. Sobre el umbral rezaba un cartel de ostentosa caligrafía. «¡UNA PANOPLIA DE MARAVILLAS! ¿SE ATREVE A ENTRAR EN EL MUSEO DE LO OCULTO?».
— ¿Nos atrevemos? —musitó Isaac mientras pasaban a la cálida y polvorienta oscuridad.